CAPÍTULO 3
Una tarde, al volver de San Francisco, me llamó Ross Jeffries.
—Voy a dar un taller este fin de semana —me dijo—. Si quieres, puedes venir gratis. Es en el hotel Marriott de Marina Beach, el sábado y el domingo.
—Allí estaré —respondí.
—Una cosa más: me prometiste que me llevarías a una de esas fiestas de Hollywood.
—Dalo por hecho.
—Por cierto, puedes desearme un feliz cumpleaños.
—¿Es tu cumpleaños?
—Sí. Tu gurú ha cumplido cuarenta y cuatro años. Y, aun así, este año me he acostado con chicas de hasta veintidós.
Entonces, yo todavía no sabía que no me estaba invitando a su seminario como alumno, sino como nuevo converso a su método.
Cuando llegué, el sábado por la tarde, me encontré en la típica sala de reuniones de hotel; esas salas con las paredes de color mostaza y una iluminación tan potente que parecen un hábitat más apropiado para las salamandras que para las personas. Había varias filas de hombres sentados detrás de largas mesas rectangulares. Algunos eran estudiantes de pelo engominado; otros, adultos de pelo engominado, y también había algunos dignatarios con el pelo engominado: altos ejecutivos de multinacionales, e incluso del Ministerio de Justicia. De pie, Jeffries se dirigía a todos ellos a través de un pequeño micrófono incorporado a sus auriculares.
Estaba hablando del valor hipnótico de usar citas en una conversación. Explicaba que cualquier idea resulta más fácil de paladear si procede de otra persona.
—El subconsciente piensa en términos de estructura y con tenido. Si introduces una técnica con las palabras «Un amigo me ha dicho…», anulas inmediatamente la parte crítica de la mente de la mujer. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Recorrió la audiencia con la mirada, buscando a alguien que quisiera decir algo. Y fue entonces cuando me vio, sentado en la última fila, entre Grimble y Twotimer. Jeffries guardó silencio durante un instante, mientras me miraba fijamente.
—Hermanos, os presento a Style.
Yo sonreí con desgana.
—Style, que, tras ver lo que Mystery tenía que ofrecer, ha decidido convertirse en mi discípulo. ¿No es así, Style?
Todas las cabezas se volvieron hacia mí. Casi podía palpar el peso que había adquirido mi nombre al ser pronunciado por Ross Jeffries. Ya hacía tiempo que los partes sobre el taller de Mystery en Belgrado habían llegado a Internet, alabando mis habilidades en el campo del sargeo. La gente sentía curiosidad por saber cómo era el nuevo alade Mystery.
Fijé la vista en el fino auricular negro que le rodeaba la cabeza, como una tela de araña.
—Algo así —respondí.
Pero eso no era suficiente para él.
—Dinos, Style —insistió—. ¿Quién es tu gurú?
Aunque estuviese en el territorio de Jeffries, yo seguía siendo dueño de mis pensamientos. Ya que el humor es la mejor arma contra la presión, intenté pensar en algún chiste que pudiera valerme como respuesta. Pero no se me ocurrió ninguno.
—Ya te contestaré esa pregunta en otro momento —le dije.
Mi respuesta no le agradó. Después de todo, aquello no era un simple seminario; lo que Jeffries dirigía era casi un culto religioso.
Al interrumpirse el seminario para el almuerzo, Jeffries se acercó a mí.
—Vamos a comer a un italiano —me dijo al tiempo que jugaba con su anillo, una réplica exacta del que le daba sus poderes al superhéroe Linterna Verde.
—Así que todavía eres un fan de Mystery —me dijo mientras comíamos—. Creía que te habrías pasado al lado bueno.
—No veo por qué vuestros métodos no pueden ser compatibles. Mystery alucinó cuando le conté lo que hiciste con la camarera en el California Pizza Kitchen. Creo que ahora estaría dispuesto a admitir que la Seducción Acelerada funciona. Jeffries tenía la cara morada.
—¡Basta! —exclamó. Era una palabra hipnótica, una orden de interrupción de técnicas—. No vuelvas a decirle nada de mí a Mystery. Seguro que intenta copiarme. Esta situación no me gusta. —Clavó el tenedor en un trozo de pollo—. Si insistes en conservar tu cercanía con Mystery, me vas a crear un problema. Si quieres seguir aprendiendo de mí, te prohíbo que compartas con él lo que aprendas conmigo.
—No te preocupes —intenté apaciguarlo—. No le he contado ningún detalle—. Sólo le dije que eras muy bueno.
