OS PRESENTO A STYLE

No soy muy atractivo. Tengo la nariz demasiado grande para mi rostro; destaca por su formidable caballete, aunque al menos no es aguileña. No estoy completamente calvo, pero si sólo dijera que mi cabello clarea tampoco estaría siendo fiel a la realidad. Lo cierto es que tan sólo tengo algunos mechones de fino cabello que me cubren la cabeza como endebles arbustos y a los que mimo diariamente con Rogaine. Mis ojos son demasiado pequeños, aunque es cierto que poseen un brillo animado; pero ése siempre será mi secreto, pues su destello no puede verse detrás de mis gafas. Tengo las sienes muy hundidas y, aunque a mí es algo que me complace, ya que creo que le da personalidad a mi rostro, nadie me ha piropeado nunca por ello. Soy más bajo de lo que me hubiera gustado ser, y estoy tan delgado que, por mucho que coma, la mayoría de la gente piensa que estoy desnutrido. Cuando me fijo en mi cuerpo, pálido y algo contrahecho, me sorprende que alguna mujer pueda querer tumbarse a mi lado, y mucho menos abrazarme. O sea que, para mí, conocer chicas no es algo que resulte fácil. No soy el tipo de hombre por el que las mujeres cuchichean en un bar ni el que quieren llevarse a casa cuando se emborrachan y tienen ganas de hacer una locura. No puedo ofrecerles mi fama para que alardeen, como hace una estrella de rock, ni cocaína y una mansión, como otros tantos hombres en Los Ángeles. Sólo tengo mi inteligencia, y eso es algo que, a primera vista, resulta difícil de apreciar.

Quizá hayáis advertido que no he dicho nada sobre mi personalidad. No lo he hecho porque mi personalidad ha cambiado por completo. O, hablando con más precisión, yo la he cambiado por completo. He inventado a Style, mi álter ego. Y, en dos años, Style ha llegado a ser más popular de lo que yo lo fui nunca; sobre todo con las mujeres.

Nunca pensé que caminaría por el mundo bajo una identidad inventada. De hecho, yo era feliz; conmigo mismo y con mi vida. Al menos, eso creía hasta que una inocente llamada telefónica (las cosas siempre empiezan así) me condujo hasta la comunidad underground más apasionante con la que me he topado en mis quince años como periodista. En este caso, quien me llamó fue Jeremie Ruby-Strauss, un editor que (aunque nunca tuvo ninguna relación con esta comunidad) había encontrado un documento en Internet que se llamaba La guía del ligue, que, según me dijo entonces Jeremie, resumía en ciento cincuenta excitantes páginas la sabiduría almacenada por decenas de artistas de la seducción que llevaban compartiendo sus conocimientos durante casi una década, trabajando en silencio con el fin de convertir el arte del ligue en una ciencia exacta. Jeremie quería que alguien reuniera toda aquella información en un libro coherente, y pensó que yo era la persona apropiada para hacerlo.

Yo no estaba tan seguro. Lo que me ha interesado siempre es la literatura, no dar consejos a adolescentes salidos. Pero, claro, le dije que le echaría un vistazo a esa guía.

Mi vida empezó a cambiar en cuanto leí las primeras líneas. La guía del ligue me abrió los ojos, más de lo que nunca lo había hecho ningún otro libro; ya fuera la Biblia, Crimen y castigo o El placer de cocinar. Pero no necesariamente por la información que contenía, sino por el camino hacia el que me había abierto las puertas.

Cuando pienso en mi adolescencia, hay una cosa de la que siempre me arrepiento, y no es de no haber estudiado lo suficiente, ni de haber sido desagradable con mi madre, ni tampoco de haber empotrado el coche de mi padre contra aquel autobús. No, de lo que me arrepiento es de no haber salido con más chicas. Soy un hombre profundo; cada tres años releo por placer el Ulises de James Joyce. Me considero una persona razonablemente intuitiva. En esencia, soy una buena persona, e intento evitar hacer daño a los demás. Pero paso demasiado tiempo pensando en las mujeres y me cuesta mucho alcanzar un nivel… menos espiritual en mis relaciones con ellas.

Y sé que no soy el único. Cuando lo conocí, Hugh Hefner ya tenía setenta y tres años. Y aunque, en sus propias palabras, se había acostado con más de mil mujeres, entre las cuales estaban algunas de las más hermosas del mundo, no dejaba de hablar de sus tres novias, Mandy, Brandy y Sandy, y de cómo, gracias a la Viagra, conseguía satisfacerlas a las tres (aunque probablemente su dinero ya fuera suficiente satisfacción para ellas). Me dijo que la regla era que, si alguna vez deseaba acostarse con otra mujer, lo harían todos juntos. Yo saqué una cosa en claro de aquella conversación: a pesar de haberse acostado con todas las mujeres que había querido a lo largo de su vida, a los setenta y tres años, todavía quería acostarse con más. ¿Es que el deseo nunca se acaba? Si Hugh Hefner seguía deseando a las mujeres, ¿cuándo iba a dejar de hacerlo yo?

