EPÍLOGO
Antes de su sumisión final, Grecia aún dio unos últimos coletazos. En 149, un tal Andrisco se hizo pasar por hijo de Perseo y proclamó su intención de reconquistar Macedonia bautizándose a sí mismo Filipo VI. Al año siguiente, consiguió conquistar Tesalia y firmó una alianza con Cartago, lo que acarrearía funestas consecuencias para esta ciudad. Pero ese mismo año el pretor Cecilio Metelo lo derrotó en la segunda batalla de Pidna y convirtió Macedonia en