¡A JUGAR!

Eficiencia. La introducción masiva de los ordenadores en las oficinas se hizo en nombre de la productividad y la eficiencia. Tareas que antes requerían el uso de aparatosos ficheros, incontables búsquedas y diligentes secretarias quedaron reducidas a un doble «click» del ratón o a un leve juego de teclas.

Con lo que nadie contaba era con la vertiente lúdica de la pantalla «inteligente», ese poder magnético que tiene para arrastrarnos siempre un poco más allá, seducidos por la golosina visual...

Un policía de tráfico de Minneapolis fue despedido en 1996 porque en vez de usar el ordenador para supervisar el estado de las carreteras lo utilizaba para jugar al strip poker (una partida ficticia contra una modelo que se va desnudando prenda a prenda cada vez que pierde). Miles de trabajadores espían a diario la edición on line de la revista Playboy en cuanto el jefe se da la vuelta. Juegos como el solitario o el tetris —que consiste en ir encajando ladrillos virtuales— se han convertido en el pasatiempo favorito en las oficinas.

«¿Dónde ha jugado usted por última vez con el ordenador?». «En el trabajo», contestaron sin rodeos el 23 % de los encuestados en 1995 por el gabinete Coleman & Associates.

En otro estudio, realizado un año después por Webster Network Strategies, se descubrió que el trabajador norteamericano pierde al día una hora y media entreteniéndose con el ordenador en asuntos que poco o nada tienen que ver con su trabajo. Traducido a una empresa de mil trabajadores, las pérdidas estimadas serían de mil quinientas horas diarias.

Curiosa paradoja: el ordenador, principal «ladrón» de eficiencia en las empresas. Su implantación ha supuesto un cambio radical en los hábitos de trabajo, pero ni los empresarios han sacado el suficiente partido económico ni los empleados han ganado el tiempo ahorrado por la máquina. En todo esto incide Michael Finley, autor de un libro que deja en el aire el enigma: «¿A dónde han ido a parar los beneficios de la productividad?».

Finley le dedica también un apartado a los trabajadores ludópatas, capaces de renunciar incluso a la pausa del almuerzo o a prolongar su horario laboral para engancharse a su juego favorito: «Muchos de nosotros somos incapaces de abandonar un juego en el ordenador mientras no hayamos ganado la partida. Y después hay que repetirlo una vez más, para probarse a uno mismo que no fue una simple casualidad».

La fiebre ludópata en las oficinas es también el pan de cada día en España. Laura Sanz, diseñadora gráfica en una empresa madrileña de publicidad, reconoce haber caído más de una vez en la tentación: «Antes salíamos a tomar una cerveza al acabar la jornada; ahora, nos quedamos alguna que otra vez jugando a deshoras. Conozco gente que está de verdad enganchada, sobre todo hombres: se lo toman como un reto y hacen competiciones entre ellos».

Las empresas, alarmadas por la caída de la productividad, han comenzado a tomar medidas radicales. En 1995 Pepsi Cola fue una de las pioneras. Nada más encender la pantalla, el oficinista recibía un mensaje así de contundente: «El ordenador es estrictamente para trabajar». En una circular interna se advertía que las «distracciones» en el ordenador podían ser causa de despido.

Otras compañías han decidido instalar un programa especial de DVD Software conocido popularmente como «Games Bond, licencia para matar juegos», capaz de borrar de un plumazo cientos de «distracciones» grabadas en el disco duro de los ordenadores.

Mucho más difícil de controlar es el uso evasivo de Internet. A mediados de 1997, el 60% de las empresas norteamericanas estaban abonadas a la red, que con el tiempo ha demostrado ser un arma de dos filos. Los trabajadores no sólo pueden acceder al correo electrónico o a fuentes ilimitadas de información; también tienen las puertas abiertas a un mundo que les transportará a años luz de la mesa de trabajo.

Los oficinistas americanos pasan una media de diez horas a la semana conectados a la red desde la mesa de la oficina. El servicio más habitual es el correo electrónico. La famosa arroba se utiliza no sólo para contactar con un cliente al otro lado del océano; también para contarle —en silencio— el último chisme al compañero/a que está al alcance de la mano...

La vida simple
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