CAPÍTULO 16
Fui corriendo detrás de Mystery, que bajaba la escalera lentamente, como un autómata. Lo adelanté y lo detuve en el portal.
—Venga —le dije al tiempo que le tiraba de la manga—. Volvamos arriba. He hablado con tu hermana. Va a venir a por ti.
Él vaciló unos instantes, como si no supiera si debía creerme. Se comportaba con completa sumisión. Con continuas palabras de ánimo, conseguí que regresara al apartamento. Una vez allí, volví a llamar a su familia, usando el número de teléfono que me había dado Patricia.
Todo irá bien mientras no conteste su padre, me dije.
Contestó la hermana de Mystery. Me dijo que estaría ahí en media hora.
Mystery se había sentado en el futón que tenía en la cocina. Las pastillas para dormir debían de estar empezando a hacer efecto, pues, con la mirada perdida, comenzó a farfullar frases inconexas sobre la teoría de la evolución, la memética y distintos patrones de sargeo. Cada frase acababa siempre con las mismas palabras: «inútil» o «Fubar».
Su hermana entró en el apartamento seguida de su madre. Al ver a Mystery, las dos se quedaron pálidas.
—No sabía que estuviera tan mal —comentó Martina.
Mientras su madre lo ayudaba a bajar la escalera, Martina le preparó una pequeña maleta. Él se dejaba llevar dócilmente, ajeno al mundo que lo rodeaba.
Salieron a la calle y se montaron en el coche que los llevaría al pabellón psiquiátrico del hospital Humber. Mientras la madre abría la puerta del coche, un set de cuatro chicas pasó andando por su lado. Por un momento, los ojos de Mystery recobraron su antiguo brillo.
Lo observé atentamente, esperando que se volviera hacia mí y me dijera: «¿Es tu set o el mío?». Entonces yo sabría que todo se arreglaría.
Pero el brillo desapareció de sus ojos. Su madre lo ayudó a entrar en el coche. Le levantó las piernas y las colocó dentro. Después cerró la puerta.
Lo vi a través del cristal, con el set de las cuatro rubias reflejado en la luna del coche. Estaba pálido. Tenía la mirada perdida, la boca cerrada y la mandíbula apretada. Su afilado piercing brillaba con ira contra la fría luz del atardecer.
Las cuatro chicas, paradas ante la puerta de un restaurante japonés, reían mientras miraban la carta de sushi. Era un sonido precioso. Era el sonido de la vida. Esperaba que Mystery pudiera oírlo.