CAPÍTULO 4
Yo estaba exultante.
—¿Qué crees que habría hecho ella si hubiera intentado besarla? —le pregunté a Mystery en la limusina, de camino a la siguiente discoteca.
—Cuando te sorprendas a ti mismo preguntándote si deberías besarla es que ha llegado el momento de hacerlo —me contestó él—. Imagina que tu cabeza es una caja de cambios. Lo que tienes que hacer entonces es acelerar, cambiar de marcha. Por ejemplo, le dices a la chica que acabas de darte cuenta de que tiene una piel preciosa y le acaricias el hombro.
—Pero ¿cómo puedo estar seguro de que ha llegado ese momento?
—Lo que hago yo es buscar un IDI. Un IDI es un indicador de interés. Que te pregunte tu nombre es un IDI, que te pregunte si tienes pareja es un IDI. Que te apriete la mano cuando se la coges es un IDI. Y, en cuanto consigo tres IDI, cambio de marcha. Ni siquiera pienso en ello. Sencillamente lo hago, como si fuese un ordenador.
—Pero ¿cómo lo haces? ¿La besas directamente? —preguntó Sweater.
—Sencillamente, le pregunto si quiere darme un beso.
—Y, ¿entonces?
—Entonces, una de tres —dijo Mystery—. Si ella te dice que sí, la besas; aunque eso es algo que no suele ocurrir. Si ella duda o dice que no está segura, entonces tú le dices «pues averigüémoslo», y la besas. Y si te dice que no, le contestas que te alegras, porque no tenías intención de dejarle hacerlo; le dices que, sencillamente, te había dado la impresión de que quería besarte.
—¿Entiendes lo que digo? —sonrió Mystery—. No tienes nada que perder. Está todo estudiado. Nunca falla. Ésa es la táctica del final con beso de Mystery.
Yo me apresuré a apuntar cada palabra de la táctica de Mystery en mi cuaderno. Nadie me había explicado nunca cómo besar a una chica; era una de esas cosas que se suponía que los hombres sabían hacer de forma innata, como afeitarse o arreglar un coche.
Mientras escuchaba a Mystery, sentado en la limusina, con el cuaderno sobre las rodillas, me pregunté a mí mismo qué hacía realmente allí. La gente normal no se apuntaba a talleres para aprender a ligar. Y lo que era aún peor, me pregunté por qué me importaba tanto el hecho de conseguir aprender, a qué se debía esa obsesión mía por la Comunidad y por sus extravagantes miembros.
Puede que fuese porque ésa era la única faceta de mi vida en la que me sentía absolutamente fracasado. Cada vez que entraba en un bar, veía mi fracaso reflejado en unos ojos con rímel y en una sonrisa con lápiz de labios. La combinación de deseo y parálisis resultaba mortal.
Esa noche, al acabar el taller, busqué entre los papeles de mi archivador.
Buscaba algo que no había visto en muchos años. Tardé media hora, pero finalmente lo encontré en una carpeta bajo el título «Escritos del instituto». Saqué una hoja de papel completamente llena de mi diminuta caligrafía. Era el único poema que había escrito en mi vida; lo había escrito a los diecisiete años y nunca se lo había enseñado a nadie. Y, aun así, ahí estaba la respuesta a mi pregunta.