CAPÍTULO 3

Todas las tardes me sentaba delante del teléfono y miraba el número de Dalene Kurtis, pero no conseguía llamarla. No tenía la suficiente confianza en mí mismo como para llamar a aquel espécimen perfecto del sexo femenino. ¿Cómo iba a tener yo una cita con una mujer como Dalene?

Todavía recuerdo cuando, con diecisiete años, quedé para comer con una chica que se llamaba Elisa. Estaba tan nervioso que me temblaban la voz y las manos. Y cuanto más nervioso me ponía, más incómoda la hacía sentir a ella. Cuando por fin llegó la comida, yo ni siquiera era capaz de masticar delante de ella. Fue un completo desastre, y eso que ni siquiera era una cita de verdad. ¿Qué no me podría pasar si me citaba con una Playmate?

Hay una palabra que describe cómo me sentía: indigno. Me sentía indigno de una chica como Dalene.

Así que esperé tres días. Después retrasé la llamada un día más y luego pensé que, si la llamaba durante el fin de semana, ella pensaría que no tenía vida social propia, así que sería mejor esperar hasta el lunes. Y, al llegar el lunes, me di cuenta de que hacía una semana que me había dado su teléfono. Lo más probable era que, a esas alturas, ya se hubiera olvidado de mí. Como mucho habríamos hablado diez minutos. Yo no era más que un tipo raro que había conocido en una papelería. No había ninguna razón para pensar que una mujer como ella, que podría salir con cualquier hombre de este hemisferio, quisiera volver a verme. Así que, al final, no la llamé.

Siempre he sido el peor enemigo de mí mismo.

Mi primer éxito legítimo tuvo lugar una semana después.

Un lunes por la tarde, Extramask apareció sin avisar en mi apartamento de Santa Mónica. Estaba muy emocionado y decía haber descubierto algo asombroso.

—Siempre había pensado que la masturbación provocaba dolor —dijo en cuanto le abrí la puerta.

Extramask estaba cambiado. Se había teñido el pelo y se lo había peinado en forma de cresta, se había hecho agujeros en las orejas, se había comprado varios anillos y una cadena y se había vestido como si fuera un punk. De hecho, tenía una pinta muy chula. En una mano, sujetaba un libro de Anthony Robbins: Poder sin límites. No había duda de que estábamos en la misma senda.

—¿De qué hablas? —le pregunté.

—Pues eso, que, después de hacerme una paja, me limpio y me subo los calzoncillos, ¿vale? —dijo mientras se dejaba caer sobre el sofá.

—Sí, supongo que sí.

—Pero hasta ayer no había caído en que, después de limpiarme, todavía me quedaba una gota de semen en el agujero de la polla. Así que me quedo dormido y el semen se me endurece en el agujero. Entonces, al levantarme a la mañana siguiente, no consigo mear. —Extramask se llevó la mano a la entrepierna y la movió para ilustrar sus palabras—. Así que hago más y más fuerza, hasta que un trozo de semen sale disparado de mi polla y choca contra la pared.

—Estás completamente loco —le dije yo. Nunca había oído algo así.

Extramask era el resultado de una extraña combinación entre una educación represiva católica y la ambición de convertirse en un actor cómico. Nunca sabía si estaba angustiado o si me estaba tomando el pelo.

—No veas cómo dolía —continuó diciendo—. Me dolió tanto que no me masturbé en una semana. Hasta anoche. Pero, al acabar, me aseguré de limpiarme hasta la última gota.

—¿Y ahora ya puedes masturbarte con tranquilidad?

—Sí, así es. Pero todavía no has oído lo mejor.

—¿Lo mejor?

Extramask alzó la voz, emocionado.

—¡Lo mejor es que ahora puedo mear delante de otra persona! Es todo cuestión de confianza. Lo que nos enseñó Mystery en el taller no sólo sirve para las chicas.

—Claro.

—También sirve para mear en público.

Fuimos al restaurante La Salsa a tomar unos burritos. En una mesa cercana a la nuestra había una mujer mirando una carpeta llena de recibos; aunque su aspecto era algo descuidado, resultaba atractiva. Tenía el pelo largo, castaño y ondulado, rasgos diminutos, como los de un hurón, y unas tetas inmensas que se negaban a permanecer ocultas bajo su sudadera. Aunque rompí la regla de los tres segundos por unos doscientos cincuenta, finalmente conseguí reunir el valor suficiente como para acercarme a ella; no quería comportarme como un TTF delante de Extramask.

