INTOXICACIÓN INFORMATIVA
Son las siete de la mañana de cualquier día festivo. El televidente se desparrama en el sofá con una taza de café y acaricia el mando a distancia.
Aprieta el botón y sale el cura del canal 116. Como no está para plegarias, cambia de cadena y conecta con «Buenos días, América». Al crítico de cine no hay quien lo aguante; mejor conectar la CNN para saber qué ha pasado en las últimas horas. Descarriló un tren, no hubo muertos. Publicidad. Ahora los deportes: un famoso jugador de baloncesto que ha contraído una gripe de elefante y se perderá varios partidos. Bien. Un barrido por el canal de la Fox: dibujos animados. Publicidad. Probemos con el canal seis: «Barrio Sésamo». ¡¿Es que todo es para niños a estas horas?! En la MTV están pasando un vídeo de Iron Maiden. Demasiado largo. Por fin algo de interés en el canal de noticias locales: investigadores de no sé qué universidad han descubierto que las hamburguesas contienen una sustancia que ayuda a prevenir el cáncer de piel. Publicidad (¿de hamburguesas, tal vez?).
Pasará en un suspiro la primera hora, y la segunda, y la tercera. La cuarta se hará más cuesta arriba, pero hay que aguantar, de eso se trata. Veinticuatro horas encerrado en casa, intentando no despegar los ojos del televisor, descubriendo las «fascinantes» posibilidades nada menos que de noventa y tres canales.
El televidente en cuestión se llama Bill McKibben, y en cuanto logre recuperarse de la maratón de záping se marchará con sus bártulos a la montaña, levantará la tienda de campaña y allí permanecerá otras veinticuatro horas, en plan ermitaño, borrachera de bosques y estrellas.
Luego contrastará ambas experiencias y publicará un libro, The age of missing information (La era de la información perdida), tal vez la más incisiva alegoría sobre lo poco que aprendemos y lo mucho que ignoramos gracias a la televisión.
«No es mi intención dictaminar cuál de las dos opciones es la mejor para pasar el tiempo —escribe McKibben—, pero lo cierto es que la "era de la información" nos está llevando a una ruptura con la naturaleza y con nuestro entorno inmediato, a una pérdida de habilidades fundamentales, a una desconexión de la vida real. Vivimos ciertamente en un momento de profunda ignorancia».
McKibben desempolva un premonitorio informe de la UNESCO, en 1953, cuando las televisiones estatales estaban aún en estado embrionario y se debatía a cuántas horas convenía limitar la programación: «Es muy difícil, si no imposible, emitir a todas horas buenas series dramáticas, buenos concursos, buenos programas educativos. Si prolongamos el tiempo de emisión, la calidad acabará siendo probablemente una excepción».
Lo mismo podríamos decir sobre el número de canales. Uno recuerda casi con nostalgia aquellos tiempos de la carta de ajuste, cuando el dilema de cada noche se resolvía a cara o cruz: primera cadena o UHF. El advenimiento de la televisión privada, decían, nos iba a abrir posibilidades ilimitadas... Ya las hemos visto: nunca creímos que la televisión pudiera caer tan bajo (y en esto coinciden detractores y aduladores).
La televisión digital de pago se vende ahora como un salto estratosférico de calidad y cantidad. Sus locuaces promotores intentan convencernos de lo mucho que nos estábamos perdiendo. Y vienen a decirnos que si no nos abonamos, dejaremos escapar el tren de los nuevos tiempos.
Salvando las distancias técnicas, lo que hoy permite la televisión digital con sus decenas de canales a la carta, era ya posible hace tiempo con el cable. Bien lo saben en Estados Unidos, donde la calidad de la televisión sigue siendo igual de mediocre, la invasión publicitaria es abusiva y la sensación que produce sentarse todos los días ante el televisor se resume escuetamente en una palabra: saturación.
«Hemos llegado a un punto en que la cuestión no es ya cómo obtener más información sino cómo reducir el bombardeo de estímulos que recibimos a diario», afirma David Shenk, autor de Data Smog (Contaminación de datos).
Según Shenk, el uso y abuso de la televisión y de otros medios está directamente relacionado con disfunciones mentales cada vez más comunes, como la hiperactividad o el déficit de atención: «A partir de un cierto punto, la avalancha de información no aporta nada a nuestra calidad de vida, sino que sólo sirve para cultivar el estrés, la confusión o la ignorancia».
Shenk anima a cada cual a actuar como un auténtico filtro y pide que se proscriba por ley la invasión de pantallas televisivas en los espacios públicos: «Al igual que se protege a los ciudadanos del humo de los cigarrillos, se les debería prevenir contra los efectos tóxicos de la contaminación comercial e informativa».