CALIDAD DE VIDA

Ambición, dinero, éxito. Así se construye el futuro, o al menos eso nos han hecho creer con machacona insistencia en los últimos quince o veinte años.

Ansiedad, depresión, estrés. Es el peaje que todos tenemos que pagar, nos guste o no, para lograr el sueño de nuestras vidas...

La felicidad reside en un chalé en las afueras, viaja en un coche más grande y potente que el del vecino, nos espera cada domingo —con puntualidad religiosa— en el centro comercial. La felicidad consiste en acumular y acumular, a cualquier precio y a cualquier hora, aun a costa de nuestra salud, de nuestro equilibrio emocional, de nuestras relaciones personales. La felicidad se vende cara: o la compras o la dejas.

La televisión, la publicidad, las fuerzas invisibles que mueven los hilos de la sociedad de consumo han terminado por persuadirnos: no hay otro estilo posible de vida.

O a lo mejor sí lo hay. A lo mejor podemos encauzar los días sin pegarnos necesariamente con el reloj. Romper las cadenas que nos atan como esclavos al trabajo. Acabar nuestra relación enfermiza con el dinero y gastar un poco menos. Bajarnos del tren de alta velocidad y retomar el control de nuestras vidas, pisar tierra, respirar hondo, recuperar pequeños grandes placeres a los que renunciamos por nuestro afán de querer más.

En eso están miles, millones de personas en los países más desarrollados del planeta. Reivindican su derecho a ser tratados como ciudadanos, y no como meros consumidores. Hablan de valores como la solidaridad, la simplicidad, la conciencia ecológica. Se resisten a seguir siendo eslabones de la cadena de producción y quieren buscar su sitio propio en este mundo, lejos del conformismo al uso y de las leyes del mercado.

Unos siempre estuvieron ahí, nunca comulgaron con el sistema y se ganaron el sambenito de «alternativos». Otros saborearon primero las mieles de la afluencia, conquistaron la cima del éxito profesional y luego dieron marcha atrás, al ver que aquello no marchaba (en Norteamérica se les llama downshifters. los que giran hacia abajo). Hay también un tercer grupo: los que han llegado involuntariamente, forzados por la precariedad del empleo, y han descubierto por sorpresa que se puede vivir de otra manera.

Según el Trends Research Institute de Rhinebeck, una de las voces más autorizadas en tendencias sociales, al menos el 15 % de la población de los países industrializados abrazará antes del 2005 el nuevo credo: «De Escocia a Australia, de Finlandia a Canadá, una avalancha de gente está descubriendo que es posible mejorar la calidad de vida consumiendo menos, que la felicidad personal es más asequible con cierta moderación y autodisciplina».

La nueva medida del «éxito» —predice el Instituto— no será la prosperidad material sino el desarrollo personal, la salud, las relaciones afectivas y el compromiso con la sociedad.

Asistiremos pues a una recuperación paulatina del espíritu de comunidad frente a la invasión de la economía global. La gente buscará respuestas —las está buscando ya— en las terapias alternativas, en la alimentación natural y en la protección del medio ambiente. En el frente social, las conquistas no se harán esperar: reducción de la jornada, flexibilidad laboral, consumo sostenible.

Algunos de estos síntomas comienzan a apreciarse tímidamente en España. El auge de la solidaridad y el «boom» del turismo rural son la avanzadilla. Nuestros sindicatos se han hecho por fin eco del clamor que recorre Europa: «¡Trabajar menos, trabajar todos!». Y en las filas de los «jóvenes profesionales» se empiezan a contar las deserciones.

Pero el clima social no ayuda. Los medios de comunicación se han subido descaradamente al carro consumista y han convencido a los españoles de que la vida consiste en más coches, más adosados y más teléfonos móviles. El denodado esfuerzo de los grupos ecologistas y de economía social se estrella habitualmente contra un muro de incomprensión e indiferencia.

En los países centroeuropeos y en Estados Unidos, sin embargo, la calidad de vida se está convirtiendo en bandera de un auténtico movimiento, con decenas de asociaciones haciendo por primera vez frente común.

Al otro lado del Atlántico se aprecia una inusitada actividad en estos últimos años. El gran salto cualitativo es bien reciente: 1995. Decenas de «arrepentidos» del sueño americano se dieron cita en Arlie, Virginia, para intentar resolver un espinoso dilema: «Si somos la gente más rica de la Tierra, ¿por qué no somos los más felices?».

La conclusión que sacaron no tiene fronteras:

«Las horas que quemamos conduciendo, comprando, trabajando o viendo la televisión aumentan imparablemente, mientras que apenas nos queda tiempo para conversar, comer en familia o cultivar nuestras aficiones. Nuestras ansias por ganar más y más no funcionan. Las familias están rotas, la gente se aísla de su entorno y la vida cotidiana se ha convertido en una pesadilla contrarreloj. En algún punto de nuestra reciente historia dimos un giro equivocado...».

La vida simple
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