INTERFERENCIAS

Según marcamos el teléfono, escuchamos una voz anónima que nos invita a comprar cualquier cosa. Conectamos con nuestro interlocutor, y al cabo de minuto y medio se cuela de nuevo la insidiosa voz: compre esto, compre lo otro. Intentamos seguir hablando, pero en lo más álgido de la conversación vuelven a interrumpirnos con la misma cantinela: no espere más, cómprelo.

En el sector de las telecomunicaciones, las posibilidades son infinitas, ya se sabe. Lo último: llamadas gratuitas a cambio de mensajes publicitarios. Por ahorrarnos unas pesetas, cedemos el derecho a que se entrometan en nuestras conversaciones a las primeras de cambio.

La idea surgió en Suecia e Italia, de ahí pasó a Alemania y ahora anda extendiéndose por todo el mundo. En los tímidos inicios, los magos del marketing no estaban del todo convencidos. Pero el mercado respondió a lo grande: miles de usuarios no tienen el menor inconveniente en aderezar con publicidad sus chácharas telefónicas.

Así es la vida, una sucesión atropellada de interrupciones a las que no solemos dar la menor importancia. Pequeños obstáculos ante los que nos frenamos en seco sin posibilidad de sortearlos. Lapsos de tiempo «robado» que pesan al final del día lo que un fardo cargado de plomo.

Gracias al teléfono móvil y al «busca», el estado de no interrupción queda aniquilado por completo. Más difícil todavía: el reloj-mensajero acuático, capaz de avisarnos mientras buceamos de que acaba de entrar un mensaje en nuestro buzón electrónico.

En el cine o en el metro, en el restaurante o en la cafetería de la esquina, no hay momento en que uno pueda librarse de los molestos pitidos, imperdonables interferencias en las vidas ajenas. El usuario del móvil, urgido por la necesidad de responder de inmediato, no es consciente del desasosiego, la zozobra, la indignación que provoca en aquel con el que hablaba cara a cara unos segundos antes.

Una reacción parecida es la que suele causar la «llamada en espera»: ahí te quedes. En España se utiliza mayormente en las empresas, pero en Estados Unidos es de uso común en los hogares, de modo que cuando uno llama por teléfono y lo cogen al instante, la primera pregunta es más que obligada: «¿Estás hablando por la otra línea?».

Detrás de la «llamada en espera» se esconde nuevamente el interés económico: miles, millones de conexiones que pasan a engrosar las arcas de las compañías telefónicas y que antes se estrellaban contra la señal comunicando. Lo que los usuarios salimos ganando es seguramente menos de lo que perdemos.

Las centralitas automáticas, otra insidia. Uno llama con toda su buena intención y, al cabo de cinco minutos, sigue navegando en un mar impersonal de opciones y números. Están también las que nos piden que tecleemos el nombre de la persona con quien queremos hablar, y una vez llegado al objetivo... otra máquina: contestador al quite.

A los contestadores, sin embargo, se les puede estar agradecidos: su principal virtud es la de filtrar las llamadas indeseadas. Además, nos permiten silenciar el teléfono a partir de cierta hora sin ningún remordimiento... ¿Quién nos obliga a cogerlo siempre que suena? ¿Por qué tenemos que interrumpir perentoriamente lo que estemos haciendo para hablar con quien menos nos apetece?

Más interferencias, el correo electrónico. Concebido como un modo de agilizar y abaratar las comunicaciones, acaba convirtiéndose en una trampa si se instala en casa. Por si no tuviéramos bastante con el correo indeseado que nos llega por carta, terminamos incorporando a nuestra rutina la apertura —diurna y nocturna— de nuestro buzón informático, que nos apremia además a contestar sobre la marcha.

El ordenador, con su prodigiosa habilidad para hacer dos o tres cosas al mismo tiempo, parece haber contagiado a los ejecutivos americanos un mal cada vez más frecuente. Allí los llaman time slackers o «prófugos del tiempo», incapaces de concentrarse en una sola tarea y permanentemente necesitados de mudarse de una a otra (aun a riesgo de dejarlas todas inconclusas).

La televisión, los periódicos, la radio no sólo interfieren en nuestra actividad cotidiana; más bien irrumpen en ella sin pedir permiso, con total desfachatez, cuando aún nos estamos desperezando. Uno lleva aún grabada, como si la siguiera escuchando todas las mañanas, aquella voz tenebrosa, impertinente e hipnótica del locutor de Radio Hora: «Son las siete y veinticinco minutos, hora exacta. Veinticinco muertos al descarrilar un tren en...».

La vida simple
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