CAPÍTULO 2
Una semana después entré en el vestíbulo del hotel Hollywood Roosevelt. Llevaba puestos un jersey azul de una lana tan fina y tan suave que parecía algodón, pantalones negros con unas finas cintas de seda negra en los laterales y unos zapatos que me hacían unos cinco centímetros más alto. En los bolsillos llevaba el material que Mystery había insistido en que ningún estudiante debía olvidar: un bolígrafo, un pequeño cuaderno, un paquete de chicles y condones.
Vi a Mystery en cuanto entré. Estaba sentado como un rey en una butaca de estilo victoriano, con una gran sonrisa en los labios; como si acabara de levantar mas pesas que nadie en el gimnasio. Llevaba un traje informal, entre negro y azul, y las uñas pintadas de negro. Un afilado piercing de metal colgaba de su labio. No era un hombre necesariamente atractivo, pero desde luego resultaba carismático. Era alto y delgado y tenía una larga melena castaña, los pómulos marcados y una extrema palidez. Parecía un empollón a medio camino de su transformación tras ser mordido por un vampiro.
Lo acompañaba un personaje de menor estatura y mirada intensa que se presentó como Sin[1], la mano derecha de Mystery. Llevaba una ajustada camisa negra de cuello muy ceñido y se había engominado y peinado el pelo, teñido de negro azabache, hacia atrás. Por el color de su tez, supuse que en realidad debía de ser pelirrojo.
Yo era el primer estudiante en llegar.
—¿Qué puntuación tienes? —me preguntó Sin, inclinándose hacia mí mientras yo me sentaba. Acababa de llegar y ya me estaban midiendo, intentando averiguar si yo tenía eso que llamaban juego.
—¿Puntuación? No te entiendo.
—¿Con cuántas chicas has estado?
—No sé… Unas siete —respondí.
—¿Unas siete? —me presionó Sin.
—Seis —confesé yo.
Sin tenía una puntuación de unas sesenta y Mystery había estado con cientos de mujeres. Los observé con abierta admiración; ésos eran los maestros de la seducción cuyas hazañas había seguido con tanta avidez por Internet durante los últimos meses. Para mí, eran una especie aparte; tenían la píldora mágica, la solución a la inercia de frustración que había infectado a los grandes personajes literarios con los que yo me había sentido identificado toda mi vida; ya fuera Leopold Bloom, Alex Portnoy o el cerdito Piglet, de Winnie the Pooh.
Mientras esperábamos a los demás estudiantes, Mystery dejó caer un sobre lleno de fotos sobre mis rodillas.
—Éstas son algunas de las mujeres con las que me he acostado —me dijo. Las fotos eran una espectacular selección de hermosas mujeres: un primer plano del rostro de una actriz japonesa; una foto publicitaria autografiada de una castaña cuyo parecido con Liv Tyler resultaba asombroso; una brillante foto de la chica del año de la revista Penthouse; una instantánea de una stripper de pronunciadas curvas vestida tan sólo con un negligé a la que Mystery describió como su novia, Patricia, y la foto de una castaña con grandes pechos de silicona que Mystery chupaba sin ningún recato en una discoteca. Ésas eran sus credenciales.
—No le miré las tetas en toda la noche. Así fue cómo conseguí meterme entre ellas —me explicó cuando le pregunté por la última foto—. Un maestro de la seducción tiene que ser siempre la excepción a la regla. Nunca hagas lo que hacen los demás. Nunca.
Yo lo escuché con atención. Quería asegurarme de que cada una de sus palabras quedaba grabada en mi cerebro. Ésa era una ocasión especial; el otro maestro seductor que ofrecía talleres era Ross Jeffries, de quien podía decirse que había fundado la Comunidad a finales de la década de los ochenta. Pero hoy, por primera vez, los aspirantes a maestros de la seducción íbamos a abandonar la seguridad del ordenador; íbamos a salir a todo tipo de locales nocturnos, donde seríamos aleccionados en vivo sobre nuestros torpes intentos de seducción.
Al cabo de unos minutos llegó un segundo estudiante, que se presentó como Extramask[2]. Se trataba de un chico alto y delgado de unos veinticinco años con un corte de pelo estilo tazón, mirada traviesa, ropa demasiado holgada y unos rasgos faciales apuestamente cincelados. Con otro corte de pelo y otra ropa podría haber sido un chico realmente apuesto.
Cuando Sin le preguntó por su puntuación, Extramask se rascó la cabeza con incomodidad.
