VUELVE EL TRUEQUE

Yo te doy clases de informática y tú me das lecciones de yoga. Tú me enseñas inglés y yo te cuido a los niños. Yo te ayudo a hacer la mudanza y tú me regalas un par de muebles que te sobran... Es el viejo cuento del trueque, que vuelve a hacer estragos en la era del dinero digital.

La historia lleva años funcionando en los países anglosajones y centroeuropeos; allí los llaman «sistemas de intercambio local» o LETS. En los barrios de las grandes ciudades y en los pueblos, la gente está volviendo a abrazar la tradición ancestral: es una forma muy provechosa de ahorrar y de alimentar los lazos cada vez más frágiles de la comunidad.

Desde principios de los noventa, la tendencia se está introduciendo en España, a través de las ferias de intercambio y de cooperativas de bienes y servicios. Abrió la brecha en Madrid el grupo El Trueque, apoyado en la siguiente declaración de principios: «En este mundo donde todo se compra y se vende, donde el valor supremo es el dinero, donde tantas cosas dependen de lo que tengas o no tengas, donde a mucha gente le cuesta llegar a fin de mes, donde cada día somos un poco más individualistas... queremos lanzar una nueva iniciativa».

El punto de partida es así de obvio: «Todos tenemos algún oficio, formación, conocimiento o talento que pueden ser de utilidad para otras personas. Entre algunas docenas de vecinos, seguro que encontramos representados casi todos los oficios. Lo que proponemos es organizar un plan de ayuda mutua para satisfacer nuestras necesidades con nuestros conocimientos, nuestras habilidades y nuestro tiempo».

Los «socios» de El Trueque rellenan una lista de Busco y Ofrezco. En el primer casillero, los servicios que se desearía contratar (por ejemplo, fontanería, electricidad, pintura, bricolaje, cuidar niños, hacer la compra). En el segundo, los que uno estaría dispuesto a prestar (informática, redacción de escritos, enseñar idiomas, grabar vídeos, hacer fotos). Los datos se envían a un fichero informatizado, se «cruzan» con otros y sirven para confeccionar listas de servicios que periódicamente se renuevan.

No es necesario que el intercambio sea simultáneo. Para dar mayor flexibilidad al sistema, la cooperativa ha ideado una especie de dinero alternativo (el Vale Kas, equivalente a cien pesetas) canjeable sólo entre los «socios». El Trueque sugiere una tabla de tarifas máximas por los servicios, aunque los interesados son libres de pactar el precio definitivo en vales. En la central informática controlan periódicamente el «debe» y el «haber». Se tiene paciencia con los morosos.

Un sistema parecido es el que adoptó a finales de los ochenta el barrio de Kreuzberg, en Berlín, y que poco a poco se está extendiendo por Alemania. La solidaridad, la buena fe y el trabajo de cientos de personas sirven de garantía al kreuzer o crucero, la moneda alternativa al marco y al euro.

En el Reino Unido y en Australia funcionan ya más de ochocientos sistemas locales de intercambio o LETS, que han servido para revivir pequeñas comunidades al borde de la bancarrota. El ejemplo se ha extendido por Canadá y Estados Unidos.

El Time Dollar Institute de Washington lleva varios años experimentando con los así llamados Bancos de Tiempo, que no son sino bolsas de intercambio informatizadas, sin necesidad de billetes ni vales. Los servicios prestados o debidos son grabados en un directorio de Internet, que hace también las veces de páginas amarillas para uso exclusivo de los socios.

«De alguna manera, estamos experimentando con el ADN del dinero —se explica Edgar Cahn, uno de los impulsores de los Time Dollars—. A menudo olvidamos que el dinero es una creación humana: nosotros lo hemos inventado y nosotros podemos modificarlo. ¿Cómo? Evitando que se convierta en un instrumento manipulador y poniéndolo de nuevo al servicio de la comunidad. Que vuelva a tener la utilidad que tenía en un principio: ayudarnos los unos a los otros».

Con esa idea nació también en Nueva York Womanshare, un grupo de intercambio integrado única y exclusivamente por mujeres. Comenzaron doce, en 1991, y seis años después eran ya un centenar, capaces de ofrecer doscientos servicios a la carta (clases de cocina, informática, bricolaje, coser, planchar, cuidar de ancianos, conducir...). Sus fundadoras, Jane Wilson y Diana McCourt, no han querido abrir el abanico a los hombres porque consideran, con razón, que «las mujeres son mucho más abiertas a la cooperación y están menos expuestas a los juegos de poder».

Cooperación, solidaridad, conveniencia, sentido de comunidad, contacto humano, ahorro... Todos estos factores se dan la mano en este regreso, nada premeditado, a la forma más básica y primitiva de economía local.

La vida simple
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