CON EL COCHE AL FIN DEL MUNDO

En Un día de furia, Michael Douglas nos mostraba hasta dónde es capaz de llegar un conductor cuando pierde los estribos al volante. Armado con una escopeta, incapaz de soportar la tensión del gran atasco, decidía emprenderla a tiros con los coches, sin distinción de marcas, modelos o colores.

Nos gustara o no, la película daba una visión bastante aproximada de la paranoia hacia la que camina la sociedad «motorizada». Según un estudio de la Asociación de Automovilistas Americanos, el 90 % de los conductores experimenta todos los años el llamado road rage (el cabreo de la carretera).

Arnold Nerenberg, psiquiatra californiano y máximo especialista en el tema, está empeñado en elevar el road rage a la categoría de enfermedad mental. Su propuesta, acompañada por decenas de casos clínicos de episodios agresivos al volante, está en fas de estudio por parte de la Asociación de Psiquiatras Americanos.

El cabreo de la carretera se traduce en una subida fulgurante de la presión sanguínea, una irritabilidad extrema y una consecuente pérdida del autocontrol. Más de sesenta minutos al día en (Joche, especialmente en hora punta, puede conducirnos de cabeza a ese estado de estrés añadido a la ya de por sí insoportable tensión diaria.

En España, el conductor medio se pasa unas seiscientas cuarenta horas anuales en coche. La mayor parte de ellas (seiscientas) para moverse por la ciudad a una velocidad media (veinte kilómetros por hora) inferior a la de una bicicleta.

A la luz de estos datos, está claro que los automóviles nos sirven para algo muy distinto de lo que vemos en los anuncios: el fin del mundo está a la vuelta de la esquina y se parece mucho a una ratonera.

Más de catorce millones de turismos se mueven ya por nuestras calles y carreteras. Las autopistas y las vías de circunvalación reproducen el modelo americano, que tan nefasto efecto ha tenido sobre las ciudades. En apenas diez años nos hemos puesto al nivel de nuestros vecinos europeos: las altas y las bajas de las ventas de coches son el mejor indicador no sólo de nuestra economía, también de nuestro pulso vital (ajeno al parte semanal de víctimas de la carretera).

La televisión nos recuerda decenas de veces al día que necesitamos un coche para triunfar, un coche para ligar, un coche para darle envidia al vecino, o mejor dos. Porque el coche es algo más que el coche; es el espejo retrovisor al que nos miramos todas las mañanas, fiel reflejo de nuestro ascenso en la vida.

Levantar la voz contra el uso indiscriminado del automóvil en España es poco menos que predicar en un pedregal. Lo atestigua Alfonso Sanz, coautor de Hacia la reconversión ecológica del transporte en España y miembro de la asociación A Pie, que reclama la reconquista de la ciudad para quien la camina... «No hay voluntad política de demostrar que sin el coche se puede vivir perfectamente. La gente está acostumbrada a coger el automóvil a la mínima excusa, y así vamos a seguir mientras entre todos no lo impidamos. Las medidas de restricción del tráfico son impopulares al principio, sobre todo para los comerciantes, pero al final se acaban agradeciendo. Lo que hace falta es valentía para dar el paso adelante».

Sanz habla de San Sebastián, Oviedo y Vitoria como tres modelos de ciudades recuperadas para uso y disfrute del viandante. Pamplona y Granada van por el mismo camino. Barcelona está siguiendo los pasos de otras ciudades europeas.

El retraso es sin embargo evidente en Madrid, donde tocamos ya a cuatrocientos coches por mil habitantes. En los últimos diez años —exceptuando acciones puntuales en algunos barrios—, el peatón ha sido un cero a la izquierda y sólo se han tenido en cuenta las exigencias de los automovilistas. A golpe de pasos y aparcamientos subterráneos, la ciudad ha sucumbido al imperio de las cuatro ruedas, que también tiene su gran parte de culpa en la boina contaminante que se va dibujando según se baja de la sierra.

«Mientras no se produzca un cambio cultural en la población, va a ser difícil avanzar —advierte Alfonso Sanz—. La gente tiene que darse cuenta de que más coches y más autopistas no suponen una mejor calidad de vida, sino todo lo contrario: más contaminación, más problemas de movilidad. Hay que dejar de rendir culto al tótem del automóvil y descubrir los enormes beneficios del transporte público y de la bicicleta».