—Estoy estudiando análisis caligráfico —le dije—. ¿Te importaría si practico con tu letra mientras llega la comida?

Aunque me miró con escepticismo, finalmente decidió que yo debía de ser inofensivo y accedió. Le di mi cuaderno y le pedí que escribiera una frase.

—Interesante —dije—. Tu caligrafía no tiene ninguna inclinación. Eso quiere decir que eres una persona autosuficiente que no necesita estar siempre acompañada para sentirse bien.

Me aseguré de que ella asentía antes de continuar. Era una técnica que había aprendido en un libro que revelaba todo tipo de trucos y técnicas de lectura del lenguaje corporal.

—Pero tu caligrafía no goza de un buen sistema organizativo. Eso quiere decir que, por lo general, no se te da demasiado bien el orden y tienes dificultades a la hora de ajustarte a un horario determinado.

Con cada nueva frase, ella se inclinaba más hacia mí, asintiendo con entusiasmo. Tenía una sonrisa maravillosa y resultaba fácil hablar con ella. Me dijo que venía de unas clases de interpretación cómica que daba cerca de allí, y se ofreció a leerme unos chistes que tenía anotados.

—Me gusta empezar mis interpretaciones con éste —dijo una vez acabado mi análisis—: «Vengo del gimnasio y, de verdad, tengo los brazos agotados». Ésa era su frase de entrada. La llevaba escrita en la chuleta que guardaba en el bolsillo. Yo pensé que ligar se parecía mucho al trabajo de un actor. Ambas actividades exigían frases de entrada, técnica y un cierre memorable, además de la habilidad necesaria para conseguir que la suma de todo ello resultara natural.

Me dijo que se alojaba en un hotel que había cerca y yo me ofrecí a llevarla. Al llegar, cuando ella me dio su número de teléfono, me señalé la mejilla y le dije:

—¿Un beso de despedida?

Ella me dio un beso en la mejilla. Incapaz de controlar la emoción, Extramask, sentado en el asiento de atrás, le dio una patada al suelo. Yo le dije a la chica que la llamaría más tarde para tomar una copa.

—¿Quieres venir luego a sargear con Vision y conmigo? —me preguntó Extramask cuando la chica salió del coche.

—No, voy a quedar con ella.

—Bueno —dijo él—. Pero puedes estar seguro de que, en cuanto llegue a casa, me la voy a cascar a conciencia pensando en ella.

Por la noche, antes de ir a recogerla, imprimí uno de los patrones de PNL de Ross Jerfries que Grimble me había mandado por correo electrónico. Estaba decidido a no repetir mis últimos errores.

Fuimos a tomar una copa a un bar. Ella se había puesto una sudadera azul y unos vaqueros sueltos que la hacían parecer un poco rellenita. Sea como fuere, yo me sentía feliz de tener la oportunidad de salir con una chica a la que yo mismo me había ligado.

—Existen métodos para definir mejor nuestros objetivos en la vida —le dije.

Me sentía como Grimble en TGI Friday’s.

—¿Qué métodos? —me preguntó ella.

—Por ejemplo, puedes hacer un ejercicio de visualización. Me lo enseñó un amigo. No me lo sé de memoria, pero puedo leértelo.

Ella me pidió que lo hiciera.

Yo me saqué del bolsillo la hoja con el patrón.

—Intenta recordar la última vez que sentiste verdadera felicidad o placer —empecé a leer—. Y, ahora, dime, ¿en qué parte del cuerpo lo sientes? Ella se señaló el pecho.

—Y, en una escala del uno al diez, ¿cómo de bien te sientes?

—Siete.

—Vale. Ahora concéntrate en ese sentimiento y pronto verás un color que emana de él. Dime qué color es.

—Es morado —dijo ella cerrando los ojos.

—Muy bien. Ahora, dime, ¿cómo te sentirías si dejaras que ese color morado que surge de tu pecho se hiciera cada vez más y más intenso? Cada vez que tomes aire, siente cómo el color se hace más intenso.

Ella respiró hondo; sus senos subían y bajaban con la sudadera azul.

