CAPÍTULO 8
El último día de la cumbre, Mystery tomó una decisión: iba a subir el precio de sus talleres de seiscientos a mil quinientos dólares. Quería que Papa cambiara la página web para que reflejase las nuevas tarifas.
—Pero eso no tiene sentido —protestó Papa—. El mercado no admitiría un aumento tan grande.
Papa ya no salía casi nunca. En vez de sargear, se pasaba las noches trabajando en la página web de la Verdadera Dinámica Social y en el programa asociado de Internet. Desde que nos habíamos instalado en Proyecto Hollywood, tan sólo lo habíamos visto una vez con una chica.
—Es mi método —dijo Mystery—. La gente pagará ese precio por él. Lo tengo todo controlado.
—No es práctico —dijo Papa mirándolo al pecho. A Papa no le gustaban las confrontaciones.
—¡No me lo puedo creer!
Mystery atravesó el salón, donde Extramask estaba haciendo una presentación. Extramask había llegado a Los Ángeles una semana antes y estaba durmiendo en algún lugar de la mansión, aunque no se sabía exactamente dónde, pues a Papa se le habían acabado los vestidores en los que amontonar a la gente. Yo apenas había hablado con él desde que había llegado. Siempre estaba ocupado: o estaba en la habitación de Papa o estaba trabajando para la VDS o haciendo de alaen los talleres de Tyler o levantando pesas.
Lo observé durante unos instantes. Tenía el cuerpo más musculoso. Llevaba una camiseta rota y una corbata con el nudo suelto. Les estaba contando a los alumnos que él no había perdido la virginidad —ni siquiera había cogido a una chica de la mano— hasta los veintiséis años. Ese discurso se había convertido en un recurso muy efectista, en una parte fundamental de su rutina con los chicos. Porque ahora Extramask también se había convertido en un gurú. Y, durante el proceso, había perdido la inocencia que tenía cuando lo conocimos.
—Este teléfono móvil puede ser muy útil —dijo al tiempo que lo levantaba en alto—. Y eso que ni siquiera funciona. Pero puedo hacer como si estuviera hablando por él, como si estuviera manteniendo una conversación muy importante, y eso resulta muy útil cuando estás en una discoteca y no sabes qué hacer. No hay mejor alaque un teléfono móvil.
Extramask tenía buena presencia en el escenario y un sentido del humor algo excéntrico. Me habría gustado que hubiese pasado más tiempo trabajando en su carrera de actor cómico y menos en talleres de seducción. Pues, al contrario que Mystery o que Tyler, Extramask no había nacido para eso.
Seguí a Mystery hasta la cocina. Él me esperaba apoyado contra la encimera.
—Papa ha estado ofreciendo talleres a mis espaldas —resopló—. El fin de semana pasado lo vieron en las Highlands con seis tíos.
Yo me senté en la encimera, de tal manera que nuestros rostros quedaron a la misma altura.
—Y eso no es todo —me dijo.
Pensé que iba a seguir quejándose de Papa, pero de quien realmente quería hablar Mystery era de Patricia. Llevaba algún tiempo saliendo con un musculoso afroamericano que había conocido en el club de striptease y ahora se había quedado embarazada. Aunque no pensaba casarse, había decidido tener el niño. Al parecer, su reloj biológico así se lo pedía.
—Estoy intentando ver las cosas de forma objetiva —dijo Mystery al tiempo que se sentaba a horcajadas en una silla de la cocina—. No estoy enfadado, pero sí dolido. Me gustaría matarlos; a él y al bebé.
Entre las lecturas obligadas para cualquier MDLS había varios libros sobre la teoría de la evolución: The Red Queen, de Matt Ridley, El gen egoísta, de Richard Dawkins, y Batallas en la cama, de Robin Baker. Al leerlos entiendes por qué a las mujeres suelen gustarles los tíos más insoportables, por qué los hombres quieren acostarse con tantas mujeres, y por qué hay tantos maridos infieles. Y, al mismo tiempo, entiendes que esos impulsos violentos que la mayoría de nosotros intentamos reprimir son absolutamente normales y naturales. En el caso de Mystery, que era darwinista por naturaleza, esos libros aportaban una justificación de tipo intelectual a sus sentimientos antisociales y a su deseo de hacerle daño al macho que se había apareado con su chica. Tyler entró en la cocina y vio a Mystery lamentándose de su suerte.
—¿Sabes lo que deberías hacer? —le dijo—. Deberías salir a sargear.
Ése era el remedio para todo de Tyler Durden. Y realmente creía en él. Sargear curaba todos los problemas: depresión, animosidad, colitis, piojos… Mientras nosotros nos habíamos mudado a la mansión para crear un estilo de vida, para Tyler sólo había una manera de vivir: sargeando. Nunca tenía una cita. En vez de eso, iba con chicas a las discotecas de Sunset Boulevard, donde, por lo general, solía dejarlas tiradas para Sargear con otras.
—Tienes que salir más —insistió Tyler—. Sal con Style esta noche. Vosotros juntos sois realmente buenos. Seguro que encuentras a una TB con la que olvidar a Patricia.
En ese momento aparecieron los hermanos vírgenes con su hermana Min y un MDLS con la cabeza afeitada. Yo tenía la sensación de que, estuviera donde estuviese, siempre acababa rodeado de algún grupo de TTF en busca de consejos.
—Tu presentación ha sido la mejor del día —me dijo el MDLS calvo—. Tu comportamiento con esas chicas ha sido elegante y caballeroso. Veros en el escenario ha sido como ver un baile con una hermosa coreografía.
—Gracias —le dije yo—. ¿Cómo te llamas?
—Stylechild[1].