—Está bien —dijo él—. Tú limítate a decirle que me bastó con hacerle un par de preguntas a una tía para ponerla tan cachonda que se mojó las bragas. ¡Deja que el muy arrogante se vuelva loco intentando descifrar mi técnica!
Una vena se marcó en su frente al tiempo que las aletas de su nariz se movían. Parecía un tipo acostumbrado a la humillación. No por la brutalidad de su padre, como Mystery; los padres de Jeffries eran dos judíos inteligentes y con un gran sentido del humor. Lo sabía porque, durante el seminario, se habían burlado jocosamente de varios de los comentarios de su hijo. No, las humillaciones que Jeffries había padecido habían sido de tipo social. Las constantes burlas y las altas expectativas que de él sin duda tenían sus padres destrozarían su autoestima. Y lo mismo debía de haberles ocurrido a sus hermanos, pues los dos habían dedicado su vida a Dios; en cuanto a Jeffries, él había optado por inventar su propia religión.
—Te estás acercando al santuario interior del poder, mi joven aprendiz —me advirtió Jeffries mientras se frotaba la barbilla sin afeitar con el dorso de la mano—. Y el precio que se paga por la traición es más oscuro de lo que pueda concebir tu mente mortal. Guarda silencio y cumple tus promesas, y yo seguiré abriéndote puertas.
Aun siendo excesivos, el enfado y la intransigencia de Jeffries resultaban comprensibles, pues él era el verdadero padre de la Comunidad. Sí, es verdad que siempre ha habido alguien dando consejos para ligar, como Eric Weber, cuyo libro Cómo ligar con chicas ayudó a poner en marcha la moda del ligue que culminó con la película de Molly Ringwald y Robert Downey Jr. sobre el arte de ligar. Pero, hasta que apareció Jeffries, nunca había habido una auténtica Comunidad; aunque, eso sí, el hecho de que fuese él quien la creara fue algo completamente fortuito: Jeffries inventó la Seducción Acelerada al tiempo que nacía Internet.
Jeffries había sido un joven lleno de rencor. Quería ser actor cómico y escribir guiones. Uno de ellos, Me siguen llamando Bruce, incluso llegó a producirse, aunque tuvo poco éxito. Así que Jeffries tuvo que conformarse con ir de trabajo en trabajo, solo y sin novia. Pero todo cambió un día, en la sección de libros de autoayuda de la librería, cuando su brazo, según sostiene él, se extendió con voluntad propia y cogió un libro. Era De sapos a príncipes, un clásico sobre la programación neurolingüística, de John Grinder y Richard Bandler. A partir de ese día, Jeffries devoró todos los libros que encontró sobre PNL.
El superhéroe Linterna Verde, cuyo anillo mágico le permitía convertir en realidad sus deseos, siempre había sido una fuente de inspiración para Jeffries. Tras usar la PNL para poner fin a un largo período de castidad involuntaria seduciendo a una mujer que había presentado una solicitud de trabajo en el despacho de abogados donde trabajaba, Ross Jeffries supo que había encontrado su propio anillo; por fin tenía el poder y el control que había ansiado durante toda su vida.
Su carrera como seductor profesional empezó con un libro de setenta páginas que publicó él mismo. El título no dejaba lugar a dudas sobre el momento emocional en el que se encontraba: Cómo acostarte con la mujer que deseas. Era una guía para todos los hombres que estuvieran hartos de ser agradables y sensibles. Jeffries lo vendió mediante pequeños anuncios publicados en las revistas Playboy y Gallery. Pronto empezó a hacer seminarios y a promocionar su libro en Internet. Uno de sus alumnos, un famoso hacker llamado DePayne, creó el foro alt.seduction.fast[1].Y, lentamente, ese foro dio lugar a una comunidad internacional de MDLS.
—Cuando empecé a hablar de mi método, la gente me ridiculizó sin piedad —dijo Jeffries—. Me llamaron de todo y me acusaron de las cosas más horribles que puedas imaginar. Al principio me dolió mucho. Pero pronto dejaron de reírse.
Y ésa es la razón por la que todos los gurús están en deuda con Ross Jeffries; él había puesto los cimientos de la Comunidad. Pero ésa es también la razón por la que, cada vez que surge alguien nuevo, Jeffries intenta acabar con él; en algunos casos ha llegado incluso a amenazar a algún joven competidor con contarle lo que hace a sus padres o al director de su colegio.
