CAPÍTULO 10

Existen pocos momentos tan emocionantes en la vida como ese en el que te subes a un coche con el depósito lleno de gasolina, el mapa de un continente por explorar y el mejor maestro de la seducción del mundo sentado en el asiento de atrás. En ese momento te sientes capaz de cualquier cosa. ¿Qué son las fronteras, después de todo, sino límites que te informan del comienzo de una nueva etapa de tu aventura?

O, al menos, eso era lo que yo creía. Pero supongamos que trabajas en Rand McNally y que estás acabando una nueva edición de tu mapa de Europa Oriental. Y supongamos que hay un país diminuto que hace frontera con Moldavia —podría ser un Estado comunista renegado—, pero que ningún otro Estado reconoce diplomáticamente. ¿Qué harías? ¿Lo incluirías en el mapa o no?

Un mago, un falso aristócrata y yo conducíamos por Europa Oriental cuando descubrimos, por accidente, la respuesta a esa pregunta. Hasta ahora, nuestro viaje no había sido precisamente un éxito. Mystery estaba tumbado en el asiento de atrás, realizando inútilmente conjuros para que le bajara la fiebre. Ajeno al dramático paisaje nevado de Rumania, se cubría la cara con su gorro al tiempo que se lamentaba de su estado. De vez en cuando, volvía al reino de los vivos y compartía sus ideas con nosotros. Y esas ideas siempre giraban en torno a lo mismo.

—Voy a hacer una gira por Norteamérica promocionando mi espectáculo de ilusionismo en locales de striptease —dijo—. Lo único que necesito es un buen truco que pueda hacer con las bailarinas. Tú podrías ser mi ayudante, Style. Imagínatelo: tú y yo viajando juntos, todo el día rodeados de bailarinas desnudas.

Pasamos dos días en Chisinau —donde las únicas mujeres guapas que vimos estaban en las vallas publicitarias— antes de decidir seguir adelante. ¿Y por qué no? Puede que la aventura que buscábamos nos esperase en Odessa.

Así que dejamos Chisinau un frío viernes y condujimos entre la nieve hacia el nordeste, hasta la frontera de Ucrania. El trazado de la carretera sólo se distinguía por las huellas blancas que habían dejado sobre la nieve los coches que nos precedían. Era como formar parte de la escena de una novela épica rusa: árboles con las ramas cubiertas de cristales de hielo y viñedos congelados que se extendían entre suaves colinas. El coche apestaba a Marlboros y a grasa de McDonald’s y, cada vez que se calaba, resultaba más difícil volver a arrancarlo.

Pero, pronto, ése sería el menor de nuestros problemas, pues lo que en el mapa parecía un trayecto de cuarenta y cinco minutos acabó convirtiéndose en un viaje de casi diez horas.

La primera señal de que algo iba mal se produjo cuando, al llegar al puente que cruzaba el río Dniéster, nos encontramos con una barrera compuesta por varios vehículos, tanto policiales como del ejército, búnkers camuflados a ambos lados de la carretera y un inmenso tanque apuntando hacia nosotros. Nos detuvimos detrás de otros diez coches, pero, por razones que nunca llegaremos a comprender, un militar nos indicó que abandonásemos la hilera de coches y nos dejó pasar sin hacernos una sola pregunta.

En el asiento de atrás, Mystery se envolvió en su manta.

—Tengo una versión del truco de los cuchillos que me gustaría hacer —dijo—. Style, ¿te importaría vestirte de payaso y burlarte de mí desde el público? Entonces yo te diré que subas al escenario y que te sientes en una silla. Te atravesaré el estómago con el primer cuchillo al son de Stuck in the middle with you, de la banda sonora de Reservoir Dogs, sacaré la mano por tu espalda, moviendo los dedos, y después te levantaré en volandas, empalado en mi brazo. Necesito que me hagas ese favor.

La segunda señal de que algo iba mal se produjo cuando paramos en una gasolinera para hacer acopio de comida. Al ir a pagar nos dijeron que no aceptaban la moneda de Moldavia. Pagamos en dólares y nos dieron la vuelta en lo que dijeron ser rublos. Al examinar las monedas con más atención, vimos que todas tenían una hoz y un martillo en el dorso. Pero lo más extraño era que habían sido acuñadas en el año dos mil, nueve años después de la supuesta caída del comunismo.

Mystery se bajó el sombrero, cubriéndose la cara hasta la boca, mientras hablaba con la grandiosidad de un maestro de ceremonias.

—¡Señoras y caballeros —anunció desde el asiento trasero mientras Marko intentaba arrancar el coche—, el hombre que levitó sobre las cataratas del Niágara, el hombre que saltó del edificio más alto del mundo! ¡Les presento a Mystery, la superestrella, el más temerario de los ilusionistas!

Debía de estar subiéndole la fiebre.

Al ponernos de nuevo en marcha, empezamos a ver estatuas de Lenin y vallas publicitarias con eslóganes y símbolos comunistas. Una de las vallas mostraba una pequeña franja de tierra con una bandera rusa a la izquierda y una bandera roja y verde a la derecha con un lema común. Marko, que entendía algo de ruso, lo tradujo como un llamamiento a la reunificación soviética.

