EL PURGATORIO DE LAS COMPRAS

Vuelo chárter de Northwest Airlines con destino al Malí de América, el centro comercial más grande del mundo. Ida y vuelta en el mismo día. Objetivo: comprar, comprar y comprar. Cuarenta millones de visitantes al año. La tercera atracción turística de Estados Unidos.

Si el sueño de todo jugador que se precie es viajar a Las Vegas, el del buen comprador no es otro que llegarse a Minneapolis, donde le estará esperando el purgatorio de las compras: cuatrocientas tiendas orquestadas en torno a un parque de atracciones bajo techo, con un gigantesco Snoopy presidiendo las idas y venidas de mayores y pequeños atestados de bolsas.

El Malí de América es como cualquiera de los trescientos centros comerciales extendidos ya por la geografía española, sólo que en dimensiones inabarcables. Al cabo de una hora uno tiene la sensación de hallarse en un laberinto de escaparates.

Las galerías parecen pasillos de una cárcel imaginaria. Imposible encontrar la salida.

«Comprar en el Malí de América, la mayor experiencia del mundo», dice un reclamo. «Compra hasta caer rendido», otro. Shopping, shopping, shopping, se lee en las camisetas souvenir del gigantesco centro comercial.

Los martes, el día de los niños: comida «basura» gratis, atracciones a mitad de precio. Los miércoles, la jornada de los golden stars: descuentos especiales para la tercera edad. El domingo, evento-sorpresa: campeonato nacional de aeróbic, cuerpos danone haciendo las delicias del personal entre compra y compra.

La cultura tan americana del malí encuentra aquí su máxima y preocupante expresión. En los parques y las plazas de Minneapolis no se ve una alma; todos y todas están a cubierto, en el centro comercial, paseándose de tienda en tienda y dándose codazos en las escaleras mecánicas.

Comprando se socializa, ése es el mensaje. El malí cubre la función de la plaza mayor y nos traslada a un hipotético mundo ideal: limpieza inmaculada, música de fondo, seguridad máxima.

Comprar es divertido, nos persuaden. Uno pretende adquirir unas zapatillas de deporte y se ve de pronto inmerso en una especie de Disneylandia, con atracciones en cada esquina, pantallas gigantes de televisión y espectáculos de luz y sonido.

Comprar es todo: los centros comerciales de hoy en día son ya miniciudades, con escuelas adosadas, guarderías, clínicas, veterinarios, restaurantes temáticos, decenas de cines, acuarios, pistas de hielo, parques de atracciones y hasta máquinas automáticas donde uno puede iniciar los trámites de divorcio.

Nuestro instinto consumista queda, sin duda, saciado en el Malí de América, pero nuestra conciencia de ciudadano nos dice que algo no funciona. Que estamos ante un simulacro pretencioso y fatuo. Un envoltorio tan aparente como vacío. Atestado de gente que sigue, con displicencia de hormigas, el viacrucis comercial tan hábilmente trazado por otros.

Todos los centros guardan sospechosas similitudes, de Minneápolis a la bahía de Cádiz. Horizon Group, Hines Interest y otros gigantes americanos se han empeñado en sembrar el mundo de monstruos de hormigón, llenos de tiendas muy aparentes, productos inútiles y vida muerta.

Los pequeños comercios, mientras, languidecen o cierran. Los centros históricos de las ciudades se despueblan. Los coches colapsan las carreteras de circunvalación.

El modelo de la América suburbana, un estrepitoso fracaso desde el punto de vista social, se impone en el resto del mundo por imperativos comerciales. En Estados Unidos ha surgido ya el primer movimiento de resistencia a los malls, el llamado Main Street Project, que clama por la recuperación de las viejas calles mayores (desoladas y tomadas al asalto por los mendigos en muchas ciudades).

En Inglaterra y Francia, ante el temor de la degradación urbana, los ambientalistas han logrado severas restricciones para la apertura de grandes superficies, que han de contar con la aprobación directa del gobierno. Italia está considerando una moratoria de tres años para la construcción de nuevos centros, mientras que en nuestro país tan sólo Cataluña ha decidido imponer restricciones.

La última palabra la tenemos los ciudadanos, en nuestra calidad de consumidores. La próxima vez, antes de coger el coche camino del centro comercial, convendría meditar si merecen la pena los atascos a la ida y a la vuelta, el dinero que se nos va en compras innecesarias, el tiempo que perdemos buscando entre las estanterías y la cola interminable para pagar en caja. También hay que estar prevenidos contra las cadenas de supermercados, hermanas menores de las grandes superficies, que nos tientan con estrategias igual de engañosas y de paso arruinan al tendero de la esquina.

Los comercios tradicionales se reparten en España una porción cada vez más residual de la tarta (apenas el 11 %), incapaces de poder hacer frente a la invasión del «superdescuento». El mismo destino incierto tienen los mercados de abastos. Unos y otros simbolizan, de algún modo, la resistencia numantina contra las fuerzas hegemónicas que quieren imponer en todo el mundo el mismo modelo de consumidor clónico.

La vida simple
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