—No tengo ninguna experiencia con chicas —explicó—. Ni siquiera he besado a una.
—Nos estás tomando el pelo ¿no? —le dijo Sin.
—Ni siquiera he cogido a una chica de la mano. Crecí en un ambiente muy protegido. Mis padres eran católicos muy estrictos y todo lo relacionado con las chicas me ha hecho sentir siempre muy culpable. Pero he tenido tres novias —continuó diciendo.
Bajó la mirada y se frotó las rodillas, trazando círculos con nerviosismo, al tiempo que decía sus nombres; aunque nadie se lo había pedido. Primero conoció a Mitzelle, que cortó con él a los siete días. Después estuvo Claire, que le dijo que había cometido un error a los dos días de salir con él.
—Y, por último, Carolina; mi dulce Carolina —dijo Extramask, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa soñadora—. Estuvimos juntos un día. Al día siguiente vino andando a mi casa con una amiga. Yo me alegré tanto de volver a verla. «Quiero que cortemos», me gritó cuando me acerqué a ella.
Al parecer, todas esas relaciones tuvieron lugar en sexto de primaria. Extramask agitó la cabeza con tristeza. Yo me pregunté si se daría cuenta de lo graciosa que resultaba su historia.
El próximo en llegar fue un hombre de unos cuarenta años, moreno y con poco pelo, que había viajado desde Australia exclusivamente para asistir al taller de Mystery. Lucía un Rolex de diez mil dólares en la muñeca, tenía un acento encantador y llevaba uno de los jerséis más feos que yo había visto en mi vida; una gruesa monstruosidad tejida con finos cables de plástico de colores que parecía consecuencia de un accidente artístico. Apestaba a dinero. Y, aun así, en cuanto abrió la boca para dar su puntuación (cinco) entendimos cuál era el problema. La voz le temblaba; no era capaz de mirar a nadie a los ojos. Además, había algo patético e infantil en su manera de comportarse. Al igual que su jersey, su aspecto era algo accidental que nada tenía que ver con su verdadera naturaleza.
Se mostró reacio a compartir siquiera su nombre de pila, por lo que Mystery lo bautizó como Sweater[3].
Extramask, Sweater y yo éramos los únicos que nos habíamos apuntado al taller.
—Está bien —dijo Mystery al tiempo que daba una palmada—. Tenemos mucho que hacer. —Se acercó un poco más a nosotros, para que nadie más pudiera oírlo en el vestíbulo—. Mi trabajo consiste en que consigáis entrar en el juego; convertiros en maestros de la seducción —continuó diciendo al tiempo que sus ojos se clavaban sucesivamente en cada uno de nosotros—. Tengo que conseguir que lo que guardo en mi cabeza pase a las vuestras. Para empezar, quiero que imaginéis esta noche como si fuese algo virtual. Nada es real. Cada vez que hagáis una aproximación, será como si lo estuvierais haciendo con un videojuego.
El corazón empezó a latirme con violencia. La idea de intentar entablar una conversación con una desconocida bastaba para paralizarme, especialmente con aquellos cuatro tipos observándome, juzgando cada uno de mis movimientos. Comparado con esto, el puenting y el paracaidismo eran un juego de niños.
—Si no controláis vuestras emociones, lo más normal es que éstas se interpongan en vuestro camino —continuó diciendo Mystery—. Vuestras emociones están ahí para intentar confundiros, así que tenéis que saber que no podéis confiar en ellas. En ocasiones sentiréis vergüenza. Os sentiréis cohibidos. Y tendréis que aprender a enfrentaros a esos sentimientos como si fuesen una china en un zapato. Aunque resulte incómoda, basta con ignorar su presencia; esos sentimientos no forman parte de la ecuación.
Yo miré a mi alrededor. Extramask y Sweater parecían sentirse tan incómodos como yo.
—Tengo cuatro días para enseñaros la secuencia de pasos que necesitáis seguir para triunfar —continuó diciendo Mystery—. Tendréis que jugar la misma partida una y otra vez. Para triunfar, primero debéis aprender de los fracasos.
Mystery pidió un Sprite y cinco rodajas de limón. Después empezó a contar su historia. Su tono de voz era tranquilo y sonoro; modulado, según él, imitando el del popular orador Anthony Robbins[4]. Todo en Mystery parecía el resultado de una imitación consciente y ensayada.
