CAPÍTULO 5
Me puse una americana blanca sobre una camiseta negra en la que podía programarse un mensaje cuyas letras se desplazaban por una finísima pantalla de LCD. Yo había escrito: «Mátame». Hacía al menos un mes que no salía a sargear y quería recibir toda la atención posible. Como no creía que Courtney se presentara en Forbidden City, Herbal me acompañó para hacer de ala.
Hacía poco que habíamos volado juntos a Houston para recoger la nueva limusina de Proyecto Hollywtod, un Cadillac de 1998 con capacidad para diez pasajeros que Herbal había encontrado en eBay. Cegado por el éxito de dicha compra, Herbal también había dado una señal para comprar un ualabi en una página web dedicada a animales exóticos. De camino a la fiesta discutimos sobre las facetas prácticas y humanitarias de tener un marsupial encerrado en una casa.
—Son unas mascotas fenomenales —insistía él—. Son como canguros adiestrados. Duermen contigo, se bañan contigo y puedes sacarlos a pasear cogidos de la cola.
Lo último que necesitábamos en Proyecto Hollywood era un ualabi. Lo único bueno de dicha compra fue que nos proporcionó una magnífica frase de entrada. Al llegar a la discoteca les preguntamos a todas las chicas con las que nos cruzamos qué les parecía tener un ualabi como mascota. Entre nuestra nueva técnica y mi camiseta, a la media hora estábamos literalmente rodeados de mujeres. Era agradable volver a ejercitar nuestras habilidades. Habíamos estado tan absortos en el día a día de la mansión que habíamos olvidado la razón por la que habíamos creado Proyecto Hollywood.
Mientras una chica alta de hombros caídos que decía ser modelo me manoseaba la camiseta, divisé una melena de pelo rubio teñido entre la multitud. Aunque estaba en el otro extremo de la sala, aquella chica relucía con luz propia. Tenía la mandíbula marcada y el rostro cincelado. Su mirada brillaba bajo un caparazón de sombra de ojos de un profundo color azul. Era Lisa, la guitarrista de Courtney. A su lado, todas las aspirantes a modelo y a actriz con las que había estado hablando parecían insignificantes. Ninguna podía competir con su estilo ni con su porte.
Fui a su encuentro.
—¿Y Courtney? —le pregunté.
—Estaba tardando tanto en arreglarse que me he venido sin ella.
—Siempre he admirado a las mujeres a las que no les asusta ir solas a una fiesta.
—Yo soy la fiesta —dijo ella sin parpadear siquiera. Tampoco sonrió. Creo que lo decía en serio.
Lisa y yo pasamos toda la noche juntos. Toda la fiesta parecía girar en torno a nosotros, como si, entre los dos, ejerciésemos algún tipo de atracción gravitatoria. Sin duda éramos la pareja más llamativa de la discoteca. Los asientos de nuestro alrededor se llenaron con modelos, actores, famosos de reality shows y Dennis Rodman. Cuando alguna de las mujeres con las que yo había sargeado al llegar se acercaba a flirtear, Lisa y yo le hacíamos un dibujo en el brazo con un bolígrafo o le ofrecíamos un chupito de Hypnotiq o le hacíamos un test de inteligencia que, por lo general, no superaba. Eso es lo que los MDLS llaman «crear tu propia realidad». Habíamos creado nuestra propia burbuja, donde éramos el rey y la reina, y las personas que nos rodeaban no eran más que objetos con los que jugar.
Mientras un grupo de paparazzi le hacía fotos a Dennis Rodman, yo miré a Lisa y, de repente, mi corazón despertó de su letargo y chocó contra mi pecho. Al acabar la fiesta, Lisa me rodeó con un brazo y me dijo:
—¿Me llevas a casa? Estoy demasiado borracha para conducir.
El corazón volvió a darme un vuelco en el pecho antes de sumirse en una acelerada arritmia. Puede que ella estuviera demasiado borracha, pero yo estaba demasiado nervioso como para conducir.
Sin esperar mi respuesta, me dio las llaves de su Mercedes. Yo llamé a Herbal y le di las llaves de mi coche.
—No me lo puedo creer —le dije—. Me ha pedido que la lleve a casa. Voy a cerrar.
Pero no cerré.
Conduje hasta la casa de Lisa. Reconocí aquel edificio; estaba justo enfrente del centro de salud mental al que había llevado a Mystery. Al entrar, Lisa fue directa al baño. Yo me tumbé en su cama e intenté aparentar tranquilidad.
Al salir del baño, Lisa me miró fijamente y, con un tono de voz que no dejaba el menor lugar a la interpretación, me dijo:
—Ni lo sueñes. No voy a acostarme contigo.
¡Maldita sea! Soy Style. Tienes que quererme. Soy un GDLS.
Lisa se cambió y fuimos a la mansión a ver si encontrábamos a Courtney. Todo lo que encontramos, sin embargo, fue a Tyler Durden en el salón, enseñándoles a diez hombres un ejercicio que consistía en correr alrededor de los sofás, gritando y chocando las manos unos con otros. Últimamente, Tyler había estado experimentando distintas técnicas para conseguir animar a sus alumnos mediante el ejercicio antes de salir a sargear. Tyler sostenía que, los ayudara o no en el campo del sargeo, la adrenalina y la camaradería les hacía disfrutar y, como consecuencia, hacían valoraciones positivas de la VDS en los foros de Internet. Y eso era importante, teniendo en cuenta que cada vez había más competencia en la industria de la seducción.
