CAPÍTULO 6
El sol lucía con fuerza y una tabla de surf viajaba atada a la baca de nuestro flamante coche de alquiler. Mystery y yo volvíamos a estar de gira. Nos esperaban cinco talleres, para los que ya no quedaban plazas, en tres ciudades australianas. La vida me sonreía.
Mystery, en cambio, estaba deprimido. Antes de salir de Toronto, su novia, Patricia, le había dado un ultimátum: o boda e hijos o adiós.
—Llevo seis días sin echar un polvo —protestó Mystery mientras conducíamos por la costa de Queensland—. Aunque, eso sí, no sé cuántas veces me habré masturbado viendo porno de lesbianas.
Tras cuatro años de relación, las metas de Mystery y de Patricia, empezaban a chocar. Mystery quería recorrer el mundo con un espectáculo de ilusionismo y dos novias bisexuales, mientras que Patricia quería crear una familia en Toronto, con un solo hombre y ninguna otra mujer que no fuese ella.
—No entiendo a las mujeres —protestó Mystery—. Sé cómo acostarme con ellas, pero no las entiendo.
Habíamos decidido venir a Australia cuando Sweater, el alumno del primer taller de Mystery, nos había invitado a pasar una semana en su casa de Brisbane. Al parecer, tras cuatro meses de intenso sargeo, Sweater por fin había encontrado a la mujer con la que quería casarse.
—Me siento como un adolescente enamorado —exclamó Sweater cuando aparcamos delante de su casa. No se parecía en nada al hombre inseguro de mediana edad que habíamos conocido en el vestíbulo del hotel Roosevelt. Tenía un aspecto magnífico y, lo que era más sorprendente, una sonrisa irresistible pegada constantemente a la cara.
Helena Rubinstein dijo en una ocasión que no había mujeres feas; tan sólo mujeres perezosas. Ya que las exigencias de belleza de los hombres son mucho menores que las de las mujeres, la frase resultaba doblemente apropiada en el caso de Sweater. Dale a un hombre un buen bronceado, unos dientes más blancos, la ropa apropiada y una rutina de comida sana y ejercicio y tendrás un hombre apuesto.
—He pasado el fin de semana en Sydney con mi prometida —nos dijo Sweater al entrar en su casa—. Hablamos por teléfono unas siete veces al día. ¡Y acabo de pedirle que se case conmigo! ¿Verdad que es una locura? Y, por si eso fuera poco, acaban de pagarme medio millón de dólares por un seminario sobre marketing. ¡La vida es fantástica! Gracias a la Comunidad tengo salud, diversión, dinero y amor. Y además estoy rodeado de gente maravillosa.
Sweater vivía en una casa de dos pisos con mucha luz y vistas al río Brisbane y a los jardines botánicos. Un bonito jardín con una enorme piscina y un jacuzzi rodeaba la casa. En el piso de arriba había tres dormitorios, y en el de abajo, alrededor de un gran escritorio con forma de herradura, trabajaban cuatro jóvenes de unos veinte años y espíritu emprendedor; cada uno delante de su propio ordenador. Sweater no sólo los había preparado para que vendieran sus productos —libros y cursos sobre el mercado inmobiliario—, sino que también los había introducido en la Comunidad. De día ganaban dinero para Sweater; de noche, salían a sargear con él.
—Me lo paso bien ayudando a estos chicos, pero yo ya estoy fuera de circulación —nos dijo Sweater cuando le preguntamos cómo se sentía ahora que había decidido pasar el resto de la vida con una sola mujer—. Eso sí, nadie puede decir que no me haya retirado en la cima. Pero ahora sé que sin compromiso no puede haber una verdadera relación.
En cierto modo, sentí envidia de Sweater: yo nunca había conocido a una mujer con la que pudiera comprometerme así.
Desde luego, el taller de Mystery nos había cambiado la vida a todos. Sweater se había hecho rico y estaba enamorado; Extramask por fin se había ido de casa de sus padres y había conseguido tener un orgasmo durante el coito, y yo viajaba por el mundo enseñando unas habilidades que hacía tan sólo un año ni siquiera sabía que existían.
Quien estaba realmente impresionado con Sweater, aunque no tanto por su éxito personal como por el negocio que dirigía desde su propia casa, era Mystery. De ahí que, cuando no estaba acribillando a preguntas a Sweater o a alguno de sus empleados sobre el negocio, pasara horas enteras sentado en la oficina observándolos trabajar en silencio.
—Esto es exactamente lo que necesito —le decía una y otra vez a Sweater—. Has creado un entorno social positivo y eso da lugar a un buen ambiente de trabajo. Y yo, mientras tanto, me estoy pudriendo en Toronto.
De camino al aeropuerto, Mystery y yo empezamos a planear nuestra siguiente aventura.
—Doy un taller particular en Toronto el mes que viene —me dijo Mystery—. Un tío me ha ofrecido mil quinientos dólares.
—¿Tanto?
La mayoría de los clientes de Mystery eran estudiantes universitarios que apenas conseguían reunir el dinero suficiente para pagar un taller colectivo, que Mystery había subido a seiscientos dólares, al tiempo que había reducido el número de noches de cuatro a tres.
—Su padre está forrado —me dijo Mystery—. Exoticoption, el del taller de Belgrado, le habló de mí. Estudia en la universidad de Wisconsin. Hace tan sólo unas semanas que se ha introducido en el foro de Internet de la Comunidad con el nombre de Papa.
La mayoría de las conversaciones con Mystery giraban en torno a algún tipo de plan: organizar talleres, preparar un espectáculo de magia de noventa minutos, crear una página web pomo en la que saldríamos follando disfrazados de payasos… Su última idea era el tatuaje oficial del MDLS.
—Todo el mundo en el foro se hará el tatuaje —me dijo antes de despedirnos en el aeropuerto—. Será un corazón, en la muñeca derecha, justo donde te toman el pulso. Así nos podremos reconocer entre nosotros. Y, además, es perfecto para un número de ilusionismo. Recuérdame que algún día te enseñe a parar el pulso durante diez segundos.
Varios MDLS ya se habían hecho el tatuaje; entre ellos, Vision. Pero había un problema: Vision nos había mandado una foto de su tatuaje y resultaba que no sólo se lo había hecho en la muñeca equivocada, sino mirando hacia el lado equivocado. El corazón tenía que estar justo encima de la vena en la que se toma el pulso, pero Vision se lo había hecho en el centro de la muñeca, a varios centímetros y mirando hacia él.
Sea como fuere, era un gesto de fidelidad; un pacto de por vida con la Comunidad.