CAPÍTULO 5
La última noche del taller, Mystery y Sin nos llevaron al Saddle Ranch, un bar decorado al estilo vaquero en Sunset Avenue. Yo ya había estado allí antes; aunque no había ido a ligar, sino a montar en el toro mecánico. Uno de los retos que me había puesto al mudarme a Los Ángeles consistía en llegar a dominar aquella máquina en el nivel más alto. Pero hoy no. Tras salir tres noches seguidas hasta las dos de la mañana y repasar lo ocurrido después con Mystery durante mucho más de la media hora estipulada, yo estaba destrozado.
Y, aun así, al cabo de unos minutos, nuestro incansable profesor ya estaba en la barra, besándose con una chica un poco bebida y algo escandalosa que intentaba quitarle el sombrero. Mystery siempre empleaba las mismas frases de entrada, las mismas rutinas, las mismas palabras, y casi siempre conseguía un número de teléfono o un final con beso; incluso cuando la chica estaba con su novio. Yo nunca había visto nada igual. A veces, incluso llegaba a conmover a alguna chica hasta el punto de hacerla llorar.
Al acercarme al toro mecánico, especialmente consciente de mi aspecto por el sombrero vaquero rojo que me había puesto ante la insistencia de Mystery, vi a una morena de pelo largo y piernas bronceadas que vestía con un jersey ajustado y una minifalda de volantes. Hablaba animadamente con dos chicos, dando saltitos delante de ellos como un personaje de dibujos animados.
Un segundo. Dos segundos. Tres.
—Parece que la fiesta se ha acabado.
Se lo dije a los chicos. Después me volví hacia ella. Vacilé un instante. Sabía lo que tenía que decir a continuación —Mystery llevaba machacándome con esa frase todo el fin de semana—, pero, llegado el momento, me sentía aterrorizado.
—Si no… fuese gay, puedes estar segura de que serías mía.
Sus labios dibujaron una inmensa sonrisa.
—Me gusta tu sombrero —chilló la chica al tiempo que tiraba de él hacia arriba.
Al parecer, lo de pavonearse funciona.
—Se mira, pero no se toca —le dije, repitiendo una frase que le había oído usar a Mystery.
A modo de respuesta, la chica se arrojó en mis brazos y me dijo que era muy divertido. Y, al aceptarme de aquella manera, hizo que el temor que yo sentía se evaporase. Entonces comprendí que lo único que hace falta para conocer a una chica es saber qué decir, cuándo decirlo y cómo decirlo.
—¿De qué os conocéis? —pregunté.
—Acabamos de conocernos. Me llamo Elonova —dijo ella con una torpe reverencia.
Yo interpreté su gesto como un IDI.
Decidí mostrarle a Elonova un truco que Mystery me había enseñado esa misma tarde, en el que yo tenía que adivinar el número que ella pensara entre el uno y el diez (pista: casi siempre es el siete), y ella aplaudió encantada.
Ante la evidencia de mi superioridad, los dos tipos que la acompañaban decidieron marcharse.
Al cabo de un rato salimos a la calle. Cada TTF con el que nos cruzamos me levantaba el dedo pulgar, como diciendo, «está superbuena» o «vaya suerte». Qué idiotas. Iban a estropearlo todo. Tenía que encontrar la manera de decirle que no era gay; aunque, tal vez, a esas alturas ya se hubiera dado cuenta ella sola.
Me acordé de lo que me había dicho Sin la primera noche sobre los quinos y le rodé los hombros con el brazo. Pero, esta vez ella, se apartó. Desde luego, eso no era un IDI. Volví a acercarme a ella y, justo cuando iba a intentarlo de nuevo, apareció uno de los chicos con los que estaba cuando la había abordado. Me quedé ahí, mirándolos como un idiota, mientras ella coqueteaba con él. Un par de minutos después, cuando por fin se volvió de nuevo hacia mí, le dije que ya nos veríamos. Ella me dijo que sí, e intercambiamos nuestros números de teléfono.
Mystery, Sin y los demás me esperaban en la limusina. Aunque habían visto cómo todo se venía abajo, yo me sentía orgulloso de mí mismo por haber conseguido un número de teléfono delante de todos ellos. Pero Mystery no parecía impresionado.
—No ha salido bien porque no te has valorado lo suficiente —me dijo en cuanto subí a la limusina—. Has dejado que ella jugase contigo.
—¿Por qué dices eso? —le pregunté yo.
—¿Te he hablado alguna vez de la teoría del gato y el cordel?
—No.
—¿Has visto alguna vez a un gato jugando con un cordel? Cuando el cordel se balancea encima de él, pero fuera de su alcance, el gato se vuelve loco, y salta y corre de un lado a otro intentando alcanzarlo. Pero, en cuanto lo consigue, el gato mira el cordel en el suelo y se aleja. El cordel le aburre. Ya no le interesa.
—¿Y qué tiene eso que ver con lo que acaba de pasar?
—La chica se apartó de ti cuando la abrazaste. Y entonces tú volviste a acercarte a ella, como un cachorrillo.
—¿Y qué debería haber hecho?
—Deberías haberla castigado. Deberías haberte dado la vuelta y haberte puesto a hablar con otra chica. Así la habrías obligado a esforzarse por recuperar tu atención. Pero, en vez de eso, fue ella quien te hizo esperar mientras hablaba con ese otro tipo.
—Tendrías que haber dicho: «Os dejo solos», y haberte alejado, como si se la estuvieras entregando a ese chico. Tienes que comportarte como si tú fueses un trofeo.
Sonreí. Lo había entendido.
—Sí —dijo Mystery—. Tienes que ser el cordel que se balancea fuera del alcance del gato.
Apoyé las piernas sobre la barra de la limusina, me recosté en el asiento y, en silencio, pensé en lo que me había dicho Mystery. Él se volvió hacia Sin y ambos hablaron durante varios minutos. Yo tenía la sensación de que hablaban de mí.
Intenté no encontrarme con sus miradas. Temía que me dijeran que estaba retrasando a los demás, que no estaba listo para participar en su taller, que lo mejor sería que estudiara por mi cuenta durante unos meses antes de volver a intentarlo.
Hasta que dejaron de hablar y se volvieron hacia mí. Mystery me miró fijamente a los ojos.
—Eres uno de los nuestros —dijo con una gran sonrisa—. Vas a ser una superestrella.