GENTE CORRIENTE

A los nueve años se marchó del pueblo, y aunque a los treinta tenía la vida más o menos resuelta, allá en la gran ciudad, su cabeza seguía dándole vueltas a una idea: dejar atrás los agobios, la contaminación y el ruido, y volver a respirar el aire humilde y puro de su tierra.

José Pedro Rubio es bastante más feliz viviendo en Herrera del Duque, provincia de Badajoz, que en Barcelona, donde consumió dos terceras partes de su vida: «La ciudad me resultaba cada vez más violenta, y había algo dentro de mí que me empujaba a regresar al campo. Llegó una edad en que me dije: "O ahora, o nunca."».

Sus amigos de la gran urbe no acababan de comprender la decisión: «¿Qué se te ha perdido en el pueblo?». Pero José Pedro no dudó en dar el paso adelante. Vendió su piso, se despidió de su trabajo en Comisiones Obreras y regresó a sus orígenes, con la intención de abrirse paso en la cosa ganadera y ayudar a su mujer a montar una academia...

«Son más las cosas que he ganado que las que he perdido. Aquí puedes salir adelante con bastante menos dinero, ganas mucho tiempo y tienes toda la tranquilidad del mundo. De Barcelona echo de menos la vida cultural, la posibilidad de ir al cine, al teatro y esas cosas, pero poco más. La ciudad empieza a estar saturada de todo».

«Ahora bien, el pueblo tampoco es el paraíso —advierte José Pedro—. Para mí ha sido relativamente fácil porque estaba acostumbrado: al fin y al cabo es mi gente, es mi tierra. Pero el pueblo es duro si no lo has conocido antes. A alguien que haya vivido todo el tiempo en la ciudad se le puede hacer muy cuesta arriba».

Alicia Arrizabalaga es otra «arrepentida» de la gran urbe: de Madrid a Lanzarote, a la busca de un estilo de vida más saludable y apacible. Atrás quedaron las jornadas maratonianas de doce horas, las comidas de trabajo, las presiones constantes. Con treinta y dos años dejó su empleo fijo en una editorial; ahora trabaja en jornada intensiva para la Fundación César Manrique...

«Me encuentro fenomenal en Lanzarote: me levanto contentísima, estoy en contacto permanente con la naturaleza y tengo un horario estupendo: las tardes son mías. Antes vivía con el agua al cuello: por las noches llegaba exhausta a casa y lo único que me apetecía era meterme en la cama».

La verdad es que Alicia nunca tuvo la tentación de ponerse el disfraz de ejecutiva agresiva. Su máxima ambición consistió siempre en trabajar en algo que le gustara y le hiciera sentirse útil. Que la implicara personalmente, pero no hasta el punto de invadir el último resquicio de su vida. Por codicia, desde luego, no iba a complicarse la existencia; eso lo dejó muy claro en un libro (Vivir mejor con menos) que escribió a medias con Daniel Wagman antes de dar el salto definitivo a la isla.

En Lanzarote ha caído por primera vez en la tentación de un coche —de segunda mano— y del teléfono celular («porque es lo que mejor me va entre tantas idas y venidas»). Pero ahí acaban sus lujos, además de la azotea, los amigos y las inmersiones en pleno invierno en el mar...

«Mucha gente que conozco me tiene sana envidia; me dicen que se cambiarían por mí, pero no lo hacen. Unos porque están atados por la familia, otros porque le tienen miedo al cambio o prefieren la seguridad económica».

A Blanca Diez Peña tampoco le quita el sueño el ganar más dinero. Estudió Económicas sin tenerlo muy claro, y en cuanto surgió la ocasión de entrar a trabajar en un banco, nada más acabar la carrera, se echó a temblar: «No me veía a mí misma atada a una mesa, amasando dinero sin más y atrapada en una rutina que ni me iba ni me venía. Yo quería trabajar en algo que me motivara de verdad y diera un cierto sentido a mi vida».

Con veinticuatro años, Blanca «fichó» por Tierra de Hombres, una ONG que se dedica a traer niños enfermos de países subdesarrollados para que puedan ser operados en hospitales europeos. Lo que empezó siendo su dedicación como voluntaria se acabó convirtiendo en su profesión remunerada: «Mis antiguos compañeros de clase no lo entienden, claro. Me comparan con la madre Teresa y me preguntan: "¿Cómo has desaprovechado la ocasión de trabajar en el banco, cuando podrías estar ganando dos o tres veces más?" Lo que gano no se mide con dinero. El corazón se me encoge cada vez que logramos traer a un pequeño y voy a recogerlo al aeropuerto, o a ver cómo está en el hospital.

»¿El futuro? —se pregunta Blanca—. No lo sé, no pienso demasiado en ello. De momento no concibo otra cosa que las ONG. Es un trabajo tan agotador como gratificante. No me haré rica, pero al menos viviré intensamente y pondré lo mejor de mí al servicio de los demás».

La vida simple
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