Pero, más que a cualquier otra persona, incluso que a Mystery, Jeffries odiaba a David DeAngelo, un antiguo aprendiz de la Seducción Acelerada. Con el nombre de Sisonpih —hipnosis escrito al revés—, DeAngelo había ascendido rápidamente en la jerarquía de la Seducción Acelerada ayudando a Jeffries con el marketing. Los problemas surgieron cuando Jeffries hipnotizó a una novia de DeAngelo para conseguir acostarse con ella.
Según Jeffries, había sido el propio DeAngelo quien le había presentado a la chica para que la sedujese, pero DeAngelo insistía en que nunca le había dado permiso a Jeffries para que se acostara con ella. Sea como fuere, ambos dejaron de hablarse y DeAngelo montó su propio negocio, al que llamó «Dobla tus citas». No se basaba en ningún tipo de PNL ni en ninguna otra forma de hipnosis, sino en la psicología evolutiva y en el principio del chulo gracioso.
—¿Sabes que ese imitador de poca monta va a organizar un seminario en Los Ángeles? —me dijo Jeffries—. No entiendo cómo nadie puede pensar que el muy capullo de DeAngelo, con todos sus contactos en el mundillo de la noche y su buena presencia, va a poder entender los problemas y las dificultades a las que se enfrentan los hombres normales a la hora de conocer mujeres.
Me dije a mí mismo que tenía que apuntarme al seminario de DeAngelo.
—DeAngelo, Gunwitch y Mystery comparten una misma visión del género femenino —continuó diciendo Jeffries, cada vez más alterado—. Se concentran únicamente en algunas de las peores características de algunas de las mujeres que hay ahí fuera y, como si fuese una nube de fertilizante, le aplican esas mismas características a todas las demás.
Jeffries hablaba como el típico cantante de blues al que han timado tantas veces que ya no se fía de nadie. Sólo que los cantantes por lo menos cobran derechos de autor y trabajan con discográficas que defienden sus intereses. Pero no es posible registrar los derechos del deseo sexual femenino ni declararse autor de sus elecciones de pareja. Desgraciadamente, la paranoia de Jeffries no carecía de fundamento; sobre todo en el caso de Mystery, el único seductor con suficientes ideas y habilidades como para destronarlo.
El camarero se llevó los platos de la mesa.
—Si me pongo así es porque esos chicos me importan —decía Jeffries—.
Calculo que un veinte por ciento de mis alumnos habrán sufrido abusos. La mayoría de ellos están marcados psicológicamente. Su problema no se reduce a las relaciones con las mujeres, sino también tienen problemas para relacionarse con el resto de las personas. Y muchos de los problemas de este mundo son el resultado de vivir en una sociedad que reprime nuestros deseos.
Jeffries se volvió hacia tres ejecutivas que tomaban el postre varias mesas más allá; estaba a punto de dar rienda suelta a sus deseos.
—¿Qué tal está la tarta de frambuesa? —gritó.
—Muy rica —contestó una de las mujeres.
—Sabéis que existe un lenguaje de signos para los postres —les dijo Jeffries.
Ya no había quien lo parase—. Los signos dicen «Éste no tiene azúcar» o «Éste se me derrite en la boca». Y el lenguaje de signos despierta la sensibilidad de tus sentidos, ayudándote a prepararte para lo que venga a continuación. Es un flujo de energía corporal.
Desde luego, Jeffries había captado el interés de las ejecutivas.
—¿De verdad? —dijeron ellas.
—Soy profesor de flujos de energía —les dijo Jeffries.
Las tres mujeres abrieron la boca al unísono. Para las mujeres del sur de California, la palabra energía es el equivalente al olor del chocolate.
—Ahora mismo estábamos hablando de si los hombres realmente entienden a las mujeres —comentó una de ellas—. Y creemos tener la respuesta. Unos minutos después, Jeffries estaba sentado a la mesa de las ejecutivas, que, olvidándose por completo de sus postres, lo escuchaban absortas. A veces yo dudaba de si sus técnicas realmente funcionaban en los sofisticados niveles del subconsciente en los que Jeffries sostenía que lo hacían, o si lo que en realidad ocurría era que la mayoría de las conversaciones son tan aburridas que basta con decir algo diferente, algo con poco interés, para conseguir la atención de una mujer.
—Es increíble —dijo una de ellas cuando Jeffries acabó de referirle las cualidades que las mujeres verdaderamente buscan en un hombre—. Nunca lo había pensado así. ¿Dónde das las clases? Me encantaría asistir a una.
Jeffries le pidió el número de teléfono, se despidió de las ejecutivas y volvió a nuestra mesa.
—¿Te das cuenta ahora de quién es el verdadero maestro? —me dijo con una gran sonrisa mientras se frotaba la barbilla con el dedo pulgar.