SOBREVIVIR A LA CIUDAD

Huyendo de la masificación, Tomás Fernández García cambió la Universidad Complutense por la de Castilla-La Mancha. El suyo fue un salto sin colchoneta a la ciudad de provincias, donde le esperaban algunas gratas sorpresas... «Mi primer gran descubrimiento fue que todo está muy cerca: el trabajo, los amigos, el cine, las tiendas. Hasta el campo está cerca. Te olvidas del coche y vas a todos los sitios andando. Puedes salir de la ciudad dando un paseo, subirte a una colina y respirar aire fresco. Eso no tiene precio».

Segundo hallazgo: «De pronto te das cuenta de que tienes un nombre y un apellido. Notas un trato mucho más cercano, ese calor de barrio que en Madrid se ha ido perdiendo».

Más descubrimientos: «El tiempo se estira de una manera increíble: todo lo que te ahorras en desplazamientos lo tienes para ti. Y luego el silencio, otra de las cosas que más te chocan. Al principio hasta "duele": tan acostumbrados estamos al ruido de fondo de la gran ciudad...».

Tomás, profesor de Trabajo Social, ha encontrado la paz que buscaba en la ciudad encantada. Lo que peor lleva es «la cerrazón y el control social al que te someten cuando vienes de fuera», pero eso lo supera con sus frecuentes escapadas en tren a Madrid, los fines de semana. Cuando lo coge, de vuelta a Cuenca, es como un bálsamo que le transporta a otra dimensión, más acogedora y humana:

«En Madrid, cada vez soporto menos el bullicio y los atascos. Si te dejas llevar, te acabas sintiendo parte de una masa amorfa, como un número más. Valores esenciales como la solidaridad o la lealtad entre amigos se están perdiendo. Aunque yo soy optimista y pienso que todo eso tiene arreglo, que la vida en Madrid sería mucho más llevadera si todos pusiéramos nuestro grano de arena. La solución, creo, está en uno mismo, independientemente de que se viva en una ciudad grande o pequeña».

Las grandes capitales, por lo que se desprende de las estadísticas, han tocado techo: sólo uno de cada cinco españoles vive actualmente en ellas. Desde mediados de los ochenta, la emigración tiene por destino las ciudades medianas (de cien mil a medio millón de habitantes) o los pueblos grandes del área metropolitana.

Unos prefieren probar suerte con el chalé o con el adosado en la periferia; otros, como Tomás, se inclinan por la provincia. Ciudades como Cuenca, Segovia, Gerona o Vitoria se están nutriendo de este silencioso éxodo en busca de una mayor calidad de vida.

Rosa Palau cambió Barcelona por Mallorca poco antes de cumplir los treinta. En su caso hubo también una razón afectiva, aunque lo que más pesó fue su deseo de cambiar de aires: «Al principio, hicimos planes para que Pep, mi compañero, se viniese a vivir conmigo a Barcelona. Yo llevaba a medias una tienda de deportes y el negocio iba viento en popa: no podía renunciar a él. Pero un verano se me cruzaron los cables y decidí que era yo la que se movía, que me gustaba mucho más el ritmo de vida y el clima de Palma».

Vendidos su apartamento y su parte en la tienda, Rosa hizo las maletas y se plantó en la isla. Con el dinero fresco, aumentó la pequeña flota de barcos que tenía su compañero (ya son cinco), y de eso viven mayormente, alquilándolos en verano: «Trabajamos a tope cuatro meses, y sacamos dinero de sobra para el resto del año. Además, nos encanta recorrer las islas y viajar fuera de temporada. La vida relajada que llevamos en invierno no la cambio por nada. Cada vez que pienso en los agobios que me entraban en Barcelona al llegar diciembre y enero, me dan escalofríos».

Razón no le falta a Rosa: la vida en la gran ciudad invita muchas veces a la huida, o al encierro involuntario... «Para sobrevivir en un lugar como Madrid, la única solución que te queda es meterte en una burbuja —sostiene José Luis García, vecino del barrio de Tetuán de las Victorias—. Mi refugio es mi barrio, aunque lo están destrozando a golpe de excavadora y cada vez se parece más a cualquier otra parte de la ciudad».

José Luis, portavoz de la asociación ecologista Aedenat, ve el futuro inmediato del color de una nube tóxica: «La situación irá a peor mientras no haya una apuesta política por otro modelo de ciudad. Hoy por hoy, la suerte está echada: el automóvil es el rey, y quienes nos movemos en transporte público o a pie tenemos que pagar inevitablemente las consecuencias».