¿Dónde diablos nos habríamos metido?

—Imagináoslo. Mystery, el superhéroe. —Mystery se sonó la nariz con un pañuelo de papel arrugado—. Los fines de semana publicarían una tira cómica en el periódico. También harían un cómic sobre mí, y un muñeco y una película en Hollywood.

De repente, un agente de policía (o, al menos, alguien que iba vestido como un agente de policía) con un detector por radar en la mano nos obligó a detenernos. Nos dijo que íbamos a noventa kilómetros por hora, diez por encima del límite de velocidad. Tras veinte minutos de negociación y un soborno de dos dólares, seguimos adelante. Aunque redujimos la velocidad hasta los setenta y cinco, un nuevo policía volvió a pararnos a los pocos minutos. Aunque no habíamos visto ninguna señal, nos dijo que el límite de velocidad había cambiado medio kilómetro antes.

Diez minutos y dos dólares después volvimos a ponernos en marcha, arrastrándonos a cincuenta y cinco kilómetros por hora para no correr más riesgos. A los pocos minutos volvieron a hacernos parar; al parecer, esta vez conducíamos por debajo del límite de velocidad. No sé dónde estábamos, pero, fuera donde fuese, tenía que ser el país más corrupto del mundo.

—El espectáculo durará noventa minutos. Empezará con un gran cuervo volando sobre el público, que se posará en el escenario y, ¡bum!, se convertirá en mí.

Cuando por fin llegamos a la frontera, dos soldados armados nos pidieron la documentación. Pero, cuando les enseñarnos nuestros visados moldavos, nos dijeron que ya no estábamos en Moldavia. Nos enseñaron un pasaporte local —un viejo documento soviético— y nos gritaron algo en ruso. Marko tradujo: querían que diésemos la vuelta y consiguiésemos los pertinentes visados locales en el control militar que habíamos atravesado tres sobornos antes.

—Llevaré botas de plataforma. Ya no llevaré trajes. Será todo muy gótico y muy chulo. Le contaré al público que, de niño, cuando jugaba en el ático de mi casa con mi hermano, ya soñaba con ser un gran mago. Y, entonces, retrocederé en el tiempo y me convertiré en ese niño.

Cuando Marko le dijo a uno de los soldados que no estábamos dispuestos a volver al puente, éste desenfundó su pistola y le apuntó al pecho. Después le preguntó si teníamos cigarrillos.

—¿Dónde estamos? —le preguntó Marko.

—Pridnestrovskaia —contestó el guardia con orgullo.

No os preocupéis si nunca habéis oído hablar de Pridnestrovskaia (o Trans-Dniéster); nosotros tampoco antes de ese momento. Pridnestrovskaia no está reconocido diplomáticamente como Estado independiente ni aparece en ningún mapa ni en ninguna guía. Pero cuando un soldado te apunta con una pistola, puedo aseguraros que Pridnestrovskaia es algo muy real.

—Haré un experimento científico, transportando a un técnico de laboratorio por Internet. Necesitaré un niño, un cuervo, a ti y a alguien que interprete el papel del técnico de laboratorio. Y también a un par de personas que hagan de guardias.

Marko le dio al soldado su paquete de Marlboro y ambos empezaron a discutir. El soldado no bajó la pistola en ningún momento. Tras un largo intercambio, Marko gritó algo y sacó las dos manos juntas por la ventanilla, como si estuviera retando al soldado a que lo esposara. Pero, en vez de hacerlo, el soldado se dio la vuelta y entró en la oficina. Le pregunté a Marko qué había dicho.

—Le he dicho que, si quiere, puede arrestarme, pero que no voy a volver al puente.

Las cosas se estaban poniendo feas.

La cabeza de Mystery apareció entre los dos asientos delanteros.

—Imaginaos esto —nos dijo—. Un póster en el que sólo se vean mis manos, con las uñas pintadas de negro y la palabra Mystery escrita debajo. Sería alucinante. Por primera vez desde que conocía a Mystery, perdí la paciencia con él.

—Tío, de verdad, éste no es el momento, joder. ¿Es que no ves dónde estamos?

—No me digas lo que tengo que hacer —se defendió él.

—Están a punto de meternos en la cárcel. Ahora mismo, tu espectáculo me importa una mierda. ¿Es que no puedes pensar en otra cosa que no seas tú mismo y tu puto espectáculo de magia?

—Si quieres pelea, te aseguro que la vas a tener —bramó él—. Cuando acabe contigo no te va a reconocer ni tu madre. Venga, sal del coche.

Mystery debía de medir casi treinta centímetros más que yo. Pelearme con él en un control fronterizo lleno de soldados armados era lo último que hubiera querido hacer en circunstancias normales. Y, aun así, estaba tan cabreado que estuve a punto de hacerlo. Mystery había sido una carga desde que habíamos salido de Belgrado. Puede que Marko tuviera razón: Mystery no era uno de los nuestros.

