OS PRESENTO A MYSTERY[1]

La casa estaba hecha un desastre.

Las puertas estaban arrancadas de sus goznes, destrozadas; las paredes, llenas de golpes, golpes dados con el puño, con un teléfono, con un florero. Temiendo por su vida, Herbal se había refugiado en la habitación de un hotel, y Mystery lloraba tumbado sobre la moqueta del salón; llevaba dos días llorando sin parar.

Las lágrimas pueden entenderse. Pero las de Mystery habían llegado más allá de lo comprensible. Mystery había perdido el control. Llevaba una semana oscilando entre períodos de ira y violencia y episodios de llanto espasmódico. Ahora, amenazaba con quitarse la vida.

Vivíamos cinco en la casa: Herbal, Mystery, Papa, Playboy, y yo. Venían hombres de todos los rincones de la tierra para estrecharnos la mano, para hacerse fotos con nosotros, para aprender de nosotros, para intentar convertirse en nosotros. A mí me llamaban Style[2]; me lo había ganado.

Nunca usábamos nuestros verdaderos nombres; tan sólo nuestros apodos. Incluso nuestra mansión tenía un apodo. Se llamaba Proyecto Hollywood. Y el Proyecto Hollywood estaba hecho una ruina.

Los sofás y los cojines descoloridos que cubrían el suelo del salón olían a sudor y a los fluidos corporales de numerosos hombres y mujeres. La moqueta blanca se había tornado gris bajo el constante ir y venir de las perfumadas jóvenes que todas las noches eran pastoreadas desde Sunset Boulevard. En el jacuzzi flotaban tristemente docenas de colillas y condones usa dos. Y, durante los últimos dos días, los arranques de violencia de Mystery habían dejado el resto de la casa prácticamente en ruinas. Mystery medía más de un metro noventa y estaba histérico.

—No puedo explicar cómo me siento —consiguió decir entre sollozos. Le temblaba todo el cuerpo—. No sé lo que voy a hacer; pero no va a ser nada bueno.

Levantó un brazo y dio un puñetazo a la sucia tapicería roja del sofá. Su abatimiento se tornó en un grito, invadiendo la habitación con el lamento de un hombre adulto que se ha despojado de todo aquello que lo diferencia de los animales.

Llevaba puesta una bata de seda dorada demasiado pequeña que dejaba al descubierto sus rodillas cubiertas de heridas. El cinturón de seda apenas era lo suficientemente largo para anudarlo alrededor de su cintura y ambos lados de la bata estaban separados por al menos quince centímetros de piel, revelando un pecho pálido e imberbe y, debajo de éste, unos holgados calzoncillos grises Calvin Klein. La otra prenda que cubría su tembloroso cuerpo era el gorro de lana que le apretaba el cráneo.

Era el mes de junio y estábamos en Los Ángeles.

—La vida es absurda —volvió a hablar Mystery—. Absurda. No tiene sentido. Se volvió hacia mí y me miró con los ojos húmedos y enrojecidos.

—Es como jugar al tres en raya. No hay manera de ganar, así que lo mejor que puedes hacer es no jugar.

No había nadie más en la casa, por lo que tendría que ser yo quien resolviera el problema. Debería sedarlo ahora, antes de que la ira volviera a invadirlo. Con cada nuevo ataque, la situación empeoraba, y yo tenía miedo de que esta vez Mystery llegara a hacer algo que no pudiera subsanarse después.

No podía permitir que Mystery muriera durante mi guardia. Mystery era más que un amigo; era mi mentor: Había cambiado mi vida, igual que había cambiado la de tantos otros como yo. Tenía que conseguirle Valium, Xanax o Vicodin; lo que fuese. Cogí mi agenda y pasé rápidamente las hojas, buscando a alguien que pudiera proporcionarme esas pastillas: tipos que tocaran en grupos de rock, mujeres que acabaran de someterse a una operación de cirugía plástica, antiguos niños prodigio del cine… Pero no había nadie en casa y, si había alguien, o no tenía drogas o decía no tenerlas para no compartirlas.

Sólo me quedaba una persona a quien llamar: la mujer que había originado la espiral descendente en la que se encontraba ahora Mystery. Una mujer como ella sin duda tendría alguna pastilla.

Diez minutos después, Katya, una chica rusa de poca estatura y pelo rubio que tenía la voz de un pitufo y la energía de un cachorro de perro pomeranian, estaba en la puerta de casa con gesto de preocupación y un Xanax en la mano.

—Es mejor que no entres —le advertí—. Lo más probable es que te estrangule.

Y no es que Katia no lo mereciera; o al menos eso pensaba yo entonces.

Le di a Mystery la pastilla y un vaso de agua y esperé hasta que sus sollozos se convirtieron en moqueos. Después lo ayudé a ponerse unas botas negras, unos pantalones vaqueros y una camiseta gris.

—Vamos —le dije—. Necesitas ayuda.

Lo llevé hasta mi viejo Corvette oxidado y lo encajé en el diminuto asiento delantero. De vez en cuando, un estremecimiento hacía que su rostro se contrajera o una lágrima caía de uno de sus ojos. Yo rogaba por que permaneciera lo suficientemente tranquilo como para permitirme ayudarlo.

—Quiero Aprender artes marciales —dijo dócilmente—. Así, cuando quiera matar a alguien, no me sentiré tan impotente.

Yo aceleré.

