CAPÍTULO 7
Había llegado el día. Ése iba a ser el viaje más importante de mi carrera de seductor. Primero viajaría a Toronto, para hacer de alade Mystery en el taller particular que le iba a dar a Papa. Después nos haríamos los tatuajes de MDLS y viajaríamos a Nueva York, donde Mystery iba a dar su primer seminario en una aula; finalmente, volaríamos a Bucarest, donde Mystery llevaría a cabo lo que él llamaba Proyecto Dicha, que consistía, básicamente, en encontrar y seducir a dos mujeres bisexuales que anhelaran una vida mejor en Norteamérica. Mystery les conseguiría sendos visados de estudiante y volvería con ellas a Canadá, donde, bajo su atenta tutela, se convertirían en bailarinas de striptease, en sus novias y, llegado el momento, en las ayudantes que necesitaría para su espectáculo de ilusionismo.
Tatuajes y trata de blancas; a eso era a lo que me había llevado mi afán de superación.
Antes de salir de viaje, comprobé el correo. Junto a las facturas impagadas de costumbre y la notificación de la subida de tasas en la póliza de mi coche, había una postal donde podía verse el Muro de la s Lamentaciones de Jerusalén. «Tu nombre hebreo es Tuvia. —Era la letra de Dustin—. Procede de la palabra Tov, que significa “bien”. Es el contrario de Ra, o mal. En hebreo, Tov también significa “aquello que perdura”, mientras que Ra es aquello que tiene una vida corta. Así, tu esencia está ligada al deseo de búsqueda de aquello que perdura o, lo que es lo mismo, del bien. Aunque, en ocasiones, durante el camino, uno se detenga momentáneamente en el mal».
Releí la postal durante el vuelo a Toronto. Dustin intentaba transmitirme un mensaje. Y, aunque no le faltaba algo de razón, desde que era un adolescente mi mayor deseo había sido poder seducir a cualquier mujer a la que deseara. Ahora se me había concedido mi deseo y eso era algo bueno. Sí, eso era Tov.
Mystery acababa de mudarse a un pequeño apartamento de dos habitaciones situado encima de un cibercafé, cerca de la universidad de Toronto. Compartía apartamento con un MDLS llamado Number9[1], un empollón obsesionado por la informática al que había conseguido convertir en un chico con un aspecto razonablemente enrollado.
Number9 estaba pasando unos días fuera, así que dejé mi equipaje en su cuarto y me uní a Mystery en la cocina. Desde que Patricia había vuelto a dejarlo —esta vez, definitivamente—, Mystery pasaba mucho tiempo encerrado en su habitación, jugando con un videojuego llamado Morrowind y bajando porno lésbico de Internet. Necesitaba salir de casa.
Había tres tipos de personas que se apuntaban a los talleres de seducción. Estaban los tipos como Exoticoption, en Belgrado, que, aun siendo normales y no teniendo mayores dificultades para ligar, querían disponer de mayor maestría para seducir a mujeres 10. Luego estaban los tipos como Cliff, rígidos de ideas y costumbres, a los que los molestaba hasta tener un apodo. Eran personas que asimilaban sin dificultad toda la información que se les daba en los talleres pero que se topaban con enormes dificultades a la hora de realizar incluso el cambio más insignificante en su conducta. Y estaban los tipos como Papa. Máquinas de ligar que compensaban su falta de habilidades sociales con su ausencia de pudor. Éstos tendían a ser los que más rápido aprendían, siguiendo al pie de la letra los consejos que les dábamos.
Papa era un joven chino de trato agradable que estudiaba derecho. Llevaba una camisa de cuadros blancos y negros y unos pantalones vaqueros una talla demasiado grande. Al principio, la mayoría de nuestros alumnos vestían pantalones demasiado grandes, pero, tras asistir al taller, acababan con una camisa brillante y llamativa, pantalones negros ajustados de algún material sintético, multitud de anillos y unas gafas de sol en la cabeza. Era un uniforme ideado para transmitir sexualidad, algo que parecía estar intrínsecamente unido al más hortera de los gustos.
Sentados en un café, Mystery y yo le hicimos las preguntas de rigor a Papa:
«¿Qué puntuación tienes? ¿Qué puntuación te gustaría tener? ¿Cuáles son tus puntos flacos? ¿En qué destacas?».
—Bueno, fui presidente de eventos sociales de mi fraternidad —empezó diciendo él—. Y vengo de una familia con mucho dinero. Mi padre es el presidente de una prestigiosa universidad.
—Ya he oído suficiente —lo interrumpí—. Se supone que nos estás diciendo qué te hace especial, pero, en vez de ganarte nuestra admiración, estás haciendo lo contrarío. Para empezar un hombre rico no necesita decir que lo es.
