CAPÍTULO 8
Al día siguiente fui a recoger a Grimble a su casa de las afueras. Ésa iba a ser mi primera salida desde el taller de Mystery. También sería la primera vez que salía con un absoluto desconocido al que había conocido en Internet. Todo lo que sabía sobre él era que iba a la universidad y que le gustaban las chicas.
Grimble salió por la puerta en cuanto aparqué delante de su casa y me obsequió con una sonrisa que no me pareció muy de fiar. No es que pareciera peligroso ni violento. No, más bien tenía un aire escurridizo, como un político o un vendedor; o como un seductor, supongo. Grimble tenía la tez pálida de un británico, aunque de hecho era de origen alemán. En realidad, mantenía ser descendiente directo de Nietzsche. Llevaba una chaqueta de cuero marrón sobre una camisa de flores estampadas con varios botones desabrochados que dejaban a la vista un pecho sin un solo pelo y todavía más prominente que su nariz. A primera vista, Grimble recordaba a una mangosta. En una mano sujetaba una bolsa de plástico llena de cintas de vídeo que lanzó sobre el asiento trasero de mi coche.
—Son cintas de algunos de los seminarios de Ross —me dijo—. Sobre todo te gustará el seminario de Washington, porque habla de la sinestesia. Las otras cintas son de Kim y de Tom. —La ex novia de Ross y el nuevo novio de ésta—. Es el seminario de Nueva York: «Anclaje avanzado y otras posibilidades picantes».
—¿Qué es anclaje? —le pregunté yo.
—¿Nunca has hecho anclaje condimentado? Mi ala, Twotimer, te lo explicará cuando lo conozcas.
¡Me quedaba tanto por aprender! Por lo general, los hombres no se comunican entre sí con el mismo grado de profundidad emocional ni de detalles íntimos con el que lo hacen las mujeres, mucho más acostumbradas a hablar de las cosas sin tapujos. Los hombres, en cambio, se limitan a preguntarles a sus amigos: «¿Qué tal?». Y el amigo se limita a levantar o a bajar los pulgares. Así es como se hace. Si un hombre describiera una experiencia sexual con detalle a sus amigos, les estaría proporcionando una serie de imágenes con las que ellos no se sentirían cómodos. Entre los hombres es tabú imaginarse a un amigo desnudo o manteniendo relaciones sexuales, porque la imagen podría excitarlos, y todos sabemos lo que significaría eso.
Así que, desde que a los once años empecé a experimentar el deseo sexual, yo había dado por supuesto que las relaciones sexuales eran algo que los hombres acababan por encontrar si salían mucho por la noche. La principal herramienta con la que contaba nuestro género era la persistencia. Por supuesto, había hombres que se sentían cómodos entre mujeres, hombres que jugaban con ellas sin piedad, hasta conseguir que comieran dócilmente de sus manos. Pero yo, desde luego, no era uno de ellos. Yo necesitaba hacer acopio de todo mi valor para preguntarle a una mujer qué hora era o dónde estaba Melrose Avenue. No entendía nada sobre anclajes, búsqueda de valores, términos de trance ni ninguna otra de esas cosas sobre las que hablaba Grimble.
Era martes, una noche tranquila en las afueras de Los Ángeles, y el único sitio al que se le ocurrió que podíamos ir a Grimble fue el TGI Friday’s. Calentamos motores en el coche, escuchando cintas en las que Rick H. describía sus sargeos; practicando frases de entrada; ensayando sonrisas, y bailando sobre sus asientos. Aunque era una de las cosas más ridículas que había hecho en mi vida, me dije a mí mismo que estaba entrando en un mundo nuevo, con sus propias reglas de comportamiento.
Entramos en el restaurante transmitiendo seguridad en nosotros mismos, sonriendo, como verdaderos machos alfa. Desgraciadamente, nadie se dio cuenta. Había dos tipos en la barra, viendo un partido de béisbol en la televisión, y un grupo de ejecutivos en una mesa. En cuanto a los camareros, casi todos eran hombres. Caminamos hasta la terraza. Al abrir la puerta, apareció una mujer. Había llegado el momento de poner en práctica lo que había aprendido en el taller.
—Hola —le dije—. Me gustaría saber lo que piensas sobre una cosa.
