ENFERMOS DE OPULENCIA

Titular: «El estilo de vida influye más en la salud que la asistencia sanitaria». Subtítulo: «Los gobiernos destinan muchos recursos a curar y muy pocos a prevenir...». Ha hecho falta esperar hasta ahora para que los periódicos resalten a toda página obviedades como éstas, ignoradas sin embargo por el común de los mortales, que siguen creyendo en la enfermedad como un castigo divino y profesando una fe religiosa hacia los doctores y sus recetas.

Es cierto que la esperanza media de vida ha subido, entre otros factores, por los avances de la medicina convencional. Pero el progreso tiene su cruz, las llamadas «enfermedades de la opulencia», contra las que se están estrellando sistemáticamente todos los esquemas occidentales.

El cáncer y los ataques al corazón se cobran ya el mismo número de víctimas al año en los países industrializados (más de diecisiete millones) que la tuberculosis y el cólera en el Tercer Mundo. Y puestos a buscar culpables, la Organización Mundial de la Salud insiste especialmente en uno: el estilo de vida insalubre que llevamos, la combinación de una pésima dieta, la falta de ejercicio, la contaminación ambiental y el abuso del tabaco y del alcohol.

«Los países pobres se contagian de las enfermedades de los ricos», subraya la OMS en su informe de 1997. De aquí al año 2025 se triplicarán, inevitablemente, los casos de cáncer y diabetes en las naciones en vías de desarrollo. En la Unión Europea, a diez años vista, se prevé un aumento del 33 % del cáncer de pulmón en las mujeres y del 40% del cáncer de próstata en los hombres.

Y eso por no hablar de la depresión, anunciada ya como el mal por excelencia del siglo xxi (por delante del cáncer o del sida). En España es ya la segunda causa de las bajas laborales: cuatro millones de personas la padecen.

Ante tan desolador panorama, uno tiene dos opciones: o seguir como hasta ahora, confiando en que no salga su número en la fatídica ruleta, o pasar a la acción directa, cambiando de hábitos y colocando la salud en lo más alto de la lista de prioridades. Las «enfermedades de la opulencia no caen del cielo de un día para otro; la única manera de combatirlas es previniéndolas a tiempo».

Sólo un 35 % de los españoles confiesa estar satisfecho con su estado de salud, según un informe del Centro Neurofen en 1997. El nuestro, dice el mismo estudio, es el país con más hipocondríacos de la Unión Europea. El miedo a la enfermedad está muy arraigado; de ahí nuestra devoción por la farmacopea.

El consumismo desmedido también tiene su vertiente sanitaria. El abuso de la automedicación y el recurso sistemático a las recetas han hecho de la industria farmacéutica uno de los grandes negocios del siglo. Se va a la farmacia como se va al supermercado o a la panadería. En cierto modo, interesa que sigamos enfermos porque, en el momento en que sanemos, dejaremos de ser fieles clientes.

Una vez se entra en la espiral de las drogas «legales» es muy difícil desengancharse. El mal original va dando paso a sucesivos males, y casi siempre se deja intacta la causa de todos ellos: nos conformamos con aplacar los síntomas, con ir poniendo parche sobre parche.

Un ejemplo muy claro es lo que ocurre con la acidez de estómago. En vez de corregir la dieta, millones de pacientes intentan combatirla con la ayuda de antiácidos «suaves» para los que no se precisa receta. Recientes estudios han demostrado su posible relación con el preocupante aumento de adenocarcinomas o tumores en el esófago... Peor el remedio que la enfermedad.

El fracaso de la medicina convencional y la apertura a otros estilos de vida están provocando en los últimos años una fuga hacia las terapias alternativas. Al menos uno de cada tres americanos recurre a ellas.

Incluso las autoridades sanitarias, que hasta hace poco las juzgaban como «anecdóticas» o «poco fiables», están reconociendo por fin su auténtico valor. Desde primeros de los noventa funciona en Estados Unidos la llamada Oficina de Medicinas Alternativas, y en noventa y dos de las ciento veinticinco escuelas médicas americanas se imparten ya cursos de prácticas «no tradicionales».

El gran salto histórico, sin embargo, se dio a finales de 1997: un cónclave de científicos se reunió en Bethesda para dar la bendición oficial a la acupuntura y elevarla —parcialmente— a la categoría de «medicina basada en la evidencia».

La tendencia es más lenta en España que en los países de nuestro entorno, pero poco a poco va cayendo esa vitola de sospechosos que pesaba sobre los homeópatas, los quiroprácticos o los acupunturistas. Sus terapias han ascendido a la categoría de «complementarias».

«La medicina convencional y la alternativa están condenadas a entenderse —sostiene el doctor José Luis Berdonces, director del curso de posgrado en Medicina naturista de la Universidad de Barcelona—. Al fin y al cabo, la medicina preventiva viene insistiendo desde hace años en muchos de los consejos que nosotros defendemos: la dieta equilibrada, el ejercicio diario, la actitud mental positiva... Lo que ocurre es que la gente no le da a la prevención la importancia que tiene y luego, al primer síntoma, cae con frecuencia en la sobremedicación. Es sorprendente comprobar lo mucho que mejoran algunos pacientes en cuanto les retiras las pastillas y les aconsejas unos cuantos cambios en su estilo de vida».

El cáncer es tal vez la enfermedad que más gente ha arrastrado hacia las terapias alternativas. El estrés, la depresión y la anorexia han servido para que miles de pacientes descubran los enormes beneficios de los masajes, de la relajación o de la hidroterapia, igualmente efectivos en el tratamiento de otros males de nuevo cuño, como el síndrome de fatiga crónica o la hiperactividad.

La medicina «complementaria» sirve también para combatir esa otra epidemia silenciosa que afecta, según los expertos, al 80 % de la población en las sociedades modernas. Hablamos de las adicciones.

De todas ellas, sin duda la más tolerada aún en España es la del tabaco. En nuestro país tocamos a 2 190 cigarrillos por persona al año. Los gastos hospitalarios y farmacéuticos por enfermedades relacionadas con el tabaco se calculan en doscientos mil millones. Cada año mueren seis mil fumadores «pasivos» por culpa del humo ajeno.

En Europa del Este, donde se fuma aún más que en España, los fabricantes de cigarrillos fueron la avanzadilla de la sociedad de consumo. Las multinacionales americanas aprovecharon la ingenuidad de la población para lanzar un bombardeo publicitario sin precedentes. Los resultados no se han hecho esperar: Hungría, Polonia o Rumania registran los índices de cáncer de pulmón más altos en la historia de la humanidad (palabras mayores de la OMS).

El camino que tarde o temprano seguiremos en todos los países industrializados, nos guste o no, es el que llevan trazando en los últimos años las autoridades sanitarias de Estados Unidos, que han impuesto los espacios «libres de humos». Desde España tendemos a ver lo que allí ocurre de una manera un tanto simplista, como si se tratara de una caza de brujas contra el fumador y no como lo que realmente es: una cuestión inaplazable de salud pública.

La vida simple
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