CONSUMIÉNDONOS

Preparados, listos... ¡aquí están las Rebajas! Se abren las puertas y entra una jauría voraz y desbocada de mujeres que se lanzan sobre las prendas como leonas sobre sus presas. Codazos, pisotones, náuseas, interminables colas. Es domingo, pero no importa: los saldos apremian. Cuando acabe el día, habrán desfilado por los grandes almacenes dos millones de consumidores hambrientos. La «cuesta» de enero nos costará, más o menos, unos 180 000 millones de pesetas...

El año arranca bien si arrancan bien las Rebajas. Todos los demás indicadores —sociales, culturales, familiares, laborales— apenas cuentan enfrentados al del consumo nacional bruto. Si no gastamos más que el año pasado por estas fechas, nuestras vidas se derrumban, el país se tambalea.

Hace tiempo que perdimos la categoría de ciudadanos; nos han «rebajado» a la de meros consumidores. Lo que antes llamábamos sociedad, ahora lo llamamos mercado, y la quimera de la justicia social ha caído bajo el peso de la ley de la oferta y la demanda. Militamos todos en un monolítico partido cuya ideología se resume en un simple eslogan: «Compro, luego existo».

Comprar se ha convertido en nuestra razón primera y última. Comprando llenamos nuestros vacíos, aplacamos nuestras frustraciones, empaquetamos nuestras iras. Comprando nos encontramos más a gusto con nosotros mismos y más en sintonía con el envoltorio comercial que nos rodea. Comprando, en fin, nos divertimos como si volviéramos a ser críos.

Esta ideología no es nuestra; la hemos importado. Nos ha ido llegando poco a poco desde Estados Unidos, donde empezó a acuñarse en los años cincuenta, y la hemos incorporado a nuestra vida diaria sin apenas darnos cuenta: con ciertas reservas al principio, con total devoción en las dos últimas décadas.

Daniel Wagman, ciudadano americano, vino a España huyendo de todo esto. La suya era la típica familia americana con chalé en las afueras, coche a todas horas y pleitesía obligada al centro comercial. Cuando llegó a nuestro país, a finales de los setenta, se encontró con un modelo de sociedad radicalmente distinto: alegre y abierto, amigable y solidario, auténtico y poco maleado por las modas.

Al cabo de los años, Wagman ha sido testigo de una metamorfosis vertiginosa: nuestro estilo de vida se ha «americanizado» a marchas forzadas y en el peor de los sentidos. Salir de compras es ya el segundo deporte nacional (después del fútbol en televisión, claro). Las tiendas de barrio sucumben a manos de los todopoderosos hipermercados. La marea comercial nos está consumiendo.

Las distancias se acortan y Wagman no podía quedarse de brazos cruzados. Por eso decidió escribir un libro, a medias con la psicóloga Alicia Arrizabalaga, y alertarnos de los peligros que nos acechan, en lo personal y a gran escala. La suya es una invitación formal a Vivir mejor con menos... «Aunque resulta en cierto modo irónico, esta sociedad de consumo que persigue a toda costa el bienestar material no trae la felicidad; bien al contrario, está creando un mundo de soledad, tristeza y frustración».

Daniel Wagman trabajó durante años en una agencia de viajes, pero lo dejó en cuanto se dio cuenta de que «el turismo está convirtiendo el mundo en una especie de parque de atracciones para los ricos del planeta». Ahora se dedica a algo menos rentable pero más enriquecedor: consultor medioambiental. Y aunque no se considera ni mucho menos un «no consumidor» modélico (fuma, tiene teléfono móvil, no prescinde del televisor), al menos intenta salirse de los caminos trillados promoviendo cooperativas de intercambio, iniciativas de reciclaje o planes para la recuperación de los barrios.

«¿Es imprescindible el consumo para una economía sana?

—se pregunta Wagman...—. Éste es el mensaje que continuamente se nos hace llegar, mientras por todas partes afloran evidencias que demuestran, sin ningún género de dudas, que este sistema está agotando irremediablemente los recursos de la Tierra, produciendo cantidades ingentes de residuos y contaminación y condenando a miles de millones de personas a la más absoluta de las miserias».

Wagman nos invita a sopesar las consecuencias de todo lo que compramos y a tratar de ajustamos a nuestras necesidades reales. Más que una fórmula mágica, lo que nos «vende» es una sabia reflexión sobre nuestros hábitos de consumo, para que no caigamos en los excesos de los americanos...

El 93% de las adolescentes considera «ir de compras» como su afición favorita. Antes de entrar en la universidad, un estudiante cualquiera habrá visto ya 360 000 anuncios televisivos. Un padre de familia dedica por término medio seis horas a la semana a comprar y sólo cuarenta minutos a jugar con sus hijos. Tres de cada cuatro consumidores confiesa ir a los centros comerciales a «comprar por comprar» o a entretenerse sin más.

El terreno en el que más han avanzado últimamente los americanos es el del entretenimiento. Las tiendas, los restaurantes y hasta los hoteles están adoptando el sospechoso aspecto de parques temáticos. La disneylandización del mundo parece inevitable: las mismas fuerzas que nos arrastran a consumir frenéticamente están empeñadas en programar hasta el último minuto de nuestro tiempo libre. O viceversa.

Lo denuncia Rick Crawford, acerado crítico social, en el libro Invisible Crisis (Crisis invisibles): «Lo que hasta ahora considerábamos ocio se está convirtiendo en una suerte de encarcelamiento: una sentencia a cadena perpetua en el campo de trabajo del consumismo».

La lista de autores americanos en las filas del anticomercialismo se haría interminable. Uno de los más populares —de los poquísimos traducidos al español— es Alan Durning, autor de ¿Cuánto es bastante? «La calidad de nuestras relaciones sociales y de nuestro tiempo libre, dos elementos determinantes de la felicidad, han caído en picado en los últimos años —escribe Durning—. La sociedad de consumo, eso parece, nos ha empobrecido aumentándonos el salario».

Durning arremete duramente contra los medios de comunicación y les acusa de haberse convertido en vehículos para «el cultivo de las necesidades»: «Los anuncios están en todas las partes, bombardeándonos por televisión o radio, insertados en las películas, en los estadios, en los respaldos de los asientos de los aviones [...] Las fuerzas que manufacturan nuestros deseos son ya tan familiares que pasan virtualmente inadvertidas».

No hace falta viajar hasta Estados Unidos para corroborar todo lo que dice Durning. En nuestro país, durante los últimos años, hemos sido testigos y víctimas del mayor asalto publicitario jamás ideado para la promoción de un producto: el teléfono móvil.

Habría que ir quizás hasta Hong Kong para toparse con una fiebre similar, con una presencia tan invasiva de tiendas y puestos consagrados al «milagro» de la telefonía sin hilos. El celular se ha convertido en el último fetiche tecnológico, objeto de un culto más insidioso y postizo que el del coche: «Yo soy yo y mi teléfono móvil».

En Europa, con un crecimiento del mercado del 185% anual, no hay quien nos haga sombra. La televisión, los periódicos, la radio, las vallas publicitarias, los autobuses y los «chirimbolos» han firmado un pacto millonario para intentar seducirnos con anuncios que son más bien insultos a nuestra condición de sufridos ex ciudadanos:

«EXPRÉSATE. Si tú eres único, ¿no debería tu teléfono serlo también? El nuevo teléfono móvil E te ofrece varios paneles desmontables de distintos colores, para que siempre vaya a juego con tu humor de cada día [...] Sonarás a ti. Porque tú eres único».

La vida simple
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