VERDE, QUE TE QUIERO...
El «ecobarómetro» de Sigma-2 dice que el nuestro es un país «muy preocupado» por el medio ambiente: ocho de cada diez españoles muestra «mucho» o «bastante» interés por su entorno.
Lo que rara vez airean las estadísticas es el abismo insalvable que existe entre las buenas intenciones y los hechos constatabas. Para la gran mayoría, la protección del medio ambiente se limita al «cuidado de no ensuciar la calle». En capítulos tan básicos como el reciclaje de las basuras, el cambio de los hábitos de consumo o la renuncia voluntaria al uso del coche estamos aún a años luz de algunos países europeos.
¿De quién es la culpa? De los ciudadanos y las grandes empresas, que hacen menos de lo que pueden (responde el 88 % de los encuestados). Y también, en menor medida, de los ayuntamientos, las asociaciones de vecinos y el gobierno.
La gente está por fin sensibilizada, y en eso coinciden los grupos ecologistas. Conceptos tan etéreos como el calentamiento global o el agujero en la capa de ozono han comenzado a calar en el ciudadano medio. Nos falta, sin embargo, una mayor determinación para romper el muro de pasividad y silencio. Somos verdes de «boquilla» o de sillón, y el profundo desconocimiento nos impide pasar a la acción donde más incidencia tenemos: nuestra casa, nuestro barrio, nuestro pueblo.
Un ejemplo de la lacerante falta de información es lo que ha ocurrido con el tratamiento de las basuras. Hasta 1995, y salvo iniciativas aisladas, el nuestro era aún un territorio «virgen» en la cuestión del reciclaje. Dos años más tarde, y gracias casi exclusivamente a la presión de los ecologistas, el 44% de los españoles afirmaba reciclar por su cuenta y riesgo, aunque muy pocos ayuntamientos facilitaran la recogida selectiva.
La labor de asociaciones como Greenpeace, Coda, Aedenat, Adena o Amigos de la Tierra ha sido decisiva en campañas contra los vertederos tóxicos, las incineradoras, los planes hidráulicos y los «cinturones» de asfalto en las grandes ciudades.
Las organizaciones de consumidores también han puesto su grano de arena, y poco a poco los españoles estamos asumiendo la íntima relación entre el medio ambiente, la salud y la cesta de la compra. Los aerosoles, las pilas de mercurio, el policloruro de vinilo (PVC) y los alimentos transgénicos han sido los caballos de batalla de estos últimos años.
El eco tardío de libros como La primavera silenciosa (de Rachel Carson) o Nuestro futuro robado (de Theo Colborn, John Peterson Myers y Dianne Dumanoski) ha servido para que por fin nos enfrentemos en España a otra cuestión alarmante: la presencia ubicua —en el aire, en el agua, en los alimentos— de sustancias químicas usadas en los pesticidas que se van acumulando en nuestros cuerpos y que están afectando gravemente a la fertilidad, la inteligencia y las defensas inmunológicas.
La Asociación Vida Sana lleva desde 1974 luchando en este terreno. Nació como una iniciativa singular de tres familias, con hambre de «productos descontaminados», y ha terminado siendo el principal impulsor en nuestro país de la agricultura biológica. Aun así, la respuesta en España es mínima: más del 80 % de nuestros cultivos libres de abonos y pesticidas sintéticos van a parar a los estómagos agradecidos de los centroeuropeos, mucho más sensibilizados que nosotros por la dieta «limpia».
.Los medios de comunicación, vendidos a los intereses de los anunciantes, rara vez informan de los entresijos de la industria de la alimentación. Son de nuevo los ecologistas, con su presión insistente, los que han conseguido alertar sobre los riesgos de la manipulación genética de los alimentos, con una respuesta muy favorable de la población.
Nuestra predisposición hacia el consumo «verde» está ahí, esperando a que tomen nota los agricultores y los proveedores (y a que los precios bajen). El éxito de iniciativas como BioCultura —una de las principales ferias europeas de alternativas y calidad de vida— demuestra que hay decenas de miles de españoles deseando apostar por unos hábitos más sanos y alejados de la marea comercial.
Pero la gran mayoría sigue, de momento, los caminos trillados. Pese a que la contaminación figura entre las principales preocupaciones ambientales, la gente se resiste a bajarse del coche. Tan sólo el 12% de los españoles reconocía en 1997 haber reducido el uso del vehículo privado.
El automóvil sigue siendo nuestro compañero inseparable (y el mejor indicador de nuestro estado anímico y nuestro estatus económico). El transporte público, la bicicleta o el auto compartido no entran aún en nuestros rígidos esquemas, aunque el aire de nuestras grandes ciudades sea irrespirable.
La protección del medio ambiente arranca en el momento en que apagamos voluntariamente un motor y reducimos nuestra particular emisión de dióxido de carbono, óxidos de nitrógeno y partículas en suspensión a la atmósfera. Esa idea aún no ha cuajado en los españoles, que siguen asociando la ecología a la remota defensa de los espacios naturales o de las especies protegidas.
Con evidente retraso, los partidos políticos y hasta el Ministerio de Medio Ambiente han incorporado a su vocabulario el concepto de «desarrollo sostenible», y los ciudadanos empiezan a descubrir el modo en que sus pautas de consumo afectan no ya sólo a su entorno inmediato, sino a la supervivencia del planeta.
Según estimaciones de la asociación Consumers International, el desgaste de los recursos naturales excedía en 1997 el 33 % de la capacidad de la Tierra para recuperar los bosques talados y las áreas contaminadas. «La vigorosa ola consumista de las clases medias amenaza con arrastrar al mundo a una debacle medioambiental», decía un informe que fue presentado en el Quinto Foro de Río y que concluía de esta preocupante manera:
«Del 35 % al 50 % de la población de los países en desarrollo está bajo la línea de la pobreza. Mientras, la política que prevalece es la de producir más y mejores automóviles antes que autobuses, inundar el mundo de teléfonos móviles antes que mejorar los sistemas públicos de comunicaciones, ofrecer más bebidas refinadas antes que agua potable para todos».