CAPÍTULO 11
—No puedo decirles a los alumnos que vas a cancelar el taller.
Mystery y Papa volvían a discutir.
—Has apuntado a demasiados estudiantes —repuso Mystery al tiempo que levantaba los brazos con exasperación—. Con tantos alumnos, ya no es divertido. Y, además, no es justo para ellos.
—Y tú quieres hacernos quedar mal —dijo Papa con frustración.
—Pues si no te parece bien, puedes quitar mi nombre de tu página web —gritó Mystery—. Se acabó. No quiero saber nada más de tu VDS.
La de Mystery y Papa era una sociedad que había estado condenada al fracaso desde el inicio.
Al día siguiente Herbal se ofreció a ser el nuevo socio de Mystery. Era como si hubiera estado agazapado todo ese tiempo, esperando el momento adecuado para introducirse en el negocio de la seducción. Desde que había llegado a la mansión no había estado con ninguna otra chica, excepto con Sima, una ex MRE de Mystery que se había mudado de Toronto a Los Ángeles. Al poco tiempo de llegar, cuando Mystery y Sima empezaron a ponerse mutuamente nerviosos, ella empezó a mandarle IDI a Herbal. En vez de enfadarse, Mystery se sentó con Herbal y le explicó todo lo que tenía que hacer para seducirla. Sima y Herbal cerraron esa misma noche y, desde entonces, la amistad entre Herbal y Mystery pareció fortalecerse. Y, aun así, ninguno de los dos parecía darse cuenta de algo que todos los demás sí habíamos advertido: habían sentado un peligroso precedente.
Cuando Herbal y Mystery empezaron a trabajar juntos, la mansión se convirtió a todos los efectos en dos casas. Estaba la Verdadera Dinámica Social, atrincherada en la habitación de Papa, y estaba el Método de Mystery, que disponía del resto de la casa.
Yo debía de ser la única persona que vivía en la mansión que no estaba en la nómina de ninguno de los dos. Aunque eso no evitó que Papa me hiciera los mismos desaires que a Mystery y a Herbal; a sus ojos, yo era culpable por asociación. Si me cruzaba por casualidad con él en el jardín, Papa se limitaba a reconocer mi presencia con un rápido saludo, sin detenerse ni mirarme a la cara.
No es que estuviera enfadado. Sencillamente se movía como un robot social en un mundo cuyos parámetros no me incluían a mí. Pero lo interesante de Papa era que, por lo general, los robots no se autoprogramaban.
Mientras tanto, cada una de las reglas que habíamos acordado durante la reunión inicial de inquilinos —aprobar a los huéspedes, dar un porcentaje del dinero ganado en los seminarios al fondo de la mansión, no sargear con la chica de otro MDLS— habían sido rotas e ignoradas. No sabíamos a cuántos alumnos y MDLS amontonaba Papa en su cuarto. Los oíamos corretear por la casa.
Sus últimos dos reclutas eran dos chicos que parecían versiones más jóvenes del propio Papa. Nadie sabía cómo se llamaban. Nos referíamos a ellos sencillamente como los mini-Papas.
Los mini-Papas me trataban con la misma frialdad que Papa, sólo que con ellos me encontraba continuamente. Observaban todos mis movimientos, como si alguien les hubiera ordenado que lo hicieran. A veces me los encontraba cenando con Tyler en Mel’s. Al acercarme, los oía hablar de mí.
—Reposiciona el cuerpo para dirigir la conversación en su dirección.
—Se aleja para que se le eche en falta.
—Cuando alguien cuenta un chiste, él lo exagera para quedarse con la gloria.
—Si alguien le pide que le haga una demostración, él responde que lo hará en el campo del sargeo. Así, quien se lo ha pedido valorará más su actuación.
No me criticaban. Me imitaban. Y, aun así, nunca compartíamos un rato como amigos. Lo único que hacían ellos era escuchar, aprender y tomar apuntes. Resultaba deshumanizante. Aunque eso no debería haberme extrañado, teniendo en cuenta que en la mansión no había nadie que pareciese enteramente humano.
Tenía que salir de allí.
Afortunadamente, la revista Rolling Stone quería que me enfrentara a otro hueso duro de roer. Se llamaba Courtney Love.
En este caso estaba previsto que la entrevista durase una hora y tuviera lugar en los estudios de Virgin Records en Nueva York. Por aquel entonces, Courtney estaba en la cima de su infamia. Esa semana había enseñado los pechos en el programa de televisión de David Letterman; había aparecido en la primera página del New York Post con una de sus glándulas mamarias en la boca de un desconocido, y había sido arrestada por haber golpeado (presuntamente) a uno de sus fans en la cabeza con el pie del micrófono durante uno de sus conciertos. Además, tenía pendiente un juicio por consumo de estupefacientes y acababa de perder la custodia de su hija. La entrevista para la revista Rolling Stone era la primera que concedía desde que se había metido en aquella espiral descendente.
