CRECER SIN ESCUELA

Robert no sabe lo que es el temblor de un examen, el pavor a unas notas, el miedo a un castigo. Tampoco sabe lo que es pasar lista, ponerse en fila o salir al recreo. No lo sabe y probablemente no lo sabrá nunca, porque todo lo que sabe —que no es poco— lo aprendió desde muy niño en casa.

En casa y con su madre, Illene Heller, como maestra para todo: escritura, lectura, matemáticas, hebreo. Su padre, William Isabella, echa una mano por las tardes: trabajos manuales, electricidad, mecánica... De cuando en cuando, Robert se reúne con otros niños que también estudian en sus casas y juntos exploran un museo, una biblioteca o el jardín botánico.

Cuando sus padres tomaron la decisión de no llevarlo al colegio, a principios de los noventa, a Robert lo miraban como a un «bicho raro». Hoy en día ya no es tan extraño: más de un millón de niños norteamericanos aprenden lo necesario sin salir del nido familiar.

El movimiento del homeschooling (la escuela en casa) está también ganando adeptos en países tan cercanos como Francia, Inglaterra o Alemania, donde es un derecho perfectamente reconocido. En España, mientras, se sigue hablando peyorativamente de «objeción escolar»: los padres que deciden no llevar a sus hijos al colegio pueden ser denunciados al amparo de la Ley del Menor, y las «autoridades públicas competentes adoptarán las medidas necesarias para su escolarización».

Ni la fuerza de la ley ni la presión social echaron para atrás a Julio y Almudena, una pareja que decidió hace tiempo abandonar Madrid con sus tres hijas para instalarse en Oropesa del Mar (Castellón). La suya es una de las cincuenta familias de «objetores escolares» que en 1997 había en España; sus casos aparecieron como auténticas rarezas en Cuadernos de Pedagogía. Todos ellos están en contacto permanente para contrastar sus experiencias, aprender unos de otros y hacer fuerza para que en nuestro país se les abra definitivamente las puertas. En su mente, una revista que haga las veces de correa de transmisión de sus ideas: Crecer sin escuela.

Julio y Almudena lo tienen claro: la escuela es castradora y aplica una especie de tabla rasa en la mente de los niños. «Muchas de las taras que llevamos en el inconsciente provienen de nuestra propia historia escolar —sostienen—. Durante los primeros años de vida, el niño aprende jugando, y a partir de ahí adquiere conocimientos, fantasías y todo lo demás. La escuela, por lo general, machaca la curiosidad y la creatividad de los pequeños».

¿Y qué dicen los propios protagonistas? «A veces tengo ganas de saber cómo será el colegio —reconoce Robert, el niño neoyorquino con el que abrimos el capítulo—. Pero me siento muy bien en casa. Tengo tiempo para leer todo lo que quiero, de cinco a seis horas diarias. ¿Mis amigos? Tengo bastantes, no creas. Casi todos ellos aprenden también en casa. Nos juntamos sobre todo para jugar al béisbol».

«La gente se mete con nosotros y nos dice que el niño tendrá problemas para socializar de adulto —dice la madre, Illene—. A mí me parece que es más bien al revés, que son las escuelas las que crean conflictos, que es allí donde aprenden malos hábitos que luego, en casa, son muy difíciles de corregir».

Las razones éticas y religiosas están precisamente en el origen del homeschooling. Cuando el movimiento comenzó a asentarse en Estados Unidos, allá por los años setenta, la mayoría de los adeptos eran fervorosos cristianos, preocupados por la ausencia de valores en las escuelas. Después se sumaron los «libertarios», seguidores de las proclamas anti-institucionalistas de John Holt. Ahora, el espectro de los padres-profesores es tan ancho como el horizonte. Personajes de renombre como la actriz Debra Winger se han sumado a la tendencia y han renunciado parcialmente a su carrera para volcarse en la formación de sus hijos.

Los padres se organizan en redes y cuentan con el apoyo puntual de profesores para determinadas asignaturas. Circulan ya cientos de libros, revistas y websites destinados a facilitar la ardua tarea. Un examen anual o el informe de un tutor es la vaga idea que al final tendrá el niño del rigor escolar.

La jornada «extraescolar» de Robert Isabella comienza sin sobresaltos a eso de las nueve y media de la mañana en su casa del East Village de Manhattan. El niño, por sí mismo, elige entre una montaña de libros y comienza el día sumergido en la lectura: tal vez una adaptación de una obra de Shakespeare, quizás un libro de Matemáticas, o un ensayo de Groucho Marx... La madre, que trabaja a tiempo parcial como enfermera, ejerce todas las mañanas tres o cuatro horas como profesora («a veces es agotador, pero compensa»).

«Sin riesgo de equivocarme, diría que Robert está más preparado que los niños de su edad —presume su padre, William—. El niño ha aprendido a aprender por sí mismo, y ésa es una "asignatura" que no enseñan en las escuelas. Yo creo que el gran problema de nuestros días es que los padres no tienen paciencia ni tiempo para leer a sus hijos o para aprender con ellos. Y todo lo delegan, en la escuela o en la tele, que es mucho peor».

El «boom» de la escuela en casa crece imparable en Estados Unidos, del orden del 40 % al año. El número de niños que no pisan el colegio podría superar el millón y medio en el año 2000, según datos del National Home Education Research Institute.

Enseñar a los hijos en el hogar obliga, por supuesto, a severos ajustes en la rutina familiar. El esfuerzo es grande, y la responsabilidad que recae sobre los padres puede resultar abrumadora. Las mujeres son las que habitualmente soportan el mayor peso: o renuncian a su carrera o trasladan el trabajo a casa, o reducen su jornada a tiempo parcial.

De todo esto da fe Julia Ferré, madre de cuatro hijos en California, y abnegada profesora de todos ellos: «A veces es muy sacrificado, es cierto, pero no hay mayor satisfacción que aprender todos los días de tus hijos y con tus hijos. En esta sociedad en que vivimos, en la que los padres procuran pasar el menor tiempo posible con los niños, me considero en el fondo una privilegiada».

La vida simple
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