Papa asintió con gesto adormilado. Su rostro parecía rodeado por una densa e invisible neblina que hacía que su tiempo de reacción fuese ligeramente más lento que el de la mayoría de los humanos. Al mirarlo daba la impresión de que no estaba del todo con nosotros.
—¿Os importa si grabo la conversación? —nos preguntó Papa mientras se sacaba una pequeña grabadora digital del bolsillo.
Hay ciertos malos hábitos que fomentamos durante toda nuestra vida; malos hábitos que pueden abarcar desde el comportamiento hasta la manera de vestir.
Tradicionalmente, el papel de los padres y los amigos consiste en reforzar la creencia de que estamos bien como somos, de que no necesitamos cambiar. Pero no basta con ser nosotros mismos. Tenemos que ser la mejor versión posible de nosotros mismos. Y eso no siempre es fácil, sobre todo cuando ni siquiera sabes quién eres.
Es por eso, precisamente, por lo que los talleres pueden llegar a tener un impacto tan importante en la vida de quienes asisten a ellos. Sin que nos preocupara herir sus sentimientos, nosotros le hacíamos saber a cada alumno la impresión que transmitía cuando conocía a alguien por primera vez. Corregíamos sus gestos, su manera de hablar, su manera de vestir… Y lo hacíamos para ayudarlo a acercarse lo más posible a su máximo potencial. Muchos de nosotros repetimos viejos patrones de comportamiento que quizá fuesen eficaces cuando teníamos doce meses o doce años de edad, pero que ahora sólo son un obstáculo. Y aunque quienes nos rodean puedan llamarnos la atención sobre algún pequeño defecto, siempre ignoran los que realmente tienen importancia, pues llamar la atención sobre ellos sería algo así como criticar nuestra propia esencia.
Pero ¿qué somos en realidad? Un montón de genes buenos y malos mezclados con buenos y malos hábitos. Y, dado que ningún gen determina nuestro grado de confianza en nosotros mismos, entonces, la falta de dicha confianza sólo puede ser un mal hábito del que podemos deshacernos si contamos con la ayuda y la fuerza de voluntad necesarias.
Y ésa era la mayor virtud de Papa: su fuerza de voluntad. Papa era hijo único y estaba acostumbrado a recurrir a las medidas de presión más radicales para conseguir lo que quería. Compartí con él mis mejores técnicas, la frase de entrada de la novia celosa, el test de las mejores amigas y una nueva técnica que había ideado sobre las sonrisas con forma de C y de U y las distintas personalidades que reflejaban. Papa grabó cada palabra en su grabadora digital. Pasado el tiempo, las pasaría a su ordenador, las memorizaría y las usaría, sin cambiar una sola coma, para ligarse a Paris Hilton.
Debería haberlo sabido entonces. Debería haber reconocido las señales. Lo que estábamos haciendo no podía llamarse enseñar; lo que estábamos haciendo en realidad era crear clones de nosotros mismos. Mystery y yo viajábamos por el mundo creando versiones en miniatura de nosotros. Y pronto pagaríamos por ello.
Al salir del café fuimos a un bar en Queen Street. Tras observar cómo Papa se estrellaba con dos sets, decidí pasar a la acción. Esa noche me sentía imparable. Todas las mujeres me miraban. Una pelirroja que estaba con su prometido llegó incluso a meterme una nota con su número de teléfono en el bolsillo del pantalón. Yo supuse que esa noche tendría lo que la gente llama aura de seductor; sea como fuere, lo cierto era que emanaba algo especial. ¿Y qué mejor noche que ésa para demostrar mis habilidades delante de un alumno?
Vi a Papa hablando con una chica castaña con el pelo corto y una cara redonda en perfecta consonancia con la de él. Pero, lejos de hacerle caso, la chica miraba una y otra vez en mi dirección. Para ese tipo de situaciones, los MDLS utilizamos un acrónimo con nombre de mujer, ISA (Invitación Silenciosa a la Aproximación).
Esperé a que Papa se alejase antes de acercarme a ella. La abordé con una frase de entrada que olvidé inmediatamente; lo cual era una buena señal, pues quería decir que empezaba a interiorizar las técnicas, que ya era capaz de desenvolverme sin tener que recurrir una y otra vez a patrones memorizados. Apenas dos minutos después, ella ya me miraba con ojos de cachorro delante de un plato de comida. No había ninguna razón para retrasar más el momento.
—¿Te gustaría besarme?
—La verdad es que no lo había pensado —dijo ella sin dejar de mirarme a los ojos.