Courtney llevaba un vestido negro con un fajín que le ceñía elegantemente la cintura. Llevaba los labios pintados de rojo. Teniendo en cuenta todos los titulares que había publicado sobre ella la prensa sensacionalista, Courtney tenía buen aspecto: pálida, delgada, escultural… Sin embargo, el lápiz de labios no tardó en correrse y el fajín se le soltó, colgando del vestido como si de una cola se tratase. Parecía una metáfora de su vida.
—Si estáis esperando a que me muera, me temo que vais a esperar mucho —empezó diciendo. Yo era la prensa, el enemigo—. Mi abuela no murió hasta los ciento dos.
Eso es lo que los MDLS llaman un escudo. No es que Courtney Love tuviera algo personal contra mí; tan sólo era un mecanismo de defensa. Yo decidí no darle importancia. Lo que tenía que hacer era demostrarle que yo también era humano, que no era una sanguijuela en busca de una noticia.
—Todavía tengo pesadillas con mi abuela —le dije—. Habíamos quedado en ir juntos al Art Institute de Chicago. Pero no fui; preferí quedarme durmiendo hasta tarde. Nunca volví a verla.
Hablamos un poco sobre nuestras familias. A Courtney no le gustaba mucho la suya.
Hasta que encontré el punto de enganche. Entonces, Courtney me miró y las paredes se desplomaron a su alrededor. Su rostro se oscureció, los músculos de su mandíbula se tensaron y las lágrimas empezaron a fluir de sus ojos.
—Necesito que alguien me salve —dijo entre sollozos—. Tienes que salvarme.
Ahora sí que habíamos conectado.
Al cabo de una hora, Courtney me pidió mi número de teléfono y me dijo que me llamaría por la noche para continuar la entrevista. Yo me sentí aliviado, pues una conversación de una hora en la oficina de una discográfica no da para escribir un gran artículo. Tom Cruise al menos me había llevado a montar en moto y me había enseñado la iglesia de la cienciología.
Esa noche fui a Soho House, un club privado del distrito de los mataderos de Manhattan, con unos amigos de la universidad. No nos habíamos visto desde que yo me había unido a la Comunidad. Se pasaron media hora hablando de lo introvertido que era yo antes. Después empezaron a hablar de trabajo y de cine. Aunque intenté participar en la conversación, no conseguía enfocar las palabras; flotaban hasta mis oídos y se acumulaban ahí, como la cera. Yo ya no encajaba entre ellos.
Afortunadamente, una amazona con muslos como troncos y unos impresionantes pechos operados se acercó a nuestra mesa. Debía de medir treinta centímetros más que yo y había tomado varias copas de más.
—¿Habéis visto a una chica con un sombrero vaquero negro? —nos preguntó con un marcado acento alemán.
—Siéntate con nosotros —le dije—. Somos más divertidos que tu amiga.
Era una frase de David DeAngelo. Y funcionaba. Mis amigos me miraron con incredulidad mientras ella se sentaba con nosotros y nos pedía un cigarrillo.
Me pasé el resto de la noche hablando con la amazona. Cada cierto tiempo, ella me arrastraba hasta el cuarto de baño, donde yo la observaba esnifar cocaína como una aspiradora humana.
—¿Ves «Sexo en Nueva York»? —me preguntó la tercera vez que fuimos al baño.
—A veces —le contesté yo.
—Acabo de comprarme una perla —declaró con orgullo teutónico.
—Qué bien —dije yo, aunque no tenía ni idea de lo que era una perla.
—Me encanta —dijo ella—. Con esas pequeñas cuentas.
—Ah, las cuentas. Sí, son fantásticas.
Aunque estaba completamente perdido, disfrutaba oyéndola hablar. Me gustaba el contraste que ofrecía la dureza de su acento y la suavidad de sus esponjosos labios. Puede que estuviera hablando de juguetes anales de cuentas. Bien por ella.
Al salir del baño me detuve y me apoyé contra la pared del pasillo.
—¿Cómo dirías que besas, en una escala del uno al diez?
—Soy un diez —afirmó ella—. Beso suave, lenta y jugueteramente. Odio a la gente que te mete la lengua hasta las amígdalas.
—Te entiendo perfectamente. Yo tuve una novia que besaba así. Era como aparearse con una vaca.
—Y también hago unas mamadas espectaculares —aseguró.
—Es digno de respeto —contesté yo.