Ella se detuvo, dispuesta a escucharme. Aunque debía de medir un metro y medio y tenía el pelo corto y rizado y un cuerpo rechoncho, también tenía una agradable sonrisa; serviría para practicar. Decidí usar la frase de entrada de Maury Povich.
—Esta mañana han llamado a mi amigo Grimble del programa de Maury Povich —empecé diciendo—. Parece ser que van a hacer un programa sobre admiradores secretos y alguna chica debe de estar loca por él. ¿Tú que crees? ¿Crees que debería ir?
—Pues claro —contestó ella—. ¿Por qué no iba a ir?
—Pero… ¿Y si su admirador secreto resulta ser un hombre? —le pregunté—. En esos programas siempre intentan sorprender a la audiencia. ¡O imagínate que es un pariente!
No me gusta mentir; tan sólo trataba de atraer su interés. Intentaba ligar.
Ella se rió. Perfecto.
—¿Tú irías? —le pregunté.
—No, creo que no —contestó ella.
—O sea, que a mí me recomiendas que vaya al programa pero tú no irías —protestó burlonamente Grimble—. Desde luego, no pareces nada aventurera.
Era magnífico verlo trabajar. Cuando yo hubiera dejado que la conversación decayera, él ya estaba dirigiéndola al terreno sexual.
—Sí que lo soy —protestó ella.
—Entonces, demuéstralo —dijo él con una sonrisa—. Te propongo un ejercicio. Se llama sinestesia —le dijo mientras avanzaba un paso hacia ella—. ¿Nunca has oído hablar de la sinestesia? Te ayuda a encontrar los recursos necesarios para obtener y sentir aquello que realmente deseas.
La sinestesia es el gas mostaza de la Seducción Acelerada. Literalmente, consiste en una superposición de los sentidos. En el contexto de la seducción, sin embargo, la sinestesia se refiere a un tipo de hipnosis en la que la mujer alcanza un estado de conciencia en el que se le pide que proyecte mentalmente imágenes y sensaciones placenteras cada vez más intensas. El objetivo: llevarla a un estado de excitación que ella no pueda controlar.
Ella asintió y cerró los ojos.
Por fin iba a tener la oportunidad de oír uno de los patrones secretos de Ross Jeffries. Pero Grimble todavía no había tenido la oportunidad de empezar cuando un tipo con la cara sonrosada, una camiseta ceñida y aspecto de lanzador de pesas se acercó a él.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó a Grimble.
—Le estaba enseñando a nuestra amiga un ejercicio de autoayuda que se llama sinestesia.
—Pues ten cuidado, porque resulta que tu amiga es mi mujer.
Me había olvidado de mirar si llevaba anillo, aunque no creía que ese pequeño obstáculo fuese a importarle a Grimble.
—Desármalo mientras yo me trabajo a su mujer —me susurró Grimble al oído. Yo no tenía ni idea de cómo desarmarlo. Y lo cierto es que él no parecía muy dispuesto a cooperar.
—Si quieres, también puedes hacerlo tú —sugerí con escasa convicción—. Es muy interesante.
—No sé de qué cojones me estás hablando —dijo él—. ¿Qué se supone que voy a conseguir con este jueguecillo? —Dio un paso adelante y apoyó la cara contra la mía. Olía a whisky y a aros de cebolla.
—Conseguirás… Conseguirás… —tartamudeé—. Mira, olvídalo.
Él me empujó con las dos manos. Aunque suelo decirles a las chicas que mido un metro setenta, de hecho mido un metro sesenta y cinco. De ahí que mi cabeza apenas le llegara a la altura de sus hombros.
—¡Basta ya! —exclamó su esposa. Después se volvió hacia nosotros—. Está borracho —nos dijo—. Lo siento. Se pone así cuando bebe.
—¿Cómo? —pregunté yo—. ¿Violento?
Ella sonrió con tristeza.
—Hacéis una buena pareja —seguí diciendo yo. No había duda de que mi intento por desarmarlo había fracasado, pues era él quien estaba apunto de desarmarme a mí. De hecho, su rostro rojo y ebrio estaba a cinco centímetros de mi cara, gritando algo sobre romperme no sé qué.
—Ha sido un placer conoceros —conseguí decir al tiempo que retrocedía lentamente.
—Recuérdame que te enseñe cómo hay que tratar a un MAG —dijo Grimble de camino al coche.
—¿A un MAG?
—Sí, al macho alfa del grupo.
—Ah. Ya entiendo.