@

«Tiene cien mensajes esperando...». Lo que hace falta es paciencia, ganas y tiempo para rebuscar en el buzón hasta encontrar algo de provecho, hacer una primera y una segunda criba, leer lo que proceda, decidir a quién se responde y a quién no, escribir a toda prisa.

El correo electrónico. Más barato que el teléfono, más accesible que el fax, más expeditivo que una carta. Para unos, el invento más provechoso de la era de las telecomunicaciones. Para otros, una novedad tan asombrosa como prescindible. Un engorro con arroba.

A Bill Gates le fascina, y no puede dejar pasar un día sin responder @ alguno de sus miles de comunicantes anónimos. Peter Bergman, vicepresidente de Canon Computer Systems, figura también entre sus más conspicuos aduladores: lo primero y último que hace a diario es abrir el buzón electrónico. Cada hora, puntualmente, comprueba si le han llegado nuevos mensajes; no importa que le pille en el coche o haciendo escala en un aeropuerto. Su ideal sería «tener una terminal de e-mail instalada en el cerebro». Lamentablemente, la tecnología no llega a tanto.

El correo electrónico, como todo lo relacionado con el mundo de los ordenadores, comienza conquistándonos en el trabajo. No se ha inventado nada más barato para comunicarse instantáneamente a distancia. Superado el pavor inicial, es sencillísimo de manejar, a prueba de tecnófobos. Además, gracias a él recuperamos el perdido hábito de escribir: tiene el empaque de una carta, con la premura de un telegrama.

Lo malo es que engancha. A poco que nos descuidemos, estaremos embarcados en una trepidante dinámica de pregunta-respuesta, lo más parecido a una partida de ping-pong. Si nos olvidamos de él, si decidimos no «jugar» durante unos días, los mensajes se apilarán por docenas. De modo que lo mejor es estar prevenidos antes de entrar, y saber que teniendo dos buzones, uno real y otro virtual, estamos doblemente expuestos al «correo basura» y a la invasión de nuestra intimidad.

Las empresas, antes que nosotros, han descubierto las virtudes y defectos del invento, y si al principio abrazaron incondicionalmente la novedad por lo que terna de impagable ahorro, ahora están reculando e imponiendo un férreo control de puertas hacia dentro.

Computer Associates International, una compañía norteamericana de software, fue una de las pioneras en introducir el e-mail en la rutina diaria de sus trabajadores. El flujo electrónico desbordó las previsiones iniciales, hasta tal punto que los directivos de la empresa llegaban a despachar entre doscientos y trescientos mensajes diarios.

Una somera investigación interna descubrió que gran parte de las «misivas» tenían como remitentes y destinatarios a gente que trabajaba en el mismo departamento. La comunicación verbal entre los empleados bajó considerablemente, y su rendimiento se resintió también, por culpa del tiempo robado para actualizar el e-mail.

La compañía optó al final por decretar «períodos de abstinencia electrónica»: prohibido usar el e-mail entre las nueve y media y doce de la mañana y entre la una y media y las cuatro de la tarde. «La medida funcionó a la perfección», declaraba a la revista Time el presidente de la compañía, Charles Wang. «La gente rinde como antes y vuelve a hablar en los pasillos».

Del uso y abuso del correo electrónico puede hablarnos mejor que nadie Elizabeth Ferrarini, autora de Confesiones de una infomaníaca, capaz de digerir hasta setenta e-mails en una hora. En el trabajo amenazaron con despedirla si no interrumpía la práctica. Trasladó el vicio a su casa, donde se pasaba noches enteras carteándose con clientes, amigos y potenciales amantes. Tuvo un accidente y estuvo ingresada en un hospital. Está convencida de que se recuperó antes de tiempo por su ansia de llegar a casa y palpar la magia del correo electrónico: «Tienes cientos de mensajes esperando».

La vida simple
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
sec_0117.xhtml
sec_0118.xhtml
sec_0119.xhtml
sec_0120.xhtml
sec_0121.xhtml
sec_0122.xhtml
sec_0123.xhtml
sec_0124.xhtml
sec_0125.xhtml
sec_0126.xhtml
sec_0127.xhtml