CAPÍTULO 11
A la mañana siguiente, Mystery estaba recostado en el asiento trasero del coche de Caroline, envuelto en una manta mientras se tapaba la cara con un sombrero. Lo único que nos dijo fue que lo lleváramos a casa de su familia. Aquella escena me devolvió la imagen de Mystery durante nuestro viaje por Europa del Este. Excepto que, en esta ocasión, Mystery no estaba enfermo; al menos no físicamente.
Aparcamos el coche, entramos en un edificio de apartamentos y subimos en el ascensor hasta el piso veinte, donde vivía su familia. Era un desordenado apartamento de dos habitaciones en el que convivían demasiadas personas. La madre de Mystery, una alemana entrada en carnes, estaba sentada en un desgastado sillón tapizado con un estampado de flores. Su hermana, Martina, sus dos hijas y su marido, Gary, se apretaban en el sofá de al lado. El padre de Mystery, enfermo de cirrosis tras una vida entera dedicada a la bebida, estaba encerrado en su propio apartamento, cuatro pisos más arriba.
—¿Cómo es que vienes sin chica, Mystery? —le reprendió Shalyn, su sobrina de trece años. Shalyn lo sabía todo sobre él. A menudo Mystery incorporaba a sus sobrinas en sus patrones de sargeo para mostrar su lado más paternal y vulnerable. Lo cierto era que las adoraba y pareció animarse al verlas.
Gary, el cuñado de Mystery, nos cantó unas baladas pop que había compuesto él mismo. Mystery se unió a él, cantando con un volumen ensordecedor una canción llamada Hijo de Casanova; al parecer, Mystery se identificaba con el personaje. Caroline y yo nos marchamos cuando acabaron de cantar. Las niñas nos siguieron hasta el ascensor, riendo y gritando, perseguidas por Mystery. Un hombre con alzacuellos abrió la puerta de su apartamento y las miró con gesto frío y condescendiente. —No deberíais gritar en el pasillo —dijo.
El rostro de Mystery adquirió un tono repentinamente amoratado.
—Yo creo que sí deberían —replicó—. Son chicas jóvenes. Se están divirtiendo.
—Bueno —asintió el sacerdote—, pero podrían divertirse en un sitio donde no molestasen.
—Tengo una idea —le dijo Mystery—. Voy a entrar en casa a por un cuchillo, y cuando vuelva a salir, podemos discutir lo que se debe o no se debe hacer en el pasillo.
Mystery se dio la vuelta y caminó hacia el apartamento de su familia mientras los demás intercambiábamos miradas preocupadas. Yo volví a acordarme de nuestro viaje por Europa del Este; el comportamiento de Mystery me recordó al de aquel día en la frontera, cuando perdió los nervios al decirle lo que debía hacer.
El sacerdote se apresuró a cerrar la puerta y Caroline y yo aprovechamos la confusión para irnos rápidamente de allí.