¿Se puede llevar otro tipo de vida en una ciudad como Madrid? ¿Es posible vivir de espaldas al tráfico, a la contaminación, a los ruidos, al estrés diario, a la destrucción del tejido social en los barrios, a los centros comerciales y a los parques temáticos?

«Se puede, pero con mucho esfuerzo. Los grupos ecologistas y las asociaciones de vecinos estamos trabajando por todo esto. Como último recurso, nos queda predicar con el ejemplo».

Un coche menos: el de José Luis, que detesta conducir y se mueve exclusivamente en metro, autobús o tren. Trabajando desde casa, además, se ahorra muchísimos desplazamientos: «Procuro salir lo menos posible del barrio; jamás he entendido por qué hay gente que coge el coche para irse a comprar a kilómetros de donde vive».

Nadie le obliga, pero José Luis recicla, desde hace años. Cuatro bolsas separadas en casa: papeles, metales, cristales y basura orgánica. Las dos primeras, para el trapero. El vidrio, al contenedor. Los restos de comida, al cubo y al camión.

En casa, bombillas de bajo consumo. Un buen aislamiento térmico para utilizar lo mínimo la calefacción. Guerra al aire acondicionado; mucho más sanos y económicos, los ventiladores de techo. Productos biológicos en la mesa y detergentes biodegradables para los platos y la ropa. Tejidos de fibras naturales; ciclos cortos en la lavadora y medidas para economizar el uso del agua.

«La vida en la ciudad sería mucho más sostenible si, en vez de incitar a la gente al consumismo desaforado, se la educara en el ahorro de energía y en el aprovechamiento justo de los recursos —asevera José Luis—. Para que cambie una ciudad como Madrid hay que empezar cambiando los hábitos de los ciudadanos, uno a uno, barrio a barrio».

En esa trinchera está Daniel Wagman, el coautor de Vivir mejor con menos, trabajando en un proyecto que sirva de modelo para la recuperación de los barrios. Daniel, urbanita hasta la médula, está convencido de que se puede recuperar el tejido humano de las ciudades comenzando por la base:

«Los barrios tienen muchísimas carencias e infinidad de recursos sin explotar. Se podrían crear, por ejemplo, cooperativas de vecinos para cubrir el hueco que han dejado las familias, como el cuidado de ancianos y de niños, o las compras a domicilio. Las tiendas de segunda mano darían trabajo a gente en el paro y tendrían, al mismo tiempo, una función social. Otra idea que daría nueva vida a la comunidad serían los grupos de trueque y de intercambio de servicios».

En el corazón de Madrid, Argüelles, funciona desde 1996 una singular iniciativa privada que va en esa dirección: La Buena Vecina, empresa de servicios domésticos «y confesonario ocasional de la gente del vecindario», según explica Isabel Pizarro, una de las cuatro socias fundadoras.

Fontaneros y electricistas. Asistentas sociales e internas. Cuidadores de perros y jardineros. Gente que se ofrece para hacer la compra, ir al padrón, cualquier cosa... «La Buena Vecina es algo más que un simple intermediario de servicios —apunta Isabel—. De alguna manera estamos ayudando a crear una red de contactos en el barrio, que ha perdido su carácter en los últimos años. La gente te llama no sólo para pedirte un servicio sino de paso para hablar. Y es que la vida en Madrid ya no es lo que era; se está deshumanizando cada vez más».

Madrid camina en sentido opuesto a las grandes capitales europeas (incluida Barcelona), donde el antídoto infalible contra la despoblación de los cascos antiguos ha consistido en hacerlos más habitables, levantar barreras a la invasión del tráfico, recuperar sistemas de transporte no contaminante como el tranvía o el trolebús.

Las metrópolis americanas se despoblaron antes y demasiado rápido, con resultados tan desoladores como los de Los Ángeles, Houston o Atlanta, auténticas ciudades-fantasma estranguladas por las autopistas. Sin embargo, en los últimos años está tomando cuerpo un proceso de recuperación de los centros históricos, con resultados tan sorprendentes como los de Seattle, Portland o Denver, tomadas de pronto al asalto por un ejército de ciclistas.

En el polo opuesto, las megalópolis asiáticas, creciendo —a lo alto y a lo ancho— según el modelo inhumano del downtown americano, ejemplo de hasta qué punto los más elementales parámetros de la vida en las ciudades se pueden sacrificar en aras de los poderes económicos.

«Para recuperar su atractivo, a las ciudades les conviene desmasificarse y perder población —escribe William White en City, incomparable apología de la vida urbana—. Tal vez ése sea el camino para volver al ágora, a la plaza pública, al punto de convergencia de almas humanas que hace de cada ciudad una experiencia fascinante e irrepetible».

La vida simple
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