CAPÍTULO 9

Cuatro días después, el sábado por la tarde, mientras veía los vídeos que me había dejado Grimble, él me llamó con buenas noticias. Había quedado con su ala, Twotimer, y con Ross Jeffries en el California Pizza Kitchen. Después iban a ir al museo Getty, y yo estaba invitado a acompañarlos.

Llegué quince minutos antes de la hora, elegí un reservado y estuve leyendo unos mensajes que había bajado de un foro de Internet. Twotimer llevaba tanta gomina que su pelo tenía la textura de una enredadera de regaliz, y llevaba una chaqueta negra de cuero que, junto a la gomina, le daba el aspecto de una serpiente. Su cara, redonda en infantil, lo hacía parecer un clon de Grimble al que alguien había inflado con una bomba de bicicleta.

Me levanté al verlos llegar, pero Ross Jeffries me interrumpió antes de que pudiera presentarme; desde luego, no era la persona más educada que había conocido. Llevaba un abrigo largo de lana que flotaba libremente alrededor de sus piernas al andar. Era delgado y desgarbado. Tenía la piel grasa y una barba canosa de dos días. Su cabello, ralo, recordaba una fregona por sus cortos y descuidados mechones de color ceniza, y el gancho que tenía por nariz era tan pronunciado que le hubiera valido para colgar el abrigo.

—Dime, ¿qué has aprendido de Mystery? —me preguntó con una risita desdeñosa.

—Muchas cosas —le dije yo.

—¿Cómo qué?

—Bueno, para empezar, antes nunca sabía cuándo le gustaba a una chica.

Ahora sé que hay maneras de saberlo.

—¿Sí? ¿Cómo cuál?

—Como recibir tres indicadores de interés.

—¿Puedes decirme tres IDI?

—Que la chica te pregunte cómo te llamas.

—Sí, ése es uno.

—Cogerle la mano y que ella te la apriete.

—Dos.

—Y… La verdad es que ahora no se me ocurre otro.

—¡Lo ves! Entonces no debe de ser tan buen profesor, ¿no?

—Sí que lo es —protesté yo.

—Entonces, dime el tercer IDI.

—Ahora no me acuerdo. —Me sentía como un animal acorralado.

—Caso cerrado —dijo él.

Una camarera bajita y un poco regordeta con las uñas pintadas de azul y el cabello de un color castaño arenoso se acercó a la mesa. Ross la miró y me guiñó un ojo.

—Éstos son mis alumnos —le dijo a la camarera—. Yo soy su gurú.

—¿De verdad? —dijo ella con fingido interés.

—¿Me creerías si te dijera que enseño a la gente a usar el control mental para atraer a la persona que desean?

—¡Venga ya!

—Te aseguro que es verdad. Podría hacer que te enamorases de cualquiera de nosotros ahora mismo.

—¿Cómo? ¿Con control mental?

Aunque ella desconfiaba, era evidente que Ross había conseguido despertar su curiosidad.

—Déjame que te pregunte algo. ¿Cómo sabes cuándo alguien te gusta de verdad? O, dicho de otra manera, ¿qué señales recibes de ti misma, desde tu interior, diciéndote que… —y, en ese momento, bajó la voz, pronunciando cada palabra con extrema lentitud— ese… chico… realmente… te… atrae… mucho?

Después supe que el propósito de aquella pregunta era hacer que la camarera experimentase, en presencia de Ross, el deseo que va unido a la atracción, asociando así esa emoción con el rostro de Ross.

Ella permaneció unos instantes en silencio, pensando.

—Supongo que noto algo raro en el estómago, una especie de cosquillas.

Ross se llevó la mano al estómago, con la palma hacia arriba.

—Entiendo —dijo—. Y supongo que cuanto más te atraiga, más te subirán las cosquillas. —Lentamente fue subiendo la mano, hasta llegar a la altura del corazón—. Te subirán hasta hacerte sonrojar; como ahora mismo.

Twotimer se inclinó hacia mí.

—Eso es el anclaje —me susurró—. Consiste en asociar una emoción física, como el deseo sexual, a un gesto. Ahora, cada vez que Ross levante la mano, como acaba de hacerlo, ella se sentirá atraída hacia él.