Respiré hondo y miré hacia adelante, intentando controlar mi ira. El tío era un narcisista sin remedio. Era como una flor que se abría con la atención —ya fuese positiva o negativa— y que se marchitaba cuando la ignorabas. La teoría de pavoneo de Mystery no servía sólo para atraer a las chicas; su verdadero objetivo consistía en llamar la atención. Incluso al pelearse conmigo, lo que intentaba era volver a ser el centro de atención, pues hacía varios cientos de kilómetros que no le hacíamos caso.

Y, aun así, al mirar por el espejo retrovisor y verlo hacer pucheros en el asiento de atrás con el sombrero sobre las orejas, sentí lástima por él.

—No quería gritarte —comenté.

—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Mi padre solía decirme lo que tenía que hacer. Odio a mi padre.

—Te aseguro que yo no soy tu padre —repuse.

—Gracias a Dios. Mi padre me arruinó la vida. Y también se la arruinó a mi madre.

Al levantarse el sombrero, vi las lágrimas que se acumulaban en sus ojos, como si fueran lentillas, incapaces de derramarse.

—A veces me tumbaba en la cama y pensaba en distintas maneras de matarlo —siguió diciendo Mystery—. Y, cuando estaba muy deprimido, me imaginaba que iba a su dormitorio con una pala y que le destrozaba la cara a palazos antes de matarme también yo.

Se secó las lágrimas de los ojos con una de sus manos enguantadas y permaneció en silencio durante unos segundos.

—Cuando pienso en mi padre, pienso en violencia —continuó diciendo—.

Cuando era muy pequeño le vi darle de puñetazos en la cara a otro tipo. Cuando tuvimos que matar a nuestro perro, él salió al jardín con una escopeta y le voló la tapa de los sesos delante de mí.

El soldado salió de la oficina y le indicó a Marko que bajase del coche. Estuvieron hablando un rato y Marko le dio varios billetes.

Mientras esperábamos a ver si nuestro soborno de cien dólares —el equivalente a dos meses de sueldo en Pridnestrovskaia— funcionaba, Mystery siguió sincerándose conmigo. Me dijo que su padre era un emigrante alcohólico de origen alemán que abusaba verbal y físicamente tanto de él como de su madre. Su hermano, catorce años mayor que él, era gay. Y su madre se culpaba a sí misma por ello, pues lo había colmado de amor y atenciones para compensar los abusos de su marido. Así que, para compensar, con Mystery siempre se había mostrado fría y distante. Al cumplir los veintiún años sin haberse acostado con ninguna mujer, Mystery empezó a pensar que quizá él también fuese gay. Así que, durante un episodio depresivo, decidió dedicar su vida a encontrar el amor que nunca había recibido de sus padres; fue entonces cuando comenzó a forjar lo que acabaría convirtiéndose en el método Mystery.

Hicieron falta otros dos sobornos de importe equivalente para conseguir cruzar la frontera. Pero no bastaba con el dinero, ya que cada soborno iba acompañado de una hora y media de discusiones; puede que quisieran darnos más tiempo a Mystery y a mí para que nos conociéramos mejor.

Cuando por fin llegamos a Odessa le preguntamos por Pridnestrovskaia a la conserje del hotel. Ella nos explicó que el país era el resultado de una guerra civil en Moldavia, originada como consecuencia del levantamiento de antiguos miembros del partido comunista, oficiales de alto rango del ejército y boinas negras que ansiaban recuperar los gloriosos días de la Unión Soviética. Pridnestrovskaia era una tierra sin ley; el salvaje Oeste de Europa, una tierra que pocos extranjeros se atrevían a visitar.

Cuando Marko le contó lo que nos había pasado en la frontera, la conserje le dijo que no debería haberle dicho al soldado que lo arrestara.

—¿Porqué? —quiso saber Marko.

—Porque en Pridnestrovskaia no tienen cárceles.

—Entonces, ¿qué hacen con las personas a las que arrestan?

Ella dibujó una pistola con la mano, le apuntó y dijo:

—Bum.

Cuando volvimos a Belgrado, dando un rodeo de unos ochocientos kilómetros para evitar Pridnestrovskaia, el contestador de Marko estaba lleno de llamadas. Natalija habría dejado al menos una decena de mensajes. Mystery le devolvió la llamada, pero, en vez de su dulce chica de diecisiete años, le contestó la madre de ésta, maldiciéndolo por haberle lavado el cerebro a su hija.

Natalija siguió llamando a Marko incluso después de que Mystery y yo hubimos vuelto a Norteamérica, preguntándole una y otra vez cuándo iba a regresar a por ella. Hasta que, un día, Marko decidió que había llegado el momento de liberarla de su sufrimiento.

—Mystery es un mago —le dijo—. Y te ha hechizado. Busca a alguien que sepa cómo romper el hechizo y deja de llamarme.

Durante los primeros meses, Marko me mandaba mails casi a diario, pidiéndome la contraseña para entrar en el Salón de Mystery. Había probado la fruta prohibida y ahora quería más. Pero yo no se la di. Al principio pensé que no lo había hecho porque quería mantener mi nueva identidad al margen de mi pasado, pero lo cierto era que todavía me sentía avergonzado por lo que estaba haciendo y por el alto grado de implicación en mi nueva vida.

El método
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