Interpretando su respuesta como un sí, me acerqué a ella para besarla. Ella respondió metiéndome la lengua en la boca al tiempo que apretaba mi rodilla con una mano. Me deslumhró el flash de una cámara; Papa estaba haciendo fotos.
Cuando nos separamos para respirar, ella sonrió y dijo:
—No tengo ninguno de tus compact, pero a mis amigas les encanta tu música.
—Ah, ya.
¿Con quién me habría confundido?
Ella sonrió, me lamió la cara, como si fuese un cachorrillo —después de todo, puede que David DeAngelo no se equivocara con sus metáforas caninas—, y se quedó mirándome con ojos expectantes, como si esperara que yo dijera algo sobre mi música. No quería decepcionarla, ni menos aún privarla de una historia que contar a sus amigas, así que me despedí educadamente. Ella me dio su número de teléfono y me pidió que la llamase cuando llegara a mi hotel.
En la puerta del bar, la encargada se acercó a mí con una gran sonrisa.
—Muchísimas gracias por venir —me dijo—. Toma mi tarjeta. Si necesitas cualquier cosa, no tienes más que pedirla.
—¿Con quién me estáis confundiendo? —le pregunté yo.
—¿Es que no eres Moby?
Así que, después de todo, ésa no era mi noche. Al parecer, una camarera me había confundido con Moby al llevar la cabeza afeitada, y se lo había dicho a medio bar. La fama parecía ser un atajo que hacía innecesario todo el tiempo y el esfuerzo que yo le había dedicado a la seducción. Si quería llegar al siguiente nivel, tendría que encontrar la manera de accionar los mismos interruptores que encendía la fama —la constatación de la propia valía y el derecho a alardear—, sólo que sin ser famoso.
Supongo que un hombre con menos sentido de la moral hubiera prolongado la farsa y, aprovechándose de la situación, habría llamado a la chica. Pero yo decidí no hacerlo. No había entrado en la Comunidad para engañar a las mujeres, sino para gustarles tal y como era.
Observamos a Papa en acción en otras dos discotecas antes de que acabara la noche. En seguida ponía en práctica cada consejo que le dábamos. Corregía inmediatamente cada error que le apuntábamos. Con cada nuevo set, parecía crecer en estatura. Papa nos dijo que, durante el verano, había estado practicando la Seducción Acelerada. Incluso estaba estudiando hipnosis con uno de los expertos más respetados en el campo: Cal Banyan. Pero, hasta hoy, nunca había visto a un verdadero MDLS en acción. Estaba tan alucinado que esa misma noche nos contrató un segundo taller.
El último día fuimos a una discoteca que se llamaba Government. Hicimos que Papa abordara un set tras otro, repitiendo, como un robot, las frases de entrada, las técnicas y los negas que le habíamos enseñado. Y cada vez eran más las mujeres que respondían a sus intentos de seducción. Resultaba increíble ver lo que se podía lograr con un par de simples frases; increíble y también un poco deprimente.
Lo primero que hace un actor cómico es perfeccionar una sólida técnica de cinco minutos con la que pueda ganarse a cualquier audiencia, pero, tras ver cómo cientos de personas responden riéndose exactamente en los mismos momentos, el actor empieza a perderle el respeto a un público tan fácilmente manipulable. El éxito podía tener un efecto similar para los MDLS.
Papa se marchó a su hotel para intentar descansar un poco antes de volar de vuelta a su casa. Mystery y yo decidimos quedarnos un rato más en la discoteca. Hacía poco, Grimble me había dado la idea de coger todos los números de teléfono que me habían dado durante los últimos meses y ponerlos debajo del cristal de una mesa a modo de decoración. Estaba compartiendo la idea con Mystery cuando, de repente, él me interrumpió.
—¡Alerta de proximidad! —exclamó.
Las alertas de proximidad de Mystery se encienden automáticamente cuando una mujer se acerca a un hombre y permanece quieta, dándole la espalda; sobre todo cuando no existe ninguna razón para estar en ese lugar en concreto. La alarma nos indica que la mujer desea ser abordada.
Sin más preámbulos, Mystery se dio la vuelta y empezó a hablar con una rubia de aspecto delicado y una musculosa morena con una camiseta sin mangas. Algunos segundos después me presentó diciendo que yo era un magnífico ilusionista. Mystery y yo llevábamos meses sargeando juntos, así que yo sabía exactamente qué debía hacer: ganármelas con un par de chistes y unos supuestos trucos de magia que cualquier niño de primaria podría hacer. Sargeando, uno aprende que todo lo que tenía gracia a los diez años vuelve a tenerla años después.
