DE LA COMIDA «BASURA»
A LA DIETA «LIMPIA»

La enfermedad de las «vacas locas» fue para muchos la primera piedra de toque. Hasta entonces, la mayoría de la gente no relacionaba los alimentos con la salud. Se pensaba, ingenuamente, que la comida pertenecía más bien al capítulo de placeres e indulgencias.

Luego llegó la polémica de la manipulación genética de los alimentos, y todos comenzamos a sospechar si, en el nombre del progreso y de los avances de la ciencia, no nos estarán vendiendo cánceres de colon y de próstata, problemas circulatorios o alteraciones del sistema nervioso.

«Que el alimento sea tu medicina, y la medicina tu alimento», decía Hipócrates. Poco caso han hecho de su sabio consejo los médicos, más interesados en recetar píldoras que en prevenir enfermedades de una manera más simple y menos costosa. Lo mismo podemos decir de las autoridades sanitarias, que nada hacen por contrarrestar el enorme poder de la industria alimentaria, principal responsable de los hábitos insalubres en la cocina y en la mesa.

En los supermercados, los alimentos frescos languidecen semiocultos entre estanterías y más estanterías de productos refinados, privados de gran parte de su valor nutritivo y «enriquecidos» con conservantes, colorantes, acidulantes, edulcorantes y demás ingredientes invisibles (pesticidas, hormonas, metales pesados). Con la moda del fast food y del todo a domicilio, la comida procesada nos llega ya directamente al plato, previo paso por el microondas (la forma más instantánea y nociva de recalentar los alimentos).

Las malas costumbres alimenticias empezamos a adquirirlas de bien pequeños, cuando los imperativos de la vida moderna nos hacen renunciar antes de tiempo a la leche materna. El rito de paso a la comida sólida solemos celebrarlo después en un Burger-King o en un McDonald's. Crecemos de niños con ketchup en las venas y nuestros paladares nos piden a gritos comida-basura y litros de Coca-Cola. La carne y las grasas son una fuente insuperable de diversión; los vegetales y los cereales los dejamos por aburridos e insípidos.

Cuando llegan las primeras caries, soportamos estoicamente la tortura del dentista, que nunca nos prevendrá contra los muchos riesgos del azúcar. Después acecharán la bulimia y la anorexia, dos males íntimamente relacionados con nuestra enfermiza relación con los alimentos. Finalmente desembocaremos en el sobrepeso, la celulitis, la hipertensión, el estreñimiento y un sinfín de dolencias provocadas por lo mal que comemos.

En ese momento, nunca antes, caeremos en manos del «especialista» y entraremos en el círculo vicioso de las dietas, que nos crearán ansiedades, frustraciones y desmayos.

La solución está, tal vez, en una aproximación más natural a lo que siempre fue la comida, antes de que las multinacionales de la alimentación inundaran nuestras despensas con productos tan tentadores como carentes de sustancia. Y antes, por supuesto, de que llegara al supermercado la «revolución transgénica»...

Vendida como la alternativa inocua a los fertilizantes y los pesticidas, la manipulación genética de los alimentos ha provocado sin embargo una cascada de reacciones en contra por sus innumerables riesgos. Entre ellos, la capacidad de producir alergias, de «contagiar» a los humanos la resistencia a los antibióticos o de provocar a la larga procesos cancerígenos.

Aunque las autoridades sanitarias americanas dieron hace tiempo el visto bueno a los alimentos transgénicos, sus efectos reales son una incógnita. Impulsados por los gigantes de la industria agroquímica y de la alimentación, estos productos están derribando las barreras que hasta hace poco impedían su entrada en Europa. Los titulares de prensa proclaman ya alegremente: «El futuro está en el maíz y en el tomate de laboratorio».

Cientos de miles de consumidores están sin embargo huyendo hacia el extremo opuesto: no a las prácticas «desnaturalizadas». Hay que redescubrir el sabor de las verduras y las legumbres de temporada y desconfiar abiertamente de las menestras congeladas o de las fresas de invernadero. Hay que exigir la vuelta a los cereales enteros y huir como de la peste de los panes inflados con levaduras sintéticas. Hay que pensarlo tres veces antes de probar una carne hormonada, irradiada, tratada con antibióticos y conservada a base de nitritos y nitratos.