Por primera vez en mucho tiempo, no supe qué decir.
—Elegí el nombre en honor a ti.
Mientras Stylechild me contaba que nunca había tenido suerte en la vida hasta que había encontrado la Comunidad y mis posts, Min me observaba con mirada traviesa. Aun así, decidí no Sargear con ella, pues eso era lo que hacían todos los demás tíos que estaban en la mansión. Aparte de las chicas que me habían ayudado en mi presentación, Min era la única que había estado en la mansión durante el fin de semana.
Pero, esa noche, en el Saddle Ranch, Min seguía sin quitarme la vista de encima. Tenía que decirle algo; pero no podía ser nada que ella hubiera leído en Internet o les hubiera oído contar a sus hermanos.
—Me voy a apuntar al toro mecánico —le dije finalmente—. ¿Me acompañas?
Y no era una frase vacía. Todavía tenía una cuenta pendiente con ese aparato. En muchos aspectos, montar el toro mecánico era como sargear. Tenía once niveles, que iban desde ridículamente fácil hasta diabólicamente difícil. Y, desde que lo había visto por primera vez, me había dicho a mí mismo que algún día superaría el último nivel, el mítico once. Hasta ahora, sólo había conseguido llegar hasta el diez.
Era una ambición completamente absurda y sin la menor utilidad. Pero si sientas a un hombre delante de un aparato con un mecanismo intrigante y le dices que tiene un sistema de puntuación con el que competir, lo más probable es que acabe obsesionado con dicho artilugio. De ahí la popularidad de los videojuegos, de las artes marciales, de Dragones y Mazmorras y de la Comunidad de la seducción.
Le pedí al encargado que pusiera el toro mecánico en el nivel once, le di una propina de cinco dólares para asegurarme de que me trataba con compasión y me monté. Por suerte, llevaba puestos unos pantalones de cuero, que ayudan a sujetarse a los costados. Recuerdo que la primera vez que monté, al día siguiente desperté con los muslos tan amoratados que casi no podía andar. Fue entonces cuando comprendí cómo debe de sentirse una mujer después de acostarse con un tipo de ciento treinta kilos.
Apoyé la entrepierna contra la parte delantera de la silla de montar, apreté las piernas contra los costados del toro y levanté una mano para indicar que estaba listo. La máquina cobró vida un instante después, vibrando con tanta fuerza que el mundo se tornó borroso a mi alrededor. Tenía la sensación de que el cerebro se me iba a salir de la cabeza. Mis caderas subían y bajaban más de prisa que los engranajes de un motor. Mis piernas perdieron el contacto con los costados del toro y empecé a golpearme los huevos, una y otra vez, contra el asidero de la silla. Pero, cuando estaba a punto de caer hacia un lado, el toro se detuvo. Había aguantado los siete segundos.
Al principio estaba eufórico. Me sentía como si hubiera logrado algo importante, aunque, desde luego, eso no iba a cambiarme la vida. Empecé a preguntarme por qué me habría obsesionado tanto con aquel aparato y, apenas unos minutos después, empecé a sentir los típicos remordimientos del comprador compulsivo.
Min me dijo que estaba cansada y me pidió que la acompañara a la mansión.
Yo capté el mensaje.
Mientras caminábamos, ella me cogió del brazo y me habló de sus hermanos y de cuánto les costaba aprender a sargear.
—Son muy protectores y se enfadan conmigo cuando salgo con algún chico —me dijo—. Pero yo creo que lo que les pasa es que están celosos porque ellos nunca tienen citas.
Al llegar a Proyecto Hollywood la llevé al jacuzzi.
—Mi último novio era un encanto —continuó diciendo—. Hacía todo lo que le pedía. Pero a mí me ponía nerviosa, y cuando empecé a entrar en los foros de la Comunidad, me di cuenta de por qué no me sentía atraída por ninguno de los chicos del colegio. ¡Son tan aburridos! No tienen ni idea de lo que es hacerse el chulo-gracioso.
Me quité toda la ropa excepto los calzoncillos y me metí en el agua caliente, que fue como un bálsamo para mi cuerpo dolorido. Ella se unió a mí en sujetador y bragas. Era delgada y delicada, como una marioneta. La cogí de las manos y la atraje hacia mí. Ella se sentó encima de mí y me rodeó el cuerpo con las piernas. Empezamos a besarnos. Yo le quité el sujetador. Después la llevé en brazos, desnuda y empapada, hasta mi dormitorio, me puse un condón y la penetré lentamente. No tuve que enfrentarme a ninguna resistencia de última hora. Con su admiración hacia mí, sus hermanos la habían conducido directamente hasta mis brazos.
Min fue la primera fan con la que me acosté, pero no la última. La Comunidad se nos estaba escapando de las manos. Con tantos negocios de seducción compitiendo en Internet, la Comunidad estaba creciendo de forma exponencial; especialmente en el sur de California, donde el Sunset Strip se estaba transformando delante de nuestros ojos.
Ninguna mujer estaba a salvo. Talleres de hasta quince alumnos recorrían las calles como si fueran pandillas de barrio. Había grupos de antiguos alumnos en Standard, en Dublin’s, en Saddle Ranch, en Miyagi’s… A las dos de la madrugada, cuando cerraban los locales, los MDLS invadían Mel’s, sentándose a cualquier mesa en la que hubiera una mujer. Y, todas las noches, traían a docenas de chicas a la mansión.
Y todo con mis frases de entrada y mis técnicas. Fuera a donde fuese, encontraba sus cabezas rapadas, sus diabólicas perillas, sus zapatos, exactamente iguales que los que yo me había comprado una semana antes en el Beverly Center. Había mini-yos por todas partes. Y no podía hacer nada por evitarlo.