Courtney había vuelto a desaparecer. Puede que hubiera hablado en serio la noche anterior y que hubiera salido en busca de ayuda, o puede que se estuviera metiendo en más problemas.
Llevé a Lisa a mi habitación, encendí unas velas, puse un CD de Cesária Évora y fui al vestidor.
—Vamos a divertirnos un poco —le dije al tiempo que sacaba una bolsa de basura llena de viejos disfraces de Halloween: máscaras, pelucas, sombreros… Nos los probamos todos y nos hicimos fotos con mi cámara digital. Iba a intentar la técnica de la cámara.
Nos hicimos una foto sonriendo y una con gesto serio. Para la tercera fotografía, la foto romántica, nos miramos fijamente. Sus ojos estaban tan llenos de felicidad… Tras aquel caparazón de dureza se escondía una mujer tierna y vulnerable.
Sin dejar de mirarla a los ojos, me aproximé para el beso, manteniendo la cámara levantada para capturar el momento.
—Ni lo sueñes —gritó ella.
Sus palabras me quemaron la cara, como si fueran café hiriendo. No había ninguna chica a la que yo no pudiera besar a la media hora de haberla conocido. ¿Qué me pasaba entonces con Lisa?
Elegí la técnica de crear hielo y volví a intentarlo. Nada.
Ésos son los momentos en los que, como MDLS, empiezas a cuestionarte todo lo que has hecho hasta ahora. Comienza a preocuparte que puedan verte como realmente eres, que vean a la persona que existía antes de que te inventaras un apodo absurdo, la persona que escribía poemas sobre situaciones como ésas cuando estaba en el colegio.
Tenía que seguir luchando.
Realicé una apasionada interpretación de la técnica evolucionada de cambio de fase. Si me hubiera visto algún MDLS, estaría aplaudiendo con entusiasmo. —No voy a besarte —dijo ella.
Pero yo no había acabado. Le conté la más hermosa historia de amor jamás escrita: Al ver a la chica perfecta una hermosa mañana de abril, de Haruki Murakami. Trata de un hombre y una mujer que son almas gemelas. Pero dudan durante un instante de su lazo emocional y, al hacerlo, se pierden el uno al otro para siempre.
Lisa se mantuvo fría como el hielo.
Probé con otra técnica de crear hielo; esta vez más radical. Apagué las velas, quité la música, encendí las luces y el ordenador y me senté a mirar mis correos electrónicos.
Ella se metió en la cama, se hizo un ovillo debajo de la sábana y se quedó dormida.
Finalmente, me uní a ella y dormimos en lados opuestos de la cama.
Todavía me quedaba un truco en la manga: hacerme el cavernícola. Por la mañana, sin decir una palabra, comencé a masajearle la pierna, subiendo lentamente hacia el muslo. Si al menos conseguía excitarla físicamente, acallaría su razón y ella se dejaría llevar.
No es que sólo quisiera acostarme con ella. Pasara lo que pasase, quería volver a verla. Y por eso quería dejar atrás lo antes posible todo el tema del sexo, para que pudiéramos estar juntos sin sentirnos incómodos. Así, ella ya no tendría que ocultarme nada; y yo tampoco estaría intentando obtener algo de ella. Siempre odié la idea de que el sexo fuese algo que la mujer da y el hombre quita. Debería ser algo compartido.
Pero Lisa no quería compartir. Cuando empecé a masajearle el culo, su voz rompió el aire, afilada como la alarma de un despertador. —¿Qué te crees que haces?
Me apartó la mano de un golpe.
Lisa y yo desayunamos juntos. Y también comimos y cenamos juntos.
Hablamos de Courtney y de los MDLS y de mi trabajo como escritor y de su música y de nuestras vidas y de todo tipo de cosas que ahora no recuerdo pero que debieron de ser fascinantes porque el día se pasó en un abrir y cerrar de ojos. Lisa tenía la misma edad que yo; le gustaban los mismos grupos de música que a mí; decía algo inteligente cada vez que abría la boca; se reía con mis chistes cuando tenían gracia, y se reía de ellos cuando no la tenían.
Y pasamos otra noche juntos. Y tampoco ocurrió nada.
A la mañana siguiente, después de desayunar, la observé marcharse desde la entrada. Ella se subió a su Mercedes descapotable, bajó la capota y empezó a alejarse. Yo me di la vuelta para entrar en la mansión. No quería mirar atrás. No quería darle más IDI.
—Ven —me gritó ella desde el coche.
Yo negué con la cabeza. Lisa me estaba arruinando mi salida de escena.
—No, en serio. Ven. Es importante.
Yo suspiré y me acerqué a su coche.
—Lo siento —dijo—. No te enfades, pero creo que he aballado vuestra limusina.
Me quedé helado. Era nuestra última adquisición, además de la más cara.
—No, es broma —dijo ella—. Te estaba tomando el pelo. —Agitó la mano en señal de despedida, aceleró a fondo y me dejó ahí, de pie, entre una nube de polvo. Yo me fijé en su melena rubia, mientras el coche giraba en Sunset con los Clash sonando a todo volumen.
De nuevo, era ella quien me había conquistado a mí.