Mystery, que se había traído una cámara de vídeo, empezó a grabarnos. A las chicas no pareció importarles. Mientras Mystery aislaba a la morena, yo me quedé hablando con la rubia. Se llamaba Caroline. Su amiga se llamaba Carly. Caroline vivía en las afueras con su familia. Aunque su sueño era llegar a ser enfermera, por ahora, trabajaba de camarera.
Caroline era tímida y tenía las tetas pequeñas. A un metro de distancia, su rostro parecía de alabastro. A medio metro, se advertía que tenía la piel llena de diminutas pecas. También tenía un diente ligeramente torcido y la piel enrojecida a la altura de la clavícula, como si se hubiera estado rascando. Olía a algodón y se había hecho la manicura hacía pocos días. Seguramente no pesaba más de cincuenta kilos y lo más probable era que su color favorito fuese el rosa. Observé todos esos detalles mientras repetía de forma automática las mismas técnicas que había usado con cientos de chicas antes. Lo que hacía distinta a Caroline era que las técnicas no parecían funcionar con ella. Por mucho que lo intentaba, yo no conseguía alcanzar lo que llamo el punto de enganche, que es el momento en el que una mujer a la que acabas de abordar decide que está disfrutando de tu compañía y deja de querer marcharse. Aunque estaba a menos de medio metro de ella, me sentía como si nos separase un abismo.
Al ver la película El informador, que cuenta las peripecias de un grupo de agentes de Bolsa sin escrúpulos, Mystery había decidido que los números de teléfono eran papel quemado, o sea, algo inútil. Nuestra nueva estrategia ya no tenía en cuenta la posibilidad de conseguir el número de teléfono de una chica y llamarla después, sino que estaba dirigida a lograr una cita inmediata, llevándose a la chica a otro bar o a un restaurante. Cambiar de local pronto se convirtió en un elemento clave del juego de la seducción, pues ayudaba a crear una distorsión temporal: al ir a tres lugares distintos con un grupo de personas a las que acababas de conocer consigues crear la sensación de que os conocéis de toda la vida.
—¿Por qué no vamos a algún sitio donde se pueda comer algo? —sugirió Mystery.
Fuimos a un restaurante cercano cogidos del brazo de nuestras nuevas citas inmediatas. Durante la cena, todo fue a las mil maravillas. Carly se sentía lo suficientemente cómoda como para dar muestras de su mordacidad, y Caroline empezó a brillar con empatia y calidez. No necesitamos usar ninguna técnica. Sencillamente compartimos unas risas. Juggler tenía razón: la risa era la mejor arma de seducción.
Al acabar de cenar, Carly nos invitó a subir a su casa, que estaba a la vuelta de la esquina, para llamar un taxi. Acababa de mudarse y todavía no tenía muebles, por lo que Mystery y yo nos sentamos en el suelo. No llamamos un taxi y ellas tampoco nos dijeron que lo hiciéramos; Mystery y yo lo interpretamos como un IDI.
Al poco tiempo, Carly y Mystery se fueron al dormitorio, dándole permiso tácitamente a Caroline para que se enrollara conmigo. Mientras nos envolvíamos el uno en el otro, el abismo que nos separaba en la discoteca se evaporó en el aire. Las manos de Caroline eran suaves, su cuerpo delicado e indulgente. Ahora entendía por qué había resultado tan difícil comunicarme con ella en la discoteca. Caroline no se comunicaba con palabras, sino expresando sus sentimientos. Sí, sería una enfermera maravillosa.
Caroline trajo unas mantas y nos tumbamos juntos en el suelo de madera. Le proporcioné un orgasmo tras otro, tal y como me había enseñado a hacerlo Steve P., hasta que parecía que ella iba a derretirse sobre las mantas. Pero, en cuanto saqué un condón de la cartera, oí cuatro palabras que significan lo mismo que las temibles «prefiero que seamos amigos».
—Pero si acabamos de conocernos —me dijo.
No había ninguna razón para presionarla. Sabía que volvería a verla. Caroline apoyó la cabeza en mi hombro y disfrutamos del momento. Me dijo que tenía diecinueve años y que no se había acostado con nadie desde hacía dos. La razón era que tenía un hijo de un año esperándola en casa. Se llamaba Carter y Caroline estaba decidida a no convertirse en la típica madre adolescente que descuida a su hijo. Ése era el primer fin de semana que pasaba lejos de él desde que había nacido.
Al día siguiente, cuando nos despertamos, Caroline se sentía algo avergonzada por lo acontecido la noche anterior. Para quitarle importancia yo le sugerí que saliésemos a desayunar.