De no haberse cruzado en mi camino La guía del ligue, mis ideas sobre el sexo opuesto nunca habrían evolucionado y seguirían siendo las mismas que las de la mayoría de los hombres. Durante los años inmediatamente anteriores a mi adolescencia nunca jugué a los médicos con las chicas ni conocí a ninguna que me dejase verle las bragas a cambio de un dólar, ni tampoco le hice cosquillas a ninguna compañera de case en ninguna parte prohibida de su cuerpo. Durante la adolescencia, me pasé la mayor parte del tiempo castigado en mi cuarto, de tal manera que, cuando me surgió por primera vez la oportunidad de tener un encuentro sexual —una quinceañera borracha me llamó por teléfono para ofrecerme una mamada—, no me quedó más remedio que rechazarla ante la imposibilidad de eludir la vigilancia de mi madre. Fue en la universidad cuando empecé a salir del caparazón; ahí descubrí las cosas que realmente me interesaban y al grupo de amigos que me ayudarían a ensanchar mi mente a través de las drogas y la conversación. Pero nunca llegué a sentirme cómodo entre las mujeres; lo cierto es que me intimidaban. En cuatro años de universidad no me acosté con una sola chica.

Al acabar la universidad conseguí trabajo como periodista cultural en el New York Times, gracias al cual fui ganando confianza en mí mismo y en mis opiniones. Hasta que, con el tiempo, accedí a un mundo de privilegios donde se vivía al margen de las normas y me fui de gira con Marilyn Manson y con Mötley Crue para escribir sus biografías. Y, en todo ese tiempo, y a pesar de tener acceso privilegiado a los bastidores, no conseguí ni un solo beso que no fuera de Tommy Lee. Después de eso, lo cierto es que perdí casi cualquier esperanza. Había tipos que ligaban y tipos que no; estaba claro que yo pertenecía al segundo grupo.

El problema no era que nunca me hubiera acostado con nadie. El problema era que las pocas veces que lo había hecho había convertido un encuentro de una noche en una relación de dos años, pues no sabía cuándo volvería a conocer a otra chica.

En La guía del ligue usaban unas siglas para la gente como yo: TTF (típico tipo frustrado). Yo era un TTF. Al contrario que Dustin.

Conocí a Dustin el último año que estuve en la universidad. Era amigo de uno de mis compañeros de clase, Marko, un falso aristócrata serbio que, gracias a la forma de su cabeza, que recordaba a la de una sandía, había sido mi compañero de abstinencia sexual desde la guardería. Dustin no era ni más alto, ni más rico, ni más famoso, ni más guapo que Marko ni que yo, pero poseía una cualidad de la que nosotros carecíamos: atraía a las mujeres.

Cuando Marko me lo presentó no vi nada en él que fuese digno de resaltar. Era más bien bajo y de tez oscura y tenía el pelo castaño, largo y rizado. Llevaba puesta una camisa de gigoló de lo más hortera, desabrochada casi hasta el ombligo. Esa noche fuimos a una discoteca de Chicago que se llamaba Drink. Mientras dejábamos los abrigos en el guardarropa, Dustin nos preguntó:

—¿Sabéis si hay algún rincón oscuro en la discoteca?

Yo le pregunté para qué quería un rincón oscuro, y él me contestó que para llevarse a una chica. Arqueé las cejas con escepticismo. Pocos minutos después, Dustin empezó a intercambiar miradas con una chica de aspecto tímido que estaba hablando con otra chica. De repente, Dustin se acercó a ella y, apenas unos minutos después, la chica lo siguió hasta un rincón oscuro. Cuando se cansaron de meterse mano, se separaron en silencio, sin sentirse obligados a intercambiar números de teléfono, sin tan siquiera un avergonzado «hasta pronto».

Aquella noche, Dustin repitió aquella proeza, aparentemente milagrosa, hasta otras cuatro veces, abriéndome los ojos a una nueva realidad.

Estuve interrogándolo durante horas, intentando descubrir la naturaleza de sus poderes mágicos. Dustin tenía lo que suele llamarse un don natural. Había perdido la virginidad a los once años, cuando una vecina de trece se había servido de él como experimento sexual, y, desde entonces, no había dejado de experimentar. Una noche, lo llevé a una fiesta que daban en un barco fondeado en el East River de Nueva York. Al pasar a nuestro lado una chica de pelo castaño y ojos de cervatillo, Dustin se volvió hacia mí y me dijo:

—Te viene como anillo al dedo.

Como de costumbre, yo bajé la mirada al tiempo que negaba con la cabeza. Me asustaba la posibilidad de que Dustin me hiciera hablar con ella, y eso fue exactamente lo que ocurrió.

—¿Conoces a Neil? —le preguntó cuando ella volvió a pasar a nuestro lado.

Era una forma bastante estúpida de romper el hielo, pero eso ya no importaba, pues el hielo estaba roto. Yo conseguí tartamudear algunas palabras, hasta que Dustin acudió en mi ayuda. Quedamos en vernos más tarde en un bar con ella y con su novio. Acababan de irse a vivir juntos. Su novio había traído con él al perro y, tras un par de copas, se fue a llevar al perro de vuelta a casa. La chica se quedó con nosotros.

