ENGANCHADOS AL TAMAGOTCHI
La carta viene a cuento del popular Tamagotchi, la mascota virtual que persigue como la peor de las pesadillas a padres y profesores:
«Hemos llegado a la conclusión de que este tipo de juguetes crea una gran ansiedad en los niños, que puede perjudicarles seriamente en su estabilidad emocional y en su rendimiento escolar, además de crearles dependencia y hacerles tomar responsabilidades injustificadas».
Suscribe la dirección del Colegio Británico, uno de los primeros en adoptar en España la terminante decisión: prohibido venir a clase con el insidioso ingenio electrónico que llora, come, caga, se pone enfermo y amenaza con morirse si no le aprietan los botones.
La fiebre del Tamagotchi —más de veinte millones de ejemplares vendidos el año de su lanzamiento en todo el mundo— es quizá el más claro ejemplo del proceso de enajenación en el que están inmersos los «hijos» de la sociedad de consumo. Por si no tuvieran ya bastante con la tele o con los videojuegos, ahora se pasan el día enganchados a una minipantalla que reclama atención permanente y les embarca en un sinvivir de tareas apremiantes. Creatividad e imaginación cero. Esclavitud y sumisión en versión electrónica.
Educadores y psicólogos coinciden casi todos en lo poco edificante del «bip bip» del Tamagotchi. Hasta el defensor del menor ha tenido que pedir públicamente que no se deje la mascota en manos de niños de menos de siete años, «incapaces de distinguir entre la realidad y la ficción», y susceptibles por tanto de sufrir un durísimo golpe emocional cuando se les muere su «amigo» electrónico por falta de atención.
En Chieti, Italia, una niña de quince años sufrió un fuerte shock porque al sacar el Tamagotchi de la cartera se lo encontró «muerto». La niña se desmayó en plena calle y tuvo que ser trasladada a un hospital, donde permaneció dos días en observación. La historia se coló en los telediarios por delante de la decisiva reunión de los ministros de la Unión Europea sobre el futuro de la moneda única. Los italianos abrieron, con su habitual vehemencia, un debate político sobre los riesgos del Tamagotchi...
«Estamos ante un juego diabólico —terció el neuropsiquiatra infantil Giovanni Bollen—. La muerte del pollito "virtual" puede crear en los niños un pensamiento obsesivo y generar un sentimiento de culpa».
Alonso Fernández, catedrático de psiquiatría y autor de Las otras drogas, entraba en la polémica desde las páginas de El País: «Los niños aprenden a relacionarse mejor con su máquina de juegos que con sus amigos, y esto puede prefigurar una alteración en su comunicación emocional, una especie de autismo general en sentido amplio. Estoy seguro de que en el futuro aumentarán los porcentajes de alexitimia: la incapacidad para expresar los propios sentimientos».
Se empieza con el Tamagotchi, se sigue con los videojuegos y se acaba con el ordenador (también se pueden tener mascotas virtuales incrustadas en la pantalla). El caso es cultivar el fetichismo tecnológico desde bien pequeños. Curarles la soledad a base de mucho artilugio con botones. Sustraerles la propia vida y «conectarles» a un sucedáneo electrónico.
Aunque siempre habrá algún experto empeñado en demostrar lo contrario... Phyllis Cohén, de la Universidad de Yale, estima que el Tamagotchi puede ser muy útil para los niños entre los ocho y los diez años, cuando los pequeños comienzan a tener las cosas bajo control, a seguir unas reglas y a sentirse necesitados. «Aunque pueda parecer un capricho, hay que respetar la necesidad infantil», sugiere Cohen a los padres de los niños que se ponen pesados porque sus amigos tienen mascota virtual y ellos no.
¿Comprarles todo lo que pidan? No hace falta ser padre para percatarse de la vulnerabilidad de un niño y para acabar abominando de las triquiñuelas de la industria de la publicidad con tal de hacerles desear lo más indeseable. Antes que el Tamagotchi cuajó la fiebre de las Tortugas Ninja y poco después la de los Power Rangers, y los hogares de medio mundo se poblaron de reptiles y saltimbanquis agresivos y violentos.
El Tamagotchi, por lo menos, muere sin que le disparen. Aunque los «cerebros» del marketing, que conocen mejor que nadie los gustos de los adolescentes, han inventado una versión cruel y despiadada de la inofensiva mascota japonesa: Cibergángster (made in Hong Kong). En lugar de inyecciones y comida, pide que le arrojen cuchillos, le den cigarrillos y le emborrachen con alcohol.