Bastaron unos minutos más de hipnótico coqueteo para que la mirada de la camarera empezara a enturbiarse. Y Ross aprovechó la oportunidad par jugar de manera inmisericorde con ella. Subía y bajaba la mano, como si de un ascensor se tratara, desde el estómago hasta el corazón, sonriendo al ver cómo ella se sonrojaba una y otra vez. A esas alturas, la camarera había olvidado sus platos, que se balanceaban precariamente sobre su mano.

—¿Te sentiste atraída inmediatamente por tu novio? —le preguntó Ross al tiempo que hacía chasquear los dedos para liberarla de su trance—. ¿O tardó en surgir el deseo?

—Bueno, la verdad es que hemos cortado —dijo ella—. Pero sí, tardó en surgir. Al principio sólo éramos amigos.

—¿No te parece que es mejor sentir el deseo desde el primer momento? —Volvió a levantar la mano y la mirada de la camarera volvió a enturbiarse. Después Ross se señaló a sí mismo en lo que supuse que sería otro truco de PNL encaminado a hacerle pensar que él era el hombre que le hacía sentir ese deseo—. ¿Verdad que es increíble cuando ocurre eso?

—Sí —dijo ella, ignorando por completo al resto de los comensales.

—¿Qué le pasaba a tu novio?

—Es demasiado inmaduro.

Ross aprovechó la oportunidad.

—Deberías salir con hombres de más edad —sugirió.

—Yo estaba pensando lo mismo —repuso ella con una risita—. Debería salir con hombres como tú.

—Y seguro que, cuando te acercaste a la mesa, ni se te pasó por la cabeza que podrías sentirte atraída por mí.

—Desde luego que no —dijo ella—. No eres el tipo de hombre por el que suelo sentirme atraída.

Ross le propuso que se vieran otro día, fuera del trabajo, y ella le ofreció inmediatamente su número de teléfono. Aunque la técnica de Ross Jeffries no se pareciera en nada a la de Mystery, parecía funcionar igual de bien.

—Creo que el resto de tus comensales deben de estar impacientándose —dijo Ross con una sonora carcajada, al tiempo que volvía a levantar la mano—. Pero, antes de que te vayas, quiero proponerte una cosa. ¿Por qué no cogemos todas esas buenas sensaciones que tienes ahora y las metemos en este sobrecito de azúcar? —Cogió un sobre de azúcar y lo frotó contra su mano levantada—. Así te acompañarán todo el día.

Le ofreció el sobre de azúcar. Ella se lo guardó en el mandil y se alejó, roja como una remolacha.

—Lo que acabas de ver es un ejemplo de anclaje condimentado —me explicó Grimble—. Incluso cuando Ross se haya ido, el sobre de azúcar permitirá que la camarera reviva las emociones que ha experimentado con él.

Antes de salir del restaurante, Ross repitió exactamente la misma rutina con la encargada con idénticos resultados. Las dos mujeres tenían menos de treinta años; Ross ya hacía varios años que había cumplido los cuarenta. Yo estaba impresionado.

Nos apretamos en el Saab de Ross para ir al Getty.

—Todo lo que puedas conseguir de una mujer (atracción, deseo, fascinación) no es más que un proceso interno que tiene lugar entre su cuerpo y su mente —me explicó Ross mientras conducía—. Y lo único que necesitas para evocar ese proceso son las preguntas que le hagan profundizar en su cuerpo y en su mente, haciendo que ella experimente esa sensación de atracción o de deseo al contestar a tu pregunta.

Entonces, ella relacionará esas sensaciones contigo.

Twotimer, que estaba sentado a mi lado en el asiento de atrás, se volvió hacia mí y me observó en silencio.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó finalmente.

—Ha sido increíble —dije yo.

—No, ha sido malvado —me corrigió él, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa.

Cuando paramos delante del Getty, Twotimer se volvió hacia Ross.

—He cambiado el orden de algunos de los pasos de la secuencia del hombre de octubre —le dijo—. Me gustaría saber qué te parece.