Íbamos al Centro de Salud Mental de Hollywood, en Vine Street. Era un feo edificio de hormigón rodeado día y noche por indigentes, travestis y otros desechos humanos que montaban sus campamentos allí donde pudieran encontrarse servicios sociales gratuitos.

Y Mystery era uno de ellos. Lo único que lo diferenciaba de los demás era que él tenía carisma y talento, y eso atraía a las personas. Mystery nunca se quedaría solo, a no ser que quisiera estarlo. Él poseía dos características que yo había encontrado en prácticamente todas las estrellas de rock a las que había entrevistado; un brillo demente y persuasivo en la mirada y la más absoluta incapacidad para hacer cualquier cosa por sí mismo.

Entramos en el vestíbulo, lo inscribí y esperamos. Mystery se sentó en una silla barata de plástico negro, con la mirada clavada en el azul institucional de las paredes.

Pasó una hora. Mystery empezaba a impacientarse.

Pasaron dos horas. Comenzaron las lágrimas.

Pasaron cuatro horas. Mystery se levantó de un salto, salió corriendo de la sala de espera y abandonó el edificio.

Caminaba rápidamente, como un hombre que sabe hacia adónde va, aunque Proyecto Hollywood estaba a más de cinco kilómetros. Lo perseguí hasta darle alcance a las puertas de un pequeño centro comercial. Lo cogí del brazo, lo obligué a dar la vuelta y, hablándole como a un bebé, conseguí que volviera a la sala de espera.

Cinco minutos. Diez minutos. Veinte minutos. Treinta. Volvió a irse.

Corrí tras él. Había dos trabajadores sociales en el vestíbulo.

—¡Detenedlo! —grité.

—No podemos —dijo uno de ellos—. Ya no está dentro del recinto del edificio.

—¿Van a dejar que un suicida salga ahí afuera sin hacer nada? —No tenía tiempo para discutir—. Por lo menos encuentren a un terapeuta que pueda atenderlo; eso, si consigo traerlo de vuelta, claro.

Salí a la calle y miré hacia la derecha. No lo vi. Miré hacia la izquierda. Nada. Corrí hacia el norte, hasta Fountain Street. Allí estaba, cerca de la esquina. A rastras conseguí llevarlo de vuelta al centro de salud.

Cuando volvimos a entrar, los trabajadores sociales lo condujeron por un pasillo largo y oscuro hasta un cubículo claustrofóbico con el suelo de Sintanol. La doctora, sentada tras su escritorio, se desenredaba un mechón de pelo negro con los dedos. Era una mujer asiática, delgada, de veintimuchos años, con los pómulos marcados, carmín y un traje de rayas de chaqueta y pantalón.

Mystery se dejó caer sobre la silla que había delante del escritorio.

—¿Cómo se siente? —preguntó ella, forzando una sonrisa.

—Me siento como si nada tuviera sentido —dijo Mystery, rompiendo a llorar.

—Lo escucho —declaró ella al tiempo que apuntaba algo en su cuaderno. Lo más probable es que ya hubiera decidido cuál era el diagnóstico.

—Me voy a retirar del mercado —sollozó Mystery.

Ella lo miró con fingida compasión mientras él seguía hablando. Para ella no era sino uno más entre la docena de chiflados que veía todos los días. Lo único que debía hacer era decidir si necesitaba recibir medicación o si debía ser internado.

—No puedo seguir adelante —continuó Mystery—. Es inútil.

Con un gesto automático, ella abrió un cajón, extrajo un pequeño paquete de pañuelos de papel y se lo ofreció. Al estirar el brazo, Mystery levantó la mirada y sus ojos se encontraron por primera vez con los de la mujer. Inmóvil, la observó en silencio. Era sorprendentemente guapa para estar en un lugar como aquél.

Por un instante, un destello de vida iluminó el rostro de Mystery, aunque desapareció inmediatamente.

—En otro momento y en otro lugar, las cosas hubieran sido muy distintas —dijo mirándola al tiempo que arrugaba uno de los pañuelos de papel.

Su cuerpo, por lo general orgulloso y erguido, se encorvó sobre la silla como un macarrón reblandecido. Mystery bajó la mirada mientras seguía hablando.

—Sé exactamente lo que tendría que decir y hacer para que usted se sintiera atraída por mí. Está todo en mi cabeza. Cada regla. Cada paso. Cada palabra. Pero no puedo hacerlo; ya no.

La doctora asintió de forma mecánica.

—Tendría que verme cuando no estoy en este estado —continuó diciendo Mystery al tiempo que moqueaba—. He salido con algunas de las mujeres más bellas del mundo. Sí. Otro lugar, otro momento y usted hubiera sido mía.

—Sí. Claro que sí. —Asintió ella de forma paternalista.

Ella no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Pero aquel gigante llorón con el pañuelo arrugado entre las manos era un maestro de la seducción, un experto en el arte de la conquista, el mayor ligón del mundo. Eso no era algo debatible; era un hecho. Durante los últimos dos años, yo había conocido a los autoproclamados mejores ligones, y Mystery era el mejor de todos ellos. Conquistar a las mujeres era su afición, su pasión, su vocación.

Sólo había una persona viva que estuviera a su altura. Y ese hombre estaba sentado a su lado. Y era Mystery quien me había convertido en una superestrella. Juntos habíamos reinado en el mundo de la seducción, habíamos logrado conquistas imposibles ante las miradas atónitas de nuestros discípulos en Los Ángeles, Nueva York, Montreal, Londres, Melbourne, Belgrado, Odessa, y aun más allá.

Y ahora estábamos juntos en una casa de locos.

El método
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