Había tardado meses en encontrar esa respuesta. A algunas mujeres les gusta hacer comentarios extremadamente atrevidos al conocer a un hombre. Es un test de eliminación. Si el hombre se siente incómodo al oírlos, suspende. Pero si muerde el anzuelo y responde con demasiada excitación, también suspende. Yo descubrí la solución observando al personaje de la televisión inglesa Ali G: mírala a los ojos, asiente y, con la insinuación de una sonrisa en los labios y un «tono pedante», di: «Es digno de respeto». A esas alturas, yo tenía una respuesta prácticamente para cualquier desafío que pudiera lanzarme una mujer. Pero esa situación no suponía ningún desafío; todo lo que tenía que hacer yo era no equivocarme.
Guardé silencio, haciendo lo que los MDLS llaman observación triangular: miras al objetivo primero al ojo izquierdo, después al ojo derecho y, por último, a los labios, creando así una sugestiva tensión sexual.
Ella se lanzó sobre mí y me metió la lengua hasta las amígdalas, como una vaca. Después se apartó.
—Tanto hablar de besos me ha excitado —dijo.
—Vamonos de aquí —le dije yo, al tiempo que me despegaba de la pared.
Bajamos en el ascensor y paramos un taxi. Ella dio una dirección del East Village. Al parecer, íbamos a su casa.
En el taxi, se sentó a horcajadas sobre mí y se sacó un pesado pecho de la camiseta. Supuse que querría que se lo chupase.
Al llegar a su casa, subimos a su apartamento. Ella encendió una lámpara que bañó la habitación con una suave luz marrón y puso Goats Head Soup, de los Rolling, en el CD.
—Voy a ponerme la perla —me dijo.
—No puedo esperar —le dije yo. Y era verdad.
Mientras la esperaba, me di cuenta de que no me había despedido de mis amigos. De hecho, apenas les había hecho caso en toda la noche. Al entrar en la Comunidad, había levantado un telón de poliéster que me separaba irremediablemente de mi pasado. Pero al ver aparecer a mi nueva amiga con su perla, decidí que merecía la pena. Después de todo, la perla no tenía nada que ver con cuentas anales. Era un tanga de encaje con unas pequeñas cuentas de metal que iban desde la parte de delante hasta la de atrás, pasándole entre los labios de la vagina.
Y mi amiga estaba encantada de haber encontrado a alguien a quien enseñársela. Yo froté suavemente las cuentas contra los labios de su vagina y contra su clítoris. Supuse que ésa era la idea para la que habían sido concebidas, aunque luego me quedé con la duda, pues, al cabo de un minuto, la cadena de cuentas se desprendió en su extremo delantero y quedó colgando entre sus piernas, como la cuerda de un tampón.
—Voy a cambiarme —dijo ella. No parecía estar molesta. Eso es lo que le pasa a alguna gente cuando se mete tanta cocaína.
Volvió calzada con unas botas de cuero que le llegaban hasta las rodillas, se tumbó en la cama y esnifó un poco más de coca de un frasquito de color burdeos. Después dejó caer una montañita de polvo blanco sobre la cresta de su pecho izquierdo.
No soy nada aficionado a las drogas. Parte de ser un MDLS consiste precisamente en aprender a controlar tus emociones, así que no necesitas tomar ni drogas ni alcohol para divertirte. Pero si tenía que elegir una ocasión para meterme una raya, desde luego era ésa.
Cada mujer es distinta en la cama. Cada mujer tiene sus propios gustos, sus peculiaridades y sus fantasías. Y su apariencia superficial nunca es un indicador fiable de la tormenta o la calma con la que puedes encontrarte al acostarte con ella. Alcanzar ese momento de apasionada verdad —de rendición, de sinceridad, de revelación— era mi parte preferida de la seducción. Me encantaba descubrir a la nueva persona que emergía durante el encuentro sexual y hablar con ella tras nuestros mutuos orgasmos. Supongo que, en el fondo, lo que me pasa es que me gustan las personas.
Me incliné sobre su pecho y me tapé el orificio nasal izquierdo, aunque la perspectiva de lo que estaba a punto de hacer no me atraía nada: no quería quedarme toda la noche despierto y, además, tenía la sensación de que la coca no era lo mejor para la potencia masculina.
Y entonces sonó el teléfono: mi teléfono.
—Tengo que contestar —le dije. Me incorporé de un salto, esparciendo el polvo de hadas por toda la cama y cogí el teléfono. Creía saber quién era.
—Hola. ¿Puedes venir a mi casa? —Era Courtney Love—. De camino compra unas agujas de acupuntura. De las más grandes y las que más duelen. Y compra también alcohol y algodón.