Haciendo honor al nombre de su asociación, Alfonso Sanz se desplaza por Madrid mayormente a pie, como la mayoría de los mortales. La bici la utilizaba mucho en tiempos, pero cada vez la saca menos porque se siente intimidado por los coches. Tiene carné, pero detesta conducir.

Quien suscribe también puede aportar su experiencia particular con el coche... Después de una larga década imantado al volante, llevo cuatro años sin saber de facturas del seguro, plazas de garaje, gasolinas, reparaciones o multas. Volviendo la vista atrás, y recordando las horas que consumí en los atascos, siento ahora auténticas náuseas. Desde este otro lado del cristal, me compadezco de los sufridos conductores solitarios que avanzan a trompicones por la ciudad; mi experiencia como peatón y usuario del transporte público ha sido ciento por ciento liberadora.

No reniego por completo del automóvil; de cuando en cuando alquilo uno para huir al mar o a la montaña. No descarto volver a tener coche, pero jamás para moverme dentro de la ciudad. Me lo impide el sentido común.

Con el coche pasa muchas veces lo que con la televisión: más que por necesidad, lo utilizamos por hábito. Mejor dicho, nos dejamos utilizar por él: acabamos «acompañándole» adonde quiera llevarnos. Preferiblemente, al atasco más próximo.

Cuando nos montamos en él, pensamos única y exclusivamente en nuestro provecho, nuestra diversión, nuestra envidiable movilidad. Rara vez nos planteamos usarlo menos por motivos ecológicos o de conciencia social.

«El coche está estrangulando nuestras vidas y nuestros paisajes —sostiene Jane Holtz Kay, urbanista americana y autora de un contundente alegato contra la cultura del automóvil: Asphalt Nation (Nación de asfalto)—. A título individual y a nivel de comunidad, estamos pagando un altísimo precio: contaminación, congestión, aislamiento».

El suburbio americano —y nuestra peculiar versión, el adosado— es el más claro ejemplo de la planificación de la vida alrededor del coche, denuncia Kay: «El proceso de urbanización se extiende a lo ancho y el asfalto oculta el horizonte. Las distancias se multiplican y es absolutamente imprescindible usar el auto para cualquier actividad. Terminamos siendo sus esclavos.

»El daño está hecho, pero podemos reconquistar el terreno invadido por el automóvil —proclama la autora, que pide entre otras cosas una congelación temporal en la construcción de nuevas carreteras, algo que desde hace años viene reclamando la Alianza para la Moratoria del Asfalto, con sede en Arcata (California). En Auto-Free, su revista trimestral, lanzan un S.O.S. desesperado para salvar al mundo del peligro—: En tres o cuatro décadas habrá en circulación mil millones de automóviles. Nuestro planeta no podrá soportar ese peso. ¡Luchadores contra las carreteras, uníos!».

En el Reino Unido, la organización Alarm UK ha plantado cara a la ampliación indiscriminada de las carreteras y ha generado un cambio social impensable hace unos años. Gracias a la presión popular, los británicos están en la proa europea en la reconversión del transporte.

Las asociaciones ecologistas llevan más de una década alertando contra los excesos de los planes de autovías y carreteras de circunvalación en España, pero la gente no está aún sensibilizada acerca de la necesidad de levantar barreras a la invasión del automóvil y de limitar o compartir su uso.

Iniciativas como el auto compartido, tan populares en Alemania o Estados Unidos, están tardando en despegar en nuestro país por falta de costumbre o por la resistencia a viajar con extraños. Barnastop, en Barcelona y Autocompartido, en Madrid, fueron los pioneros a principios de los noventa. Desde 1996 funciona con incipiente éxito el corredor para Vehículos de Alta Ocupación (VAO) en la N-VI, gestionado por una agencia pública que pone en contacto a las personas interesadas en viajar con compañía.

La respuesta final, en cualquier caso, queda a expensas de la conciencia y el sentido común del automovilista. ¿Sabía usted que nuestros coches contaminan tres veces más de lo que consumen?

La vida simple
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