LA CLAVE
Para funcionar hoy en día hace falta una memoria de treinta y dos megas. Si al número del carné de identidad le añadimos el de la tarjeta del cajero automático, el del teléfono de casa, el del trabajo, el del fax, el del móvil, el que sirve para desbloquear el móvil, el password del ordenador, el código para acceder a Internet y nuestra dirección completa del correo electrónico, nos saldrá una ristra interminable de dígitos. Sólo nos falta que para entrar en la oficina nos pidan también un número secreto. O que el portero automático sea de esos que funciona con clave.
Tanta tecnología para llegar a esto: el 75 % de los norteamericanos considera que la vida, en 1997, era bastante o mucho más complicada que una década antes (según una encuesta de Claris Corp para USA Today). Se diría que la irrupción masiva del ordenador y de los últimos avances de la telecomunicación han tenido un efecto perverso en nuestro quehacer cotidiano.
Telefónica despacha cada año a más de veintitrés mil despistados que olvidaron el código para desbloquear el móvil. Bankinter atiende todos los meses a unos trescientos clientes que «perdieron» el número de su tarjeta del cajero automático. A Microsoft Ibérica llaman al año unos mil abonados incapaces de recordar las claves para acceder a Internet.
En Estados Unidos, donde la revolución digital está aún más avanzada, hay quien ha calculado los números y letras combinados que hacen falta para desenvolverse en una vida normal: setenta y seis. A esa conclusión ha llegado Paul Dickson, autor de What's in a ñame? (¿Qué hay en un nombre?).
Dickson denuncia la progresiva «numerización» de nuestras vidas y defiende el uso de los nombres como alternativa más humana. «Si los americanos fueron capaces de desenvolverse hasta 1936 sin necesidad de usar números, ¿por qué necesitamos hoy tantos dígitos?», se pregunta. «¿Tal vez para estar más controlados?».
La llegada generalizada del ordenador a los hogares introducirá seguramente en nuestras vidas nuevas y complicadas claves. Para simplificar el problema, predicen los expertos, habrá que esperar tal vez un par de generaciones: cuando las máquinas sean capaces de reconocer las pupilas, la voz o las huellas digitales.