CAPÍTULO 3

Y entonces llegó Tyler Durden.

Parecía que se había echado un bote entero de crema bronceadura.

—Sé que la última vez que estuve en Los Ángeles no causé muy buena impresión —me dijo mientras me estrechaba la mano. Incluso me miró a los ojos durante un nanosegundo.

Llevaba puesta una camisa blanca y negra con cordeles colgando de los costados, al modo de un corsé. Era el tipo de camisa que me hubiera comprado yo.

—La inteligencia social no es mi fuerte —continuó diciendo. Creo que intentaba disculparse—. Todavía tengo mucho que aprender en ese campo. Cuando me descuido, puedo parecer algo egocéntrico. No mola nada. Supongo que Mystery tiene razón cuando dice que tengo que esforzarme más por caerles bien a los chicos.

Desde que lo había conocido, Tyler había participado en decenas de talleres y yo había seguido sus progresos a través de Internet. Sus alumnos decían que ya podía rivalizar con Mystery en el campo del sargeo. Sea como fuere, Tyler merecía una segunda oportunidad. Quién sabe; era posible que realmente hubiera mejorado su actitud. Después de todo, ésa era la idea en la que se basaba la Comunidad. Y, ahora que los dos íbamos a viajar a Las Vegas para hacer de alas en uno de los talleres de Mystery, tenía curiosidad por ver si lo que se decía sobre su destreza en el campo del sargeo era realmente cierto.

Tyler se colgó la bolsa al hombro y fue al cuarto de Papa. Entre la recién descubierta pasión de Papa por los negocios y el afán de Tyler Durden por convertirse en el mejor maestro de la seducción de la Comunidad, formaban un equipo prácticamente invencible.

Por lo que yo sabía, nadie había aprobado a Tyler Durden como nuevo inquilino. Pero, aunque no había sitio para nadie más en la mansión, Papa parecía haber decidido que podía quedarse, pues había puesto un colchón en el suelo de uno de sus vestidores, convirtiéndolo en el nuevo dormitorio de Tyler.

Todavía no teníamos muebles. Tan sólo los cincuenta cojines que habíamos comprado para compensar el desnivel de la pista de baile. Esa noche, Playboy preparó su proyector de cine para que pudiéramos ver películas en el techo y todos nos tumbamos a ver Conocimiento carnal en la piscina de cojines.

Al acabar, Tyler Durden se acercó a mí.

—Tu archivo me ha ayudado mucho a la hora de elaborar mi método —me dijo.

Los mensajes y posts que yo había escrito en los foros de seducción a lo largo de más de un año y medio habían sido recopilados en un gran archivo de texto y colgados en Internet junto a los de Mystery y los de Ross Jeffries.

—Algunas de mis mejores técnicas están inspiradas en tu trabajo —continuó diciendo.

No era fácil escapar de una conversación con Tyler Durden, ya que, después de sargear, lo que más le gustaba era hablar sobre sargear.

—Últimamente he estado haciendo un experimento —me dijo—. Les he estado diciendo a los sets que soy tú.

—¿Qué?

—Sí, les digo que soy Neil Strauss y que escribo para la revista Rolling Stone. Aunque la idea de que ese bicho raro fuera por ahí diciéndole a la gente que era yo me revolvía el estómago, respondí con fingida indiferencia:

—¿Y funciona?

—Depende —repuso él—. A veces no me creen. Otras veces me dicen: «¿De verdad? ¡Cómo mola!». Aunque hay que tener cuidado, porque corres el riesgo de que piensen que eres un engreído.

—Déjame que te diga algo. Llevo escribiendo una década y eso nunca me ha ayudado a sargear. Los escritores no resultan atractivos. Los escritores no son populares. Al menos, ésa es mi experiencia. ¿Por qué crees que me uní a la Comunidad? De todas formas, me halaga que lo hayas intentado, Tyler.

