TRABAJAR MENOS, TRABAJAR TODOS

Nos las prometíamos muy felices con la sociedad del ocio. Las máquinas —decían— trabajarán por los hombres. Lo último que podíamos imaginar es precisamente lo que está pasando: el hombre, con la máquina, produce lo que dos hombres.

Desde 1938 estamos anclados en la jornada semanal de cuarenta horas: los mismos esquemas rígidos de hace medio siglo, multiplicados por los largos desplazamientos, las horas extras, el «tiempo fachada» que no nos pagan y la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral. La revolución tecnológica ha cambiado drásticamente nuestros hábitos, sí, pero de momento ha contribuido bien poco a mejorar nuestra calidad de vida.

En Estados Unidos se trabajaba a finales de los ochenta ciento sesenta y tres horas anuales más que dos décadas antes, según revela la socióloga Juliet Schor en The Overworked American (El americano sobretrabajado). En Europa, las crisis económicas y el fantasma del paro congelaron indefinidamente las conquistas sociales.

La ley del mercado ha impuesto su aplastante dinámica sobre el estado de bienestar, y así estamos todos: atrapados en la espiral de la producción y el consumo.

«En períodos anteriores de la historia, el incremento de la productividad ha traído una reducción sistemática de la jomada laboral —apunta Jeremy Rifkin en El fin del trabajo—. La primera fase de la revolución industrial, en el siglo XIX, permitió el recorte de las ochenta a las sesenta horas semanales. En la transición de la era del vapor a la de la energía eléctrica y del petróleo, el incremento de la productividad posibilitó la reducción de la jornada hasta las cuarenta horas.

»Todo lo contrario ha ocurrido desde que comenzó la implantación de los ordenadores», denuncia Rifkin, que acusa a los gobiernos y a las empresas de no haber querido «socializar» las ganancias de la revolución tecnológica. Habla el autor de la necesidad de «un nuevo contrato social», y cree llegado el momento de una reducción de la jornada laboral «a treinta o incluso veinte horas semanales».

El recorte, según Rifkin, serviría no sólo para poner fin a la insostenible presión laboral sino para aliviar de paso el problema acuciante del paro.

Empresas como Volkswagen han demostrado ya con hechos que la teoría funciona. En 1994, con el visto bueno de los sindicatos, se implantó la semana laboral reducida —de veintiocho a treinta y cinco horas— para evitar el despido de 31.000 empleados. Los trabajadores, eso sí, tuvieron que arrimar el hombro y disminuir hasta el 20 % de su poder adquisitivo.

Digital Equipment ofreció a sus empleados la posibilidad de trabajar cuatro días a la semana aun a costa de perder el 7 % de su sueldo. El 13 % de la plantilla accedió a ganar menos a cambio de más tiempo libre. Gracias a esa singular iniciativa, la compañía pudo mantener noventa puestos de trabajo que estaban condenados a desaparecer.

Lavorare Meno, Lavorare Tutti. «Trabajar menos, trabajar todos», como dice el eslogan acuñado por los sindicatos italianos. Italia fue uno de los primeros países europeos en airear el debate de la reducción de la jornada laboral como antídoto contra el desempleo. El empresario Cario de Benedetti defendió públicamente la medida. El gobierno se ha fijado una fecha, el 2001, para consagrar legalmente las treinta y cinco horas.

En Francia, la brecha la abrió el socialista Lionel Jospin, que se ha propuesto el año 2000 como meta. A partir de ese momento, el recorte de treinta y nueve a treinta y cinco horas semanales afectará a empresas con menos de veinte trabajadores. Jospin se ha dejado llevar por su intuición y ha preferido desoír la advertencia agorera de las patronales: perderemos competitividad y habrá más paro. Ya veremos...

¿Y en España? Encabezamos el ranking europeo de desempleo y de horas extras. Pese a todos los tópicos, somos el tercer país de la UE donde más se trabaja (40,7 horas semanales, frente a las 40,3 de media). Y aun así, los políticos y los empresarios se obstinan en seguir en sus trece. Los sindicatos, por fin, se han hecho eco y piden que sigamos el ejemplo de nuestros vecinos de Europa: trabajar menos para trabajar todos (o casi todos).

La vida simple
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