Dustin sugirió que fuésemos a mi casa a cocinar un tentempié de madrugada. Fuimos andando a mi diminuto apartamento del East Village, pero al llegar, en vez de comer, caímos agotados en la cama, con Dustin a un lado de la chica, que se llamaba Paula, y yo al otro. Dustin empezó a besarla en la mejilla izquierda al tiempo que, con una señal, me indicaba que yo hiciera lo mismo en la mejilla derecha. Con movimientos sincronizados, fuimos descendiendo por su cuello, hasta llegar a sus senos. Aunque a mí no dejaba de sorprenderme la silenciosa docilidad de Paula, para Dustin aquello parecía lo más normal del mundo. De repente, se volvió hacia mí y me preguntó si tenía un condón. Le di uno. Él le quitó los pantalones a Paula y la penetró mientras yo seguía chupándole absurdamente el pecho derecho.

Ése era el don de Dustin: ofrecerles a las mujeres las fantasías que ellas pensaban que nunca llegarían a cumplir. Después de aquella noche, Paula me llamaba constantemente. Quería hablar sobre lo que había ocurrido, racionalizar su experiencia, porque no podía creer que hubiera hecho algo así. Así funcionaban siempre las cosas con Dustin: él se quedaba con la chica y yo con su culpa.

Yo lo achacaba a la mera existencia de personalidades distintas. Dustin gozaba de un encanto natural y de un instinto animal de los que yo, sencillamente, carecía. O al menos eso es lo que pensaba antes de leer La guía del ligue y de investigar las páginas web que ésta recomendaba. Lo que descubrí entonces fue una comunidad llena de Dustins —hombres que decían tener la clave para abrir el corazón y las piernas de una mujer— y otros muchos hombres que, como yo, intentaban descubrir sus secretos. La diferencia consistía en que los Dustins de esa comunidad habían diseccionado sus métodos de ligue en una serie de reglas y pasos específicos que cualquiera podía seguir. Y cada autoproclamado maestro de la seducción tenía las suyas.

Ahí oí hablar por primera vez de Mystery, un mago; de Ross Jeffries, un hipnotizador; de Rick H., un millonario; de David DeAngelo, un agente inmobiliario; de Juggler[1] , un actor cómico; de David X, un obrero de la construcción, y de Steve P., un hombre con tal poder de seducción que las mujeres llegaban a pagarle para aprender a hacer mejores mamadas. Si los llevaras a South Beach, en Miami, los musculosos chicos de la playa enterrarían sus pálidas y demacradas caras en la arena. Pero si los llevaras después a un Starbucks, o a una discoteca, le robarían la novia en un abrir y cerrar de ojos a esos mismos musculitos.

Lo primero que cambió al descubrir aquel mundo fue mi vocabulario. Términos como TTF, MDLS (maestro de la seducción), sargear (ligar) y TB (tía buena)[2] pasaron a formar parte de mi vocabulario. Después cambiaron mis hábitos cotidianos al hacerme adicto a los foros virtuales de Internet creados por la Comunidad. Cada vez que volvía a casa después de una cita con una mujer, me sentaba frente al ordenador, me conectaba a algún foro y empezaba a hacer preguntas. «¿Qué hago si ella dice que tiene novio?». «Si come ajo en la cena, ¿significa que no tiene intención de besarme?». «¿Es buena o mala señal que se pinte los labios delante de mí?».

Recibía respuestas firmadas con nombres como Candor, Gunwitch[3] o Formhandle[4]. (Las respuestas, de hecho, fueron: recurre al patrón para destrucción de novios; estás dándole demasiadas vueltas; ni lo uno ni lo otro.) No tardé en darme cuenta de que no estaba frente a un mero fenómeno de Internet, sino ante una forma de vida. En decenas de ciudades, desde Los Ángeles hasta Londres, desde Zagreb hasta Bombay, aspirantes a maestros de la seducción se reunían cada semana en lo que ellos llamaban capas para analizar distintas tácticas y estrategias antes de salir en busca de mujeres a las que llevarse a la cama.

Tal como yo lo veía, se me había concedido una segunda oportunidad a través de Jeremie Ruby-Strauss y de Internet; todavía estaba a tiempo de convertirme en Dustin, de convertirme en el tipo de hombre que toda mujer desea, no en el que dice que desea, sino en el que realmente desea en lo más profundo de su ser, más allá de las convenciones sociales, en el lugar donde habitan sus fantasías.

Pero no podía hacerlo solo. Hablar con otros hombres en Internet no bastaría para acabar con toda una vida de fracasos. Debía conocer a las personas que había tras los nombres que aparecían en la pantalla del ordenador, ver cómo actuaban, descubrir quiénes eran realmente y cuáles eran sus motivaciones. Tenía que encontrar a los mejores seductores del mundo y conseguir que me dieran cobijo bajo sus alas; a partir de ese momento, ésa sería mi misión, mi ocupación a tiempo completo, mi obsesión.

Y así comenzaron los dos años más extraños de mi vida.

El método
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