Todo marchaba a las mil maravillas; estaba provocando una respuesta como la que había logrado Ross Jeffries en el California Pizza Kitchen. Continué leyendo el patrón, cada vez más seguro de mí mismo, haciendo que el color creciera tanto en tamaño como en intensidad dentro de su pecho a medida que ella se sumía en un trance cada vez más profundo.

Me imaginé a Twotimer susurrándome al oído la palabra «malvado».

—Y, ahora, dime, ¿cómo te sientes, en una escala del uno al diez? —le pregunté.

—Diez —respondió ella.

Funcionaba.

Después le dije que redujera todo el color a un círculo del tamaño de un guisante que contuviera toda la fuerza y toda la intensidad del placer que sentía en ese momento. Le dije que colocara el guisante en mi mano y recorrí el contorno de su cuerpo, cada vez más cerca, hasta llegar a rozarlo.

—Siente cómo el color fluye desde mi mano, siente cómo esa sensación te sube por la muñeca, por el brazo, hasta llenarte el rostro.

Para ser sincero, no tenía ni idea de si estaba consiguiendo excitarla con aquel patrón. Ella me escuchaba y parecía disfrutar, pero, desde luego, no se puso a chuparme los dedos, como la chica de la historia de Grimble. De hecho, a mí, aprovechar la hipnosis como pretexto para tocarla me hacía sentir un poco sucio. Esos patrones de PNL no acababan de gustarme. Había entrado en la Comunidad para tener más confianza en mí mismo, no para aprender técnicas de control mental.

Paré y le pregunté qué le había parecido.

—Me ha gustado —dijo ella con su pequeña sonrisa de hurón—. Me siento bien.

Yo no sabía si se estaba burlando de mí, aunque supongo que la mayoría de la gente está dispuesta a probar sensaciones nuevas siempre que parezcan seguras.

Doblé la hoja de papel, me la guardé en el bolsillo y llevé a la chica de vuelta a su hotel. Pero esta vez, en lugar de despedirme de ella en la puerta, la acompañé hasta su habitación. Estaba demasiado asustado como para decir nada; temía que, en cualquier momento, ella se diera la vuelta y me preguntara por qué la estaba siguiendo. Pero no lo hizo. Al contrario, parecía querer que la acompañase; todo parecía indicar que iba a acostarme con ella. No podía creerlo. Por fin iba a ver recompensados todos mis esfuerzos.

Según Mystery, una mujer necesita siete horas para realizar cómodamente la transición desde el encuentro inicial hasta el encuentro sexual. Esas siete horas pueden sucederse seguidas, en una misma noche, o a lo largo de varios días: una hora hablando al conocerla; una cita posterior de dos horas en un bar; media hora hablando por teléfono, y, entonces, en el siguiente encuentro, tan sólo harían falta otro par de horas de conversación, antes de poder acostarte con ella.

Esperar al menos esas siete horas es lo que Mystery llama un juego seguro. Pero hay ocasiones en las que una mujer sale de casa con la intención de acostarse con un hombre; ése es uno de los siete supuestos en el que se pueden tener relaciones sexuales en un período de tiempo inferior a las siete horas. Mystery llama a esa situación el jaque del bobo. Y yo estaba a punto de lograr mi primer jaque.

La chica introdujo la tarjeta en el cerrojo de la puerta de su habitación y la luz verde se encendió inmediatamente, augurando una noche de placer. Entramos en la habitación. Ella se sentó a los pies de la cama —como ocurre en las películas— y se quitó los zapatos. Primero el izquierdo, después el derecho. Llevaba calcetines blancos; un detalle que me pareció enternecedor. Estiró los dedos de los pies y después los encogió, al tiempo que se dejaba caer de espaldas sobre la cama. Yo caminé hacia ella, dispuesto a entregarme a su abrazo. Pero, de repente, el olor más fétido con el que me había topado en toda mi vida atacó mis sentidos, y me empujó, literalmente, hacia atrás. Era exactamente el mismo olor a queso rancio que despiden los mendigos borrachos en el metro de Nueva York; ese olor que hace que todo el mundo huya a otro vagón. Y, por muchos pasos que retrocediera, la intensidad del olor no disminuía, pues cargaba sin piedad cada rincón de la habitación. La observé, tumbada boca arriba en la cama, ajena a aquel olor. Eran sus pies. Aquella pestilencia venía de sus pies. Tenía que salir de allí.

El método
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