Ese fin de semana fui a Las Vegas con Tyler Durden y con Mystery. Papa había matriculado a diez personas para el taller, lo cual no estaba nada mal, teniendo en cuenta que se trataba de un taller para seis personas. Los llevamos al Hard Rock Casino. Por lo general, la primera noche, los profesores hacíamos una demostración práctica de cómo comportarse en el campo del sargeo.

Como MDLS, Tyler Durden había mejorado extraordinariamente desde la última vez que lo había visto en Los Ángeles, cuando no le había dirigido la palabra a una sola chica. Al verlo aproximarse a un set de chicas que estaban de despedida de soltera, me acerqué un poco para oír lo que decía. Estaba hablando de Mystery.

—¿Veis a ese tío alto con el sombrero de copa? —les decía—. Necesita ser el centro de atención. Si lo dejáis, os dirá todo tipo de cosas desagradables para atraer vuestra atención. Lo mejor es seguirle la corriente; la verdad es que necesita ayuda. Estaba descubriéndoles el método de Mystery; así neutralizaba sus negas.

—También hace trucos de magia —continuó diciendo—. Vosotras haced como si os gustaran. Trabaja mucho en fiestas de cumpleaños para niños pequeños. Ahora estaba neutralizando la demostración de valía de Mystery.

Cuando se alejó del set, le pregunté qué estaba haciendo.

—Papa y yo hemos inventado una técnica que os va a hacer parecer aprendices.

—¿Y qué decís sobre mí? —pregunté con fingida normalidad.

Tyler Durden empezó a reírse.

—Decimos: «Mira. Ahí está Style. No tiene mal aspecto para tener cuarenta y cinco años. Además, es una monada. Es como Elmer Gruñón».

No podía creerlo. Tyler estaba MAGeando a sus propios colegas; era diabólico.

—Tú también podrías hacerlo —me dijo Tyler—. Puedes decir que parezco el muñequito de Bimbo.

Me tragué la bilis mientras me preguntaba qué haría Tom Cruise.

—Esas cosas no me van, tío —le dije con una amplia sonrisa, como si todo aquello me resultara muy gracioso—. Ésa es la diferencia entre tú y yo. A mí me gusta rodearme de personas mejores que yo; me hacen mejorar y siempre suponen un desafío. Tú, en cambio, intentas deshacerte de todos los que son mejores que tú.

—Sí, puede que tengas razón —reconoció él.

Con el tiempo supe que sólo tenía razón en parte. En efecto, a Tyler Durden le gustaba deshacerse de la competencia; pero no antes de haberle chupado hasta la última gota de información.

Durante el resto del fin de semana, cada vez que hablaba con alguien tenía a Tyler Durden a mi lado, estudiando cada palabra que salía de mis labios, analizando las reglas y los patrones de comportamiento que me permitían conseguir una posición dominante en un grupo. Tyler había estudiado mi archivo de Internet. Ahora estaba estudiando mi personalidad. Pronto sabría más de mí que yo mismo. Y entonces, igual que lo había hecho con los MAG en Londres, usaría mis palabras y mis gestos en mi contra.

Ya muy avanzada la noche, vi un set de dos sentadas a la barra del Peacock Lounge: una chica castaña, alta y de aspecto inquietante, con gafas y los pechos operados y demasiado grandes, y una pequeña chica rubia con una boina blanca y un cuerpo lleno de curvas.

—La rubia es una estrella porno —me dijo Mystery. Él era el experto—. Se llama Faith[1]. Te la dejo a ti.

A pesar de llevar un año y medio en la Comunidad, a pesar de haber sido elegido mejor MDLS del año, todavía me sentía intimidado cuando veía a una mujer hermosa. Mi vieja personalidad de TTF siempre estaba al acecho, amenazando con volver, susurrándome que todo lo que había aprendido era una equivocación, que me estaba inclinando ante falsos ídolos, que todo ese asunto de la Comunidad no era más que un ejercicio de masturbación mental.

Y, aun así, me obligué a mí mismo a aproximarme al set y, en cuanto abrí la boca, entré en piloto automático.

Empecé con la novia celosa.

Introduje una limitación temporal.

