BAJARSE DE LA MOTO
La apacible ciudad de Portland le distinguió no hace mucho como hijo honorífico: Dick Roy, cotizadísimo abogado local hasta los cincuenta y cuatro años, cuando decidió quitarse la corbata, renunciar a sus envidiables emolumentos (dos millones de pesetas mensuales) y dedicarse al sacerdocio de la austeridad. Ocho años le dura el coche, utiliza la bicicleta para moverse por la ciudad y dos pantalones le bastan para llenar el ropero. Él mismo recicla la basura orgánica en el jardín de su casa, que hace también las veces de huerto biológico. Hasta el pan lo hornea con sus propias manos: sin almidón ni levaduras; con cereales enteros, a la vieja usanza.
Dick Roy ha creado escuela en el noroeste americano al frente del Northwest Earth Institute, la asociación ecologista en la que ha invertido parte de sus ahorros. Las iglesias, los institutos y las empresas le abren las puertas para que adoctrine a médicos, abogados y ejecutivos y les enseñe cómo moderar el consumo y preservar al mismo tiempo el medio ambiente:
«Empezamos dos, mi mujer Jeanne y yo, y ahora ya tenemos miles de voluntarios repartidos por todo el estado de Oregón. Esto es como el milagro de los panes y los peces».
Camino de los sesenta, Roy exhibe una radiante jovialidad que tal vez se explica por el nuevo sentido que ha cobrado su vida. Mientras sus ex compañeros de profesión flirtean todos los días con el infarto, él intenta mantenerse sano con una sencilla receta: tranquilidad y buenos alimentos, aliñados con el entusiasmo y la convicción de estar trabajando por una sociedad mejor.
«¿Mi sueldo? Era absurdo matarse por el dinero; ni mi mujer ni yo necesitamos nunca tanto. Llegó un momento en que nos daba más preocupaciones que otra cosa. Eso sí, el giro en nuestras vidas no fue de la noche a la mañana; lo llevábamos meditando mucho tiempo y poco a poco fuimos introduciendo cambios. Yo dejé mi trabajo, pero no nos ha hecho falta mudarnos de casa ni marcharnos a vivir a la montaña».
Phil Harrington, vecino de Washington, siguió un camino paralelo al de Dick Roy, sólo que con algunos años de antelación (cuarenta y cuatro) y con una meta distinta. Phil trabajaba como agente de seguros y comenzaba a estar harto de «vender castillos en el aire». En su escaso tiempo libre le dio por tomar cursos de masaje shiatsu hasta que, al cabo de cuatro años, consiguió un diploma para poder ejercer profesionalmente. Su siguiente paso fue invertir en una franquicia de The American Backrub (popularísima cadena de masajes y productos antiestrés) y pedirse una excedencia en el trabajo. Jamás volvería.
«A mi familia la tengo ahora más cerca que nunca: mi mujer y una de mis dos hijas trabajan conmigo. Pasamos por unos momentos de incertidumbre, pero el negocio empieza a funcionar y estamos ya pensando en montar un servicio de "telemasajes" para las oficinas. Fíjate las vueltas que da la vida: tal vez vuelva a la compañía donde trabajaba antes... a velar por la salud de mis ex compañeros».
Aunque económicamente ha salido perdiendo, Phil ha ganado en dos apartados que para él no tienen precio: independencia y energía vital. Otra de las grandes satisfacciones, dice, es poder ayudar a la gente a prevenir el estrés, los dolores de espalda y otras enfermedades: «A veces miro hacia atrás, pienso en todos los años que he quemado atado a una silla y pegado a un teléfono y me dan auténticas náuseas».
Betsy Taylor, ex adicta al trabajo (sesenta horas semanales), decidió imprimir un giro diferente a su vida laboral. Al poco de tener a su segundo hijo pidió la reducción de jornada a cuatro días a la semana, aun renunciando a la quinta parte del sueldo.
Le costó convencer a su empresa, pero una vez conquistado el privilegio ha ido siempre con él por delante, como condición indispensable para aceptar cualquier empleo. Su especialidad: recabar fondos con fines sociales. Ahora trabaja para la Merck Family Fund, en Maryland, y participa precisamente en estudios sobre consumo sostenible y calidad de vida: «Mi trabajo me gusta, y aunque la oficina me absorbe a veces más de la cuenta, sé que por lo menos tengo tres días enteros para volcarme en la familia».
Janet Luhrs, vecina de Seattle, se vio también en el eterno dilema de las madres trabajadoras: «Yo tenía muy metido en la cabeza lo del éxito profesional. Me licencié en Derecho un mes antes de tener a Jessica, y dos semanas después del parto me incorporé a un despacho de abogados. Duré sólo unos días en aquel infierno: me di cuenta de que era una estupidez dejarse la piel de esa manera para pagar la guardería».
Janet, divorciada tiempo después, trabaja ahora desde su casa como escritora, editora y distribuidora de una revista, Simple Living (Vida Simple). Hace coincidir su jornada laboral con el horario escolar de sus dos hijos, y se pasa el día custodiada por sus gatos. Al menor síntoma de estrés, coge el ordenador portátil y se baja a escribir a orillas de un lago cercano...
«Las mujeres tienen un papel primordial en el cambio de estilo de vida. Durante muchos años nos hemos dedicado a imitar a los hombres y nos hemos comportado de una manera extremadamente competitiva. Poco a poco va habiendo una vuelta a ciertos valores que nunca se debieron perder. El trabajo es muy importante, pero la maternidad es un regalo del cielo».