CAPÍTULO 8
Lisa y yo pasamos todo el día siguiente juntos. Y el siguiente, y también el otro. Yo no dejaba de pensar que iba a estropearlo todo, que estábamos pasando demasiado tiempo juntos, que ella iba a cansarse de mí. Rick H. siempre lo había dicho: «Dale el regalo de echarte de menos». Pero no parecíamos capaces de separarnos.
—Eres perfecto para mí —me dijo ella. Era la cuarta noche seguida que dormíamos juntos—. Nunca me he acostado con alguien que me gustase tanto como tú. Tengo miedo de que, si lo hago, me enganche a ti y ya no pueda dejarte.
Debajo de aquel duro caparazón, Lisa estaba asustada. Todo aquel tira y afloja no era una técnica psicológica consciente; era su corazón, que luchaba contra su cabeza. Puede que la razón por la que le costaba tanto abrirse fuese que escondiese algo muy frágil en su interior. Al igual que me ocurría a mí, Lisa estaba asustada de llegar a sentir algo real por alguien; de amar, de ser vulnerable, de darle a otra persona la llave de su felicidad y su bienestar.
Cuando me acostaba con una chica, sencillamente echábamos un polvo por la noche y, si me gustaba lo suficiente, otro por la mañana. Pero cuando hice el amor por primera vez con Lisa me pasó algo alucinante. Tras llegar al orgasmo, no se me bajó. Como hubiera dicho el viejo Extramask, seguía dura como una piedra, y en plena forma.
Hicimos el amor una segunda vez.
—Tócala —le dije al acabar. Seguía lista para la acción.
Lo hicimos otras dos veces esa misma noche. No podía entenderlo. Resultaba que esa parte de mi anatomía que yo siempre había visto como un animal sin mente, que tan sólo quería meterse en algún orificio, respondía a las emociones. Mi polla tenía sentimientos. Y no era porque Lisa me hubiera hecho esperar tanto antes de acostarse conmigo. Se mantenía erecta durante tres y cuatro orgasmos cada vez que Lisa y yo hacíamos el amor. Esos días follamos en coches, en callejones, en cuartos de baño de restaurantes y hasta en el cuarto de las máquinas dispensadoras de comidas y bebidas de un hotel, donde el encargado de mantenimiento que nos sorprendió intentó sacarme veinte dólares a modo de chantaje.
Quizá, después de todo, el hecho de que no se me levantara con la estrella porno no tuviera nada que ver con el whisky. Lo que había ocurrido era que mi cuerpo había respondido a la falta de sentimientos: aquella chica no sólo no me importaba, sino que tampoco la deseaba. Y estoy seguro de que a ella debió de sucederle lo mismo. Aquello no era más que una manera de pasar el tiempo. Pero el sexo con Lisa era mucho más que un entretenimiento. El sexo con Lisa no tenía nada que ver con validarse ni con la autogratificación, como era el caso en todos esos sargeos de los que tan orgulloso me había sentido. Hacer el amor con Lisa era como entrar en una burbuja en la que no existía nada más que nosotros y nuestra pasión. El sexo con Lisa hacía que el reto de la existencia pareciese una mera distracción. Y, entonces, una tarde, cuando ya me había olvidado completamente de ella, Courtney volvió a la mansión. Llegó en una limusina, con un vestido azul y un chal blanco. Tenía un aspecto radiante.
—¡Por fin vuelvo a estar en activo! —fue lo primero que dijo.
—¿Te has vuelto a acostar con el realizador? —le pregunté.
—No. Tengo un hombre nuevo en Nueva York. Y no pienso en otra cosa que no sea estar en la cama con él.
Courtney se acercó a mí, danzando como una bailarina de ballet.
—¿Te acuerdas de la apuesta que hicimos sobre el realizador? —le dije yo.
—Es verdad. Supongo que perdí.
—Y eso significa que tengo derecho a elegir el segundo nombre de tu próximo hijo.
Ella sonrió y me miró con expectación, como si esperase que eligiera el nombre en ese mismo momento.