Gracias a la sensibilización y a la demanda popular, se están imponiendo pues los productos «biológicos»: cultivados o criados de modo absolutamente natural, sin el uso de pesticidas, fertilizantes u hormonas. En apenas cinco años, su consumo se ha duplicado en Estados Unidos, donde se venden en las cada vez más habituales «tiendas de salud». Otro fenómeno imparable es el resurgir de los mercados de granjeros, que traen hasta el corazón de ciudades como Nueva York el sabor del campo recién arado.

El mercado del clean food —la dieta «limpia»— mueve ya más de un billón de pesetas al año. Veinte millones de americanos se han pasado al vegetarianismo, por motivos de salud y de conciencia ecológica. En un par de décadas, predice el Instituto de Tendencias de Rhinebeck, el 30% de la población americana abrazará el nuevo credo alimenticio: los profetas de la «comida-basura», los McDonald's y compañía pasarán por grandes dificultades en su propia tierra.

En los países centroeuropeos, donde el consumo de carne se multiplicó por cuatro desde la posguerra, la marcha atrás es imparable en los últimos años. Hasta en la mismísima Italia, tan orgullosa de su legado gastronómico, está empezando a imponerse el marchamo biológico (en la costa del Adriático proliferan los restaurantes «Un Punto Macrobiótico», adalides de la «cocina natural mediterránea»).

España anda a la zaga, resignada a exportar más del 80 % de sus productos biológicos por la poca demanda interna. Los precios prohibitivos y nuestros hábitos alimenticios son dos murallas contra las que se estrella inevitablemente la dieta «limpia».

Al cabo de varias décadas, seguimos con el concepto anquilosado y reumático del herbolario...

«Lo nuestro es una cuestión cultural: todavía se cree que eso de cuidar la dieta es una cosa de diabéticos y personas ancianas», se lamenta Álex Galí, gerente de los supermercados biológicos Commebio, acaso el primer intento serio de ponernos a la altura de las «tiendas de salud» europeas y americanas. «Pero la gente está comenzando a responder muy bien; por fin está calando la idea de que la calidad de vida comienza con la comida sana». Commebio abrió la brecha en Barcelona y está extendiendo sus redes por toda España.

El vegetarianismo, por fortuna, ha dejado de ser una actividad semiclandestina y sectaria en nuestro país. Entre Madrid y Barcelona hay ya más de una veintena de restaurantes vegetarianos. El último censo nacional habla de más de un millón de practicantes, la mitad de los cuales son estrictamente «veganos» (rechazan no sólo la carne; también la leche y los huevos).

Desde 1993 existe la Asociación Vegana Española (AVE), que promueve «un estilo de vida más sano y respetuoso con los animales y la naturaleza». Los motivos «éticos y de salud» se combinan con los «ecológicos»: la industria cárnica tiene unos devastadores efectos en el medio ambiente y obliga a cultivar como pienso millones de toneladas de soja y grano que podrían servir para el consumo humano. Detrás de los «veganos» late también un cierto espíritu de rebeldía contra lo convencional, aunque su empeño es el de romper el cliché de «secta alternativa».

El mismo estigma pesa aún sobre la macrobiótica, una filosofía de vida aplicada a los alimentos que goza de un creciente prestigio en Estados Unidos y en toda Europa.

Introducida en Occidente por el japonés George Ohsawa —y difundida actualmente por sus discípulos Michio Kushi y Hermán Aihara—, la macrobiótica propugna la búsqueda del equilibrio a todos los niveles, comenzando por el de la alimentación, que es seguramente el más básico. La dieta macrobiótica está basada en los cereales enteros y en las verduras, y en menor medida en las legumbres, las algas, el pescado, las raíces, las semillas, los frutos secos, la fruta y los productos derivados de La soja.

El «milagro» de la soja, tan celebrado últimamente por las instituciones médicas occidentales, lo descubrieron en Oriente hace dos mil años (y lo lleva predicando durante décadas la macrobiótica). La soja ayuda a prevenir el cáncer y las enfermedades del corazón, a regular los niveles de colesterol y a cubrir el «vacío» de proteínas que deja la carne. Derivados de la soja como el tofu, el miso y el tempeh —considerados todavía como «exóticos»— deberían desplazar en las estanterías de los supermercados a toda esa gama de «condumios» enlatados, empaquetados y adulterados sobre los que tendría que figurar el aviso de las autoridades sanitarias: «El consumo de este producto perjudica seriamente la salud».

La vida simple
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