PIM, PAM, PUM
Setecientos niños japoneses acabaron en el hospital después de una traumática sesión televisiva de dibujos animados. El programa se llamaba Pocket Monsters, y el momento álgido llegaba cuando el héroe de la serie, Pokemon, recibía unas cegadoras descargas eléctricas azules y rojas.
Ataques de epilepsia, espasmos, náuseas, ardor en los ojos... Los efectos fueron instantáneos. Los pequeños telespectadores cayeron como moscas en sus casas. En todo el país estalló la alerta roja contra la así llamada epilepsia fotosensitiva, que podía ser transmitida tanto por la televisión como por los videojuegos.
Los estragos causados por Pokemon sirvieron, entre otras cosas, para alertar a los padres contra el «acoso» audiovisual que sufren los más pequeños, casi siempre con un trasfondo inevitable de violencia.
Por las mismas fechas, finales de 1997, el Consejo Audiovisual de Cataluña hizo público un informe en el que denunciaba que la mayoría de los asesinatos y peleas en televisión se emitían en horario infantil: de cinco a siete de la tarde. De los ciento veinte homicidios registrados en una semana cualquiera, nada menos que ciento diez provenían de series producidas en Estados Unidos, principal exportador mundial de violencia.
Y es que los niños americanos, antes de llegar a la enseñanza secundaria, habrán visto ya ocho mil asesinatos en la pequeña pantalla. A los dieciocho años, se calcula, habrán presenciado «pasivamente» unos doscientos mil actos violentos.
La cultura del «pim, pam, pum» no entiende ya de nacionalidades, y lo dicho de Japón y de Estados Unidos vale también para Inglaterra...
El videojuego se llamaba «Matanza en el patio», y consistía en ponerse en la piel de un francotirador, acosar a los niños a la salida del recreo y liarse a tiros con ellos, preferiblemente en la cabeza. Las autoridades británicas lo descubrieron a tiempo e impidieron su comercialización por razones obvias.
Nadie pudo evitar sin embargo que saliera a la calle «Mortal Kombat», el simulador de lucha más codiciado por grandes y pequeños. Unos a otros se pasaron con total impunidad las claves secretas, las que permitían al feroz Liu Kang cortarle la cabeza al enemigo, arrancarle el corazón del pecho o hacerle explotar en mil pedazos. La polémica que generó en España y en toda Europa fue tal que obligó a introducir la rigurosa censura y la clasificación por edades en las carátulas de los videojuegos.
La fiebre de Internet coincidió más o menos con la «doommanía». Y con ella, el descubrimiento de las enormes posibilidades —y tremendos riesgos— de la red. En «Doom», la pantalla del ordenador es la cámara que nos arrastra por sinuosos pasillos donde acechan todo tipo de monstruos, a los que se puede triturar con ayuda de una sierra mecánica. La sangre que manchará la pantalla es tan roja como la de las películas.