Sopesé varias posibilidades.
—¿Qué te parece Style? —le dije finalmente. Era una estupidez. Aunque, pensándolo bien, Courtney le había puesto a su hija Bean[1] de segundo nombre—. Yo voy a dejar de usar el nombre, así que no veo ninguna razón para no pasárselo a tu hijo.
Courtney soltó un chillido de alegría, se abalanzó sobre mí y me abrazó con todas sus fuerzas.
—Nunca te lo he dicho, pero siempre me has parecido sexualmente intrigante —me confesó.
Yo tragué saliva y me preparé para hablarle de Lisa. Pero, antes de que pudiera decir nada, ella continuó:
—Es una pena que estés saliendo con Lisa. Pero me alegro muchísimo por los dos. Después de todo, al menos ha salido algo bueno del tiempo que he pasado en la mansión, ¿no?
—Desde luego —asentí—. Espero que para ti tampoco fuese todo malo.
—No quiero ni pensar en todo lo que ha pasado en esta casa.
—Sea como sea, ahora tienes muy buen aspecto —le dije yo—. Follar te sienta de maravilla.
—Sí, follar y la rehabilitación.
Me guiñó un ojo y sonrió. Al parecer, sus oraciones habían sido escuchadas.
—Voy a instalarme en el hotel Argyle hasta que me devuelvan la custodia de mi hija —me dijo—. Y creo que ocurrirá pronto. He venido a devolver el dinero que le cogí prestado a Mystery.
Me dio un cheque, se volvió y subió de nuevo a la limusina. Al arrancar, bajó la ventanilla y gritó:
—Y esta vez sí que tiene fondos.
La iba a echar de menos.
Un par de días después, Lisa y yo fuimos al Centro de Celebridades de la Cienciología. No es que nos hubiéramos convertido; estábamos demasiado apegados a nuestro dinero para eso. Tom Cruise había mantenido su promesa y me había mandado una invitación para la gala anual. Fue uno de los acontecimientos con más estrellas a los que había asistido nunca en Los Angeles.
Después de la cena, Cruise se acercó a nuestra mesa. Afeitado e impecablemente vestido con un esmoquin, su presencia resultaba hipnótica: no había el menor rastro de duda en sus pasos, el menor esfuerzo en su sonrisa, la menor complejidad en sus intenciones. Me levanté para darle la mano y él me dio unas palmadas en la espalda. Yo conseguí mantener el equilibrio, aunque a duras penas.
—¿Es tu novia? —dijo mirando a Lisa de arriba abajo, aunque no había ninguna lascivia en su examen. Lo cierto era que no podía imaginarme a Tom Cruise en un momento de lascivia—. No me habías dicho que fuese tan impresionante.
—Gracias —respondí—. Nunca me había sentido con nadie como me siento con Lisa.
—Así que te has cansado de ligar, ¿eh?
—Sí. Empezaba a sentirme como si estuviera llenando un cubo con un agujero en el fondo.
—Lo has descrito a la perfección —exclamó Tom—. Mientras rodábamos Vanilla Sky, Cameron Crowe y yo hablamos sobre lo que representa realmente un lío de una noche. Si te paras a pensarlo, no es más que una falsa intimidad. Además, los líos de una noche acaban causando insatisfacción. En una relación de verdad, el sexo tiene otro significado. Quieres estar todo el rato con ella y hablar de todo tipo de cosas de la vida. Es fantástico.
—Sí, es cierto. Aunque tampoco sé si creo en todo eso de la monogamia y el amor verdadero que lo conquista todo, como en los finales felices de las películas de Hollywood. Resulta tan forzado.
—¿Forzado? —dijo Cruise al tiempo que entrecerraba los ojos y levantaba las manos, como si fuera a hacerme algún tipo de llave, en un gesto amistoso—. Te voy a decir una cosa. Yo esa fase ya la he superado. ¿Qué tiene de forzado estar enamorado?
Tom Cruise me había vuelto a MAGear.