CAPÍTULO 8
Y así empezó la etapa más extraña de mi educación.
Todos los fines de semana conducía durante dos horas hasta el pequeño apartamento de Steve P., donde éste criaba a sus dos hijos con la misma mezcla de ternura y obscenidad con la que trataba a sus alumnos; su hijo mayor, de trece años, ya era mejor hipnotizador de lo que yo llegaría a serlo nunca.
Por la tarde, Steve y yo íbamos a casa de Rasputín. Me decían que me sentara en una silla y me preguntaban qué quería aprender ese fin de semana. Entonces, yo sacaba la lista que había escrito con todo aquello que me interesaba: creer que le resultaba atractivo a las mujeres; vivir mi propia realidad; dejar de preocuparme por lo que pensaran de mi los demás; transmitir firmeza; tener confianza en mí mismo; algo de misterio en mi vida; expresarme y moverme con confianza; superar mi miedo al rechazo sexual, y, por supuesto, sentirme importante. Memorizar técnicas era fácil; todo lo contrario que llegar a interiorizarlas. Pero Steve P. y Rasputín tenían las herramientas adecuadas para lograr que yo lo hiciera.
—Vamos a contener tu desbocado deseo —me explicó Steve P.—, de tal forma que no te alegre que cualquier guarra te la chupe. Al contrario, sólo te conformarás con la mejor, y para ella será un privilegio poder beber el néctar de su amo.
En cada sesión me hipnotizaban, y Rasputín me susurraba complejas historias metafóricas al oído mientras Steve P. le daba órdenes a mi subconsciente por el otro.
Dejaban enlaces abiertos (metáforas o historias inacabadas) para cerrarlos a la semana siguiente. Me hacían oír música diseñada para provocar reacciones psicológicas concretas. Me sumergían en trances tan profundos que las horas pasaban en lo que se tarda en pestañear.
Después volvíamos a casa de Steve y yo leía sus libros sobre PNL mientras él le gritaba a sus hijos.
Según mi teoría, los jóvenes con una facilidad innata para el ligue, como Dustin, pierden la virginidad a una edad temprana y, consecuentemente, nunca sufren esa sensación de urgencia, curiosidad o intimidación durante los años críticos de la pubertad. Por el contrario, aquellos que aprendemos más lentamente —como yo y como la mayoría de los miembros de la Comunidad— no tuvimos la suerte de tener novia, ni siquiera una cita aislada, durante los años del instituto. Así que nos pasamos años sintiéndonos intimidados y alienados por las mujeres, que son quienes tienen en su poder la clave para liberarnos del estigma que arruina nuestras vidas: nuestra virginidad.
Steve P. encaja perfectamente en esa teoría. Se había iniciado en el sexo en primaria, cuando una niña unos años mayor que él le había ofrecido chupársela, a lo que él había respondido tirándole una piedra. Pero, al final, ella había conseguido convencerlo y esa experiencia había sido el principio de una obsesión por el sexo oral que le duraba hasta ahora. A los diecisiete años, un primo lo había contratado para que trabajara en la cocina de un internado de chicas. En este caso fue él quien practicó el sexo oral con una chica. Lo ocurrido no tardó en saberse, y Steve se convirtió en la mascota sexual del colegio. Pero, además de darles placer, Steve también las hacía sentirse culpables. Y la necesidad de las chicas de confesar sus pecados acabó por hacer que lo despidieran.
Más tarde dedicó una época de su vida a viajar con una pandilla de moteros, a lo que abandonó tras disparar accidentalmente a un hombre en los testículos. Ahora dedicaba su vida a una mezcla de sexualidad y espiritualidad ideada por él mismo. Y, por crudo que pudiera ser su lenguaje, en el fondo Steve era un chico de buen corazón. Y yo me fiaba de él.
Por la noche, cuando sus hijos ya se habían acostado, Steve me enseñaba la magia que había aprendido de chamanes cuyos nombres había jurado no pronunciar nunca. El primer fin de semana que me quedé en su casa me enseñó a buscar el alma de una mujer mirando fijamente su ojo derecho con mi ojo derecho mientras respirábamos al unísono.
—Una vez que hayáis compartido esa experiencia, el lazo que os unirá será mucho mas fuerte —me advirtió; a menudo, Steve dedicaba más tiempo a las advertencias y a las palabras de precaución que a las lecciones en sí—. Al mirar en su alma te conviertes en su anamchara, que en gaélico significa «amigo del alma».
El segundo fin de semana aprendí cómo debía comportarme en un trío; trucos como darle una mandarina seca a una mujer para que la chupe eróticamente mientras otra mujer la chupa a ella. El tercer fin de semana me enseño a mover la energía de su abdomen con las manos. Y el cuarto fin de semana me enseñó a retener la energía orgásmica, de tal manera que una mujer consigue sumar un orgasmo retenido a otro y a otro, hasta que, en palabras de Steve P., «acaba temblando como un perro al cagar un hueso de melocotón». Finalmente, compartió conmigo lo que él consideraba su principal habilidad: la manera de conducir a cualquier mujer, a través de las palabras y el tacto, a un orgasmo tan poderoso que la deja «más mojada que las cataratas del Niágara».
Había accedido al círculo interior, y los poderes que me ofrecía Steve P. me convertirían en un superhombre.
Así que me dejé llevar por aquel tornado. No llamaba a mis amigos. No llamaba a mi familia. Rechazaba todos los encargos periodísticos que me ofrecían.
Vivía en una realidad alternativa.
—Le he dicho a Rasputín que me gustaría que te convirtieras en uno de nuestros adiestradores —me dijo Steve P. una noche.
Pero yo no podía aceptar esa oferta. El mundo de la seducción era un palacio con muchas puertas, y si entraba por una de ellas, por tentadores que fuesen los tesoros que aguardaran dentro, estaría cerrando las demás.