Le dediqué un nega sobre el tono grave de su voz.

Hice el test de las mejores amigas.

Dentaduras con forma de C contra dentaduras con forma de U.

—¡Sabes tantas cosas! —dijo Faith.

—¡Sí, eres muy bueno! —me alabó su extraña amiga.

Las tenía comiendo de mis manos. Yo no era más que un pobre Elmer Gruñón que hacía estúpidos tests que yo mismo había inventado. Pero esas dos chicas, cuyos pechos juntos pesaban más que yo, me miraban absortas. No tenía nada que temer. No había ningún sargeador que tuviera mis herramientas.

Me habría gustado matar a mi TTF interior. ¿Cuándo me dejaría en paz?

Le hice una señal a Mystery para que se ocupara del obstáculo. Él se sentó al lado de la chica extraña y yo volví a poner el piloto automático.

Cambio de fase evolucionado.

Oler.

Tirar del pelo.

Mordiscos en el brazo.

Mordiscos en el cuello.

—¿Qué nota les darías a tus besos, del uno al diez?

De repente, Faith se levantó de su asiento.

—Me estoy poniendo cachonda —dijo—. Tengo que irme.

Yo no sabía si me estaba poniendo una excusa porque había cometido algún error o si verdaderamente era tan bueno.

Abordé otro set —dos chicas hippies con ganas de fiesta—, pero cuando llevaba unos diez minutos hablando con ellas, Faith se acercó a mí y me cogió de la mano.

—Vamos al baño —me dijo.

En el baño, Faith bajó la tapa del retrete y me dijo que me sentara.

—Me pones supercachonda, tanto física como intelectualmente —me dijo mientras me desabrochaba los pantalones.

—Ya lo veo —le respondí yo.

—¿Cómo lo haces? He notado las vibraciones toda la noche. Hasta cuando hablabas con esas dos chicas. He visto que me mirabas.

Ella se agachó, rodeó mi flácido miembro con su mano y se lo metió en la boca. Pero no se me empalmó. Estaba abrumado.

Me levanté y la empujé contra la pared. Le rodeé el cuello con ambas manos y la besé, tal como le había visto hacerlo a Sin cuando yo todavía era un TTF. Después le bajé los pantalones, la senté en el retrete, le metí los dedos y empecé a chuparla. Ella arqueó la espalda, parpadeó y gimió, como si estuviera a punto de correrse; pero en vez de eso, de repente me hizo cambiar de sitio con ella.

—Quiero que te corras en mi boca —me dijo.

Pero yo seguía sin conseguir empalmarme. Era algo que nunca me había pasado. ¡Si hasta recordar aquella noche hace que me empalme!

—Quiero metértela —le dije yo en un último y desesperado intento por empalmarme.

Ella se levantó y se dio la vuelta. Yo me saqué un condón del bolsillo y pensé en todas las TB a las que había abordado esa noche. Empecé a notar algo de movimiento. Entonces, ella se sentó sobre mí, su espalda contra mi estómago, en la que sin duda era la peor postura posible para mi polla semierecta. Y, en cuanto empecé a penetrarla, volví a perder la erección. No sabía si serían los dos cubatas de Jack Daniel’s que me había bebido esa noche, la ausencia de precalentamiento, el factor de intimidación que suponía estar con una estrella porno o el hecho de haberme masturbado unas horas antes.

Cuando salimos del baño, los alumnos del taller me rodearon con expectación. Una de las chicas hippies con las que había estado hablando entró en el cuarto de baño y, al poco tiempo, salió con mi condón envuelto en un pañuelo de papel. Al parecer, me lo había dejado en el suelo y ella se había sentido obligada a enseñárselo a todo el mundo. Así, aquella noche, se me imputó una hazaña de la que no era merecedor.

No podía mirar a la cara a Faith. Me había mostrado ante ella como un tío misterioso, fascinante, y con un gran atractivo sexual, pero, después, a la hora de la verdad, todo se había derrumbado, y ella se había encontrado con un tío calvo y delgaducho al que no se le levantaba.

El método
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