Durante los días que siguieron, debí de ver el vídeo que grabó Mystery de ese desayuno más de cien veces. Por la noche, los ojos azules de Caroline me habían parecido fríos y distantes. Pero, durante aquel desayuno, sus ojos lanzaban destellos cuando me miraba. Cada vez que yo contaba un chiste, por malo que fuese, sus labios dibujaban una amplia sonrisa. Algo se había abierto en su corazón. También era la primera vez, desde que había entrado en la Comunidad, que yo había creado un lazo sentimental con una de mis conquistas.
Nunca me he sentido especialmente atraído por un determinado tipo de mujer, como esos fetichistas que se obsesionan con las asiáticas o con las mujeres que se parecen a Jessica Simpson. Aun así, de todas las mujeres del mundo, la última de la que hubiera pensado que podría enamorarme era de una madre soltera adolescente que trabajaba de camarera. Pero lo que hace grande al corazón es que no tiene dueño, por mucho que algunos puedan creer lo contrario.
Las chicas nos llevaron a casa de Mystery, donde, al quedarnos solos, Mystery y yo repasamos lo ocurrido, intentando descifrar qué habíamos hecho bien y en qué nos habíamos equivocado. Al contrario de lo que creíamos Caroline y yo, Mystery no había conseguido ni un solo beso de Carly; aunque no por falta de ganas. El problema era que Carly tenía novio.
Pero, aunque se hubiera resistido a los encantos de Mystery, estaba claro que Carly se sentía atraída por él. Así que ideamos un plan: Mystery se mostraría frío y distante con Carly hasta que ella se sintiera tan incómoda que aceptara acurrucarse con él para lograr que las cosas volvieran a la normalidad.
Pasamos las siguientes seis horas editando caprichosamente las imágenes de Carly y Caroline en el ordenador de Mystery, hasta crear un vídeo de seis minutos. Al acabar, llamé a Caroline, que vino a recogernos unas horas después con Carly.
Juggler estaba en Toronto, impartiendo su propio taller. Desde hacía varias semanas salía exclusivamente con una violinista de jazz. Así que fuimos todos juntos a cenar.
—Voy a dejar la Comunidad —nos dijo Juggler—. Quiero dedicarle todo mi tiempo a Ingrid.
Ella apretó su mano con las suyas en señal de aprobación.
—Sé que algunos dirán que tengo monoítis, pero ésa es mi elección. Estos talleres son demasiado estresantes para Ingrid.
Me alegraba de volver a ver a Juggler. Era uno de los pocos MDLS que no espantaban a los amigos de mi vida real, que me hacían reír, que… Que era normal. Y, precisamente por eso, nunca pensé en él como en un verdadero MDLS; Juggler era sencillamente un tío gracioso y un gran conversador; sobre todo comparado con Mystery, cuya abierta frialdad llegó a incomodarnos a todos durante la cena.
Más tarde, mientras veíamos el vídeo en el apartamento de Mystery, Caroline no dejó de sonreír. Al acabar el vídeo, Caroline y yo fuimos al cuarto de Number9, nos tumbamos en la cama y nos desnudamos lentamente el uno al otro. Ella temblaba hasta tal punto que su cuerpo parecía a punto de desvanecerse bajo el mío. Fue como hacerle el amor a una nube.
Al acabar, Caroline me dio la espalda. Yo sabía lo que estaba pensando. Cuando se lo pregunté, no pudo contener las lágrimas.
—Me he acostado contigo demasiado pronto —se lamentó—. Ahora te irás y ya no volveré a verte.
Sus palabras estaban llenas de dulzura. La rodeé con un brazo y apoyé su cabeza sobre mi hombro. Le dije que todas las relaciones apasionadas que había tenido habían comenzado con un momento de locura. Era una frase de Mystery, pero era verdad. Después le dije que quizá no debería haberse acostado conmigo tan pronto, pero que, si lo había hecho, era porque quería hacerlo, porque necesitaba hacerlo. La frase era de Ross Jeffries, pero también era verdad. En tercer lugar le dije que yo era más maduro que los chicos con los que ella había estado hasta el momento, así que no debía juzgarme por sus experiencias anteriores. La frase era de David X, pero también era verdad. Finalmente le dije que me entristecería mucho no volver a verla. Esa frase era mía. Y era verdad.
Cuando por fin salimos de la habitación de Number9, nos encontramos a Carly y a Mystery abrazados bajo una manta. A juzgar por la ropa esparcida a su alrededor, la estrategia de Mystery había sido todo un éxito.
Caroline y yo nos acurrucamos en el sofá y los cuatro vimos un episodio de «Los Osbourne» en el ordenador de Mystery. Fue un momento hermoso. Pero no duró mucho.