—Te das cuenta de lo que acabas de hacer, ¿verdad? —le dijo Ross, al tiempo que lo señalaba con un dedo a la altura del pecho. Estaba realizando un nuevo anclaje, intentando asociar la noción de equivocación con el patrón prohibido—. Si no enseño ese patrón en los seminarios es por algo.

—¿Por qué? —preguntó Twotimer.

—Porque es como darle dinamita a un niño —contestó Ross.

Twotimer sonrió. Yo sabía exactamente lo que estaba pensando, pues, en mi mente, la palabra malvado ya estaba anclada a su sonrisa.

—Darwin habló de la supervivencia del más fuerte —me explicó Twotimer mientras recorríamos la colección de arte del siglo XX del museo—. Al principio, eso significaba que sólo sobrevivían los más fuertes. Pero la fuerza bruta ya no sirve en la sociedad actual. Las mujeres viven rodeadas de seductores que saben usar el tacto y las palabras para enardecer las zonas del cerebro femenino en las que residen sus fantasías. —Había algo mecánico y ensayado en su manera de hablar, en su manera de gesticular, en su manera de mirarme. Me sentía como si intentase chuparme el alma con la mirada—. Así que el concepto de la supervivencia del más fuerte es un anacronismo. Como jugadores que somos, estamos a las puertas de una nueva era: la era de la supervivencia del más sutil.

La idea me gustaba, aunque, desgraciadamente, yo era tan poco sutil como fuerte. Tenía por costumbre hablar demasiado rápido y con un tono de voz alto y entrecortado y mi lenguaje corporal era, cuando menos, poco fluido. En mi caso, iba a tener que trabajar mucho para lograr sobrevivir.

—Casanova era uno de los nuestros —continuó diciendo Twotimer—, pero nuestro estilo de vida es mejor.

—Supongo que, dada la moral de la época, sería más difícil seducir a una mujer en tiempos de Casanova —dije yo, intentando aportar algo a la conversación.

—Y, además, nosotros tenemos la técnica.

—¿Te refieres a la PNL?

—Si, pero no sólo a eso. Casanova estaba solo. —Twotimer sonrió mientras clavaba la mirada en mis ojos—. Nosotros nos tenemos los unos a los otros.

Caminamos por distintas salas del museo, observando a la gente que, a su vez, observaba los cuadros. Grimble y Twotimer abordaron a varias mujeres, pero yo estaba demasiado asustado como para intentar una aproximación delante de Ross; hubiera sido algo parecido a intentar tocar el violoncelo delante de Yo-Yo Ma. Me asustaba la posibilidad de que criticara todo lo que hacía o que le molestase que no me apoyara lo suficiente en su técnica. Aunque, pensándolo bien, estaba delante de un hombre que, para que sus alumnos vencieran el miedo a aproximarse a una mujer, les aconsejaba que se acercasen a cualquiera al azar y le dijeran: «Hola, soy Manny el Marciano. ¿Cuál es tu sabor favorito de bola de bolos?». Así que tampoco parecía lógico preocuparse demasiado por la posibilidad de quedar como un imbécil delante de él. De hecho, Ross se especializaba en crear imbéciles.

Ross salió del museo con tres números de teléfono, Twotimer y Grimble con dos cada uno, y yo con las manos vacías.

En el tren que bajaba al aparcamiento del museo, Ross se sentó a mi lado.

—Escucha —me dijo—. Voy a dar un seminario dentro de un par de meses.

Quiero que vengas. Puedes hacerlo sin pagar.

—Gracias —le dije yo.

—Quiero que sepas que voy a ser tu gurú. Yo, no Mystery. Ya verás cómo mis enseñanzas son cien veces más eficaces que las de Mystery.

Yo no sabía qué decir. ¿Mystery y Ross peleándose por un TTF como yo?

—Una cosa más —añadió Ross—. A cambio, quiero que me lleves a cinco… No, a seis fiestas de Hollywood con tías supermacizas. Necesito ampliar mis horizontes —s onrió durante unos instantes en silencio—. Entonces, ¿Trato hecho? —me preguntó mientras se acariciaba la barbilla con el dedo pulgar. No me cabía ninguna duda: Ross me estaba realizando un anclaje.

El método
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