Desde que, a los once años, averiguó el secreto de un truco de naipes, Mystery había querido convertirse en un mago famoso, como David Copperfield. Pasó años estudiando y practicando sus habilidades en fiestas de empresa, cumpleaños, e incluso en algunos programas de televisión. Pero todo ello afectó negativamente su vida social y, al cumplir los veinte años sin haberse acostado con ninguna mujer, decidió que había llegado el momento de hacer algo al respecto.
—La mente de las mujeres es uno de los mayores enigmas del mundo —nos dijo Mystery—. Y, cuando cumplí veinte años, decidí resolver ese misterio.
Para hacerlo, todas las tardes había cogido un autobús hasta el centro de Toronto para ir a bares, a tiendas de ropa, a restaurantes y a cafés. Al desconocer la existencia de la Comunidad y de los maestros de la seducción, se había visto obligado a trabajar solo, recurriendo a la habilidad que mejor dominaba: la magia. Había ido al centro de la ciudad decenas de veces antes de conseguir reunir el valor suficiente como para abordar a una desconocida. A partir de ese momento, se había enfrentado una y otra vez al fracaso, al rechazo y la vergüenza, al tiempo que, pieza a pieza, había conseguido descifrar el juego, el rompecabezas de las dinámicas y los convencionalismos sociales que subyacen en toda relación entre un hombre y una mujer.
—Tardé diez años en descubrir el formato básico —nos dijo—. Yo lo llamo EAAC: encuentra, aborda, atrae y cierra. Es un juego lineal, aunque haya mucha gente que no lo sepa.
Durante la siguiente media hora, Mystery nos habló de lo que él denominaba teoría de grupo.
—He repetido los pasos un millón de veces —declaró—. Nunca hay que abordar a una chica cuando está sola; entre otras muchas razones, porque las mujeres guapas casi nunca están solas.
A continuación nos dijo que, al acercarse a un grupo, la clave estaba en ignorar a la mujer que se desea y ganarse a quienes la acompañan; especialmente a los hombres que haya en el grupo. Si la mujer es atractiva, estará acostumbrada a que los hombres caigan a sus pies, así que, para llamar su atención, un maestro de la seducción aparentará indiferencia. Esto se lograba mediante lo que Mystery llamaba un nega.
Ni insulto ni elogio, un nega es algo intermedio, algo así como un insulto accidental o un elogio envenenado. El propósito de un nega consiste en hacer disminuir la autoestima de una mujer demostrando falta de interés hacia ella de forma activa; por ejemplo, diciéndole que tiene los dientes manchados de barra de labios u ofreciéndole un chicle cuando ella empieza a hablar.
—Yo nunca ignoro a las mujeres feas —nos contó Mystery con los ojos brillantes a causa de su absoluta confianza en su método—. Tampoco discrimino a los hombres. Sólo ignoro a las mujeres con las que quiero acostarme. Y si no me creéis, esperad y ya lo veréis esta noche. Esta noche empezaremos con los ejercicios prácticos. Primero, os demostraré lo que tenéis que hacer, y después seréis vosotros quienes intentaréis entrar en el juego. Si hacéis lo que os digo, mañana tan sólo os harán falta quince minutos para besar a una chica.
Mystery se volvió hacia Extramask.
—Dime los cinco rasgos característicos de un macho alfa.
—¿Confianza en sí mismo?
—Muy bien. ¿Qué mas?
—¿Fuerza?
—No.
—¿Olor corporal?
Mystery se volvió hacia Sweater y, después, hacia mí. Pero nosotros tampoco sabíamos la respuesta.
—Lo primero que caracteriza a un macho alfa es la sonrisa —dijo Mystery—, una sonrisa radiante. Debéis sonreír siempre que entréis en un espacio nuevo. Sonriendo transmitiréis la sensación de que domináis la situación, de que sois divertidos y de que sois alguien.
Hizo un gesto en dirección a Sweater.
—Cuando has entrado no has sonreído; ni siquiera has sonreído al saludarnos.
—Nunca lo hago —repuso Sweater—. Sonreír es de tontos.
—Si sigues haciendo lo que has hecho siempre, ligarás tanto como hasta ahora. Se llama el método de Mystery porque yo me llamo Mystery y porque éste es mi método. Lo que te pido es que, durante los próximos cuatro días, hagas caso de lo que yo te diga y te abras a nuevas posibilidades. Si lo haces, te aseguro que notarás la diferencia.
Mystery nos enseñó que, además de la seguridad en uno mismo y de una radiante sonrisa, los rasgos característicos de un macho alfa eran un aspecto cuidado, el sentido del humor, la sociabilidad y la capacidad de convertirse en el centro de atención. Nadie se molestó en decirle a Mystery que, de hecho, eran seis rasgos y no cinco.
Mientras escuchaba cómo Mystery seguía diseccionando a los machos alfa, caí en algo en lo que nunca había pensado: si Sweater, Extramask y yo estábamos allí era porque nuestros padres y nuestros amigos nos habían fallado; no nos habían proporcionado las herramientas que necesitábamos para convertirnos en criaturas sociales eficaces. Ahora, décadas después, había llegado el momento de adquirir esas herramientas.
Mystery rodeó la mesa mirándonos fijamente a cada uno. —¿Qué tipo de mujeres te gustan? ¿Cuáles son tus objetivos? —le preguntó a Sweater.
Sweater se sacó un trozo de papel cuidadosamente doblado del bolsillo. —Anoche escribí una lista de objetivos —dijo al tiempo que abría el papel, en el que podían verse cuatro columnas numeradas—. Mi primer objetivo es encontrar a una mujer con la que casarme. Tiene que ser lo suficientemente inteligente como para valérselas por sí misma en cualquier conversación, y debe tener suficiente estilo y ser lo suficientemente hermosa como para que la gente se vuelva a mirarla cuando entre en una sala.
—¿Te has mirado últimamente al espejo? —le preguntó entonces Mystery—. Tu aspecto, en el mejor de los casos, es del montón. Muchos hombres creen que si adoptan una imagen neutra podrán seducir a todo tipo de mujeres. Pues no es verdad. Hay que especializarse. Con un aspecto del montón sólo te vas a juntar con mujeres del montón. Esos pantalones de pinzas están bien para ir al trabajo, pero no valen para salir de noche. Y ese jersey que llevas… Quémalo. Tienes que estar por encima de los demás. Si quieres a una mujer diez tiene que aprender la teoría del pavoneo.
A Mystery le encantaban las teorías. Según la teoría del pavoneo, para atraer a la hembra más deseable es necesario destacar entre los demás. Según Mystery, en el caso de los humanos, el equivalente a las vistosas plumas de la cola abierta de un pavo son una camisa con brillo, un sombrero llamativo y joyas que reluzcan en la oscuridad; básicamente, todo aquello que yo había tachado siempre de hortera.
Cuando llegó mi turno, Mystery me obsequió con una larga lista de sugerencias: que me deshiciera de las gafas, que me recortara la perilla, que me afeitara la cabeza, que vistiese de forma más vistosa, que me comprara pulseras y cadenas y, en general, que me pusiera las pilas.
Yo apunté cada palabra. Estaba ante una persona que pasaba cada segundo de su vida pensando en ligar; como un científico loco que busca la fórmula de un combustible que no responda a las leyes de la gravedad. Tenía archivadas en su ordenador más de dos mil quinientas páginas sobre el arte de la seducción.
—Tengo una frase de entrada para ti —me dijo. (Una frase de entrada es un guión preparado de antemano para entablar una conversación con un grupo de desconocidos; es lo primero con lo que debe contar cualquiera que desee abordar a una mujer)—. Cuando veas a un objetivo entre un grupo de amigos, acércate y di: «Parece que la fiesta se ha acabado». Después, vuélvete hacia la chica que te interesa y dile: «Si no fuera gay, te aseguro que serías mía».
La sola idea bastó para hacer que me ardieran las mejillas.
—¿Lo dices en serio? —pregunté—. No veo cómo iba a ayudarme eso.
—Una vez que ella se sienta atraída por ti, da igual lo que puedas haber dicho antes.
—Pero estaría mintiendo.
—Eso no es mentir. Se llama ligar.
A continuación, Mystery nos ofreció otras posibles frases de entrada; preguntas inocentes, y al mismo tiempo intrigantes, como: «¿Crees en la magia?». o «Dios mío, ¿has visto a esas dos chicas peleándose fuera?». No eran frases espectaculares. Tampoco eran sofisticadas. Tan sólo eran una manera de entablar una conversación.
Según nos explicó Mystery, el objetivo de su método consistía en ser detectado por el radar de la chica.
—No abordéis nunca a una mujer con proposiciones sexuales. Primero conocedla y después dejad que sea ella quien luche por conseguir vuestra atención. Un TTF ataca inmediatamente —declaró al tiempo que empezaba a caminar hacia la puerta del vestíbulo—. Un profesional espera entre ocho y diez minutos antes de abordar a la chica.
Armados con nuestros negas, nuestra teoría de grupo y nuestras frases de entrada, estábamos listos para la noche.