¿SIMPLIFICAR CON NIÑOS?

Tener un hijo es tal vez la forma más premeditada —y también la más enriquecedora— de complicarse la existencia. Durante los primeros meses, la falta de sueño y las continuas exigencias del bebé serán una fuente añadida de estrés. A medio plazo, sin embargo, un niño puede ayudarnos a ver las cosas más claras y a establecer un nuevo orden de prioridades en la vida.

Por primera vez, quizás, seremos capaces de analizar fríamente nuestra actitud hacia el trabajo y cuestionarnos si merece la pena seguir quemando horas y más horas en la oficina. Tendremos una excusa perfecta para adelantar la llegada al hogar, nos plantearemos la posibilidad de trabajar desde casa o a tiempo parcial (siempre y cuando la situación económica lo permita).

El recién llegado nos obligará también a un riguroso ajuste presupuestario: inmejorable ocasión para modificar nuestra relación con el dinero. Nos veremos forzados a renunciar a pequeños lujos (cines, restaurantes, ropa, viajes), pero con el tiempo descubriremos que un bebé no es necesariamente una billetera sin fondo. Con tiendas de segunda mano, regalos útiles y recolectas entre familiares y amigos, se puede salir adelante sin más gastos que los pañales durante los primeros meses. La lactancia es también un ahorro considerable (amén de una inversión segura en salud y en desarrollo emocional del bebé).

La habitación o la cuna no tienen por qué ser una réplica de Disneylandia... Las visitas a las tiendas de rigor nos harán caer en la cuenta de hasta qué punto los niños —y los padres— son víctimas del acoso comercial que comienza desde el momento de elegir unas simples sábanas. A poco que nos descuidemos, y antes de que el pequeño pueda pedir por su boca, tendremos una montaña de juguetes y accesorios inútiles que perdieron todo su interés nada más salir de la caja.

La televisión reclamará desde muy pronto su interés, y si no se lo impedimos, aprenderán seguramente a hablar con los eslóganes comerciales. Hasta los seis años, aproximadamente, un niño no está capacitado para distinguir entre lo que es y no es publicidad. Los anunciantes lo saben y se aprovechan: pagamos los padres.

Usar la televisión como niñera electrónica o dejarla encendida como ruido de fondo es la manera más segura de adiestrar a los hijos en el arte del despilfarro. Las sesiones de pequeña pantalla hay que dosificarlas desde la infancia, e incluso alternarlas con períodos de abstinencia, de modo que los niños sean capaces de entretenerse fácilmente de otro modo.

En el complejo mundo de los ordenadores, padres e hijos deberían caminar juntos, y a una edad no excesivamente temprana. Antes que con los teclados o las pantallas de colores, los niños deberían familiarizarse con los libros, las letras y los números. Y también con la naturaleza, la música, el baile o los deportes.

Pero tampoco se les puede programar excesivamente en horarios extraescolares. Muchos padres, obsesionados por sacar partido a sus «niños prodigio», los embarcan en una cadena interminable de actividades que al final se traduce en constantes tensiones. A los pequeños hay que estimularles y habituarles a una cierta disciplina, aunque conviene dejarles un ancho margen para el juego y el descubrimiento, acaso las dos formas más básicas de aprendizaje.

Ni demasiado permisivos ni excesivamente protectores. Los padres han de saber encontrar el punto de equilibrio e inculcar a sus hijos un cierto sentido de la independencia desde bien pronto... «El camino hacia la autonomía comienza cuando les haces saber que no estarás siempre a su alrededor», afirma Elaine St. James, autora de Simplify your lije with kids (Simplifica tu vida con niños).

El proceso de separación, según St. James, debería ser gradual e intensificarse sobre todo a los tres años, la edad ideal para dejarles unas horas al día en un centro preescolar, que aprendan «habilidades sociales»... «Tan pronto como un hijo gane independencia, también la ganarán los padres».

Aun así, el primer paso para la emancipación hay que darlo en casa: los hijos han de asumir cuanto antes las responsabilidades en el hogar, independientemente de su sexo. Tareas tan aparentemente ingratas como barrer, fregar los platos o lavar la ropa pueden ser para ellos tan divertidas como un juego.

Los hijos pueden involucrarse también en la preparación de las comidas, que tienen que volver a cumplir la función de rito familiar por excelencia (no hay hogar más caótico e inmanejable que aquel en el que cada cual decide servirse a su hora y a su antojo, previo paso por el microondas).

Conviene limitar al máximo el uso de los walkman, el teléfono o los videojuegos e imponer, a partir de ciertas horas, el «silencio electrónico» en los hogares. La vida en familia se simplifica enormemente desde el momento en que los niños aprenden a deleitarse en la lectura, el dibujo o la música y descubren que la soledad no es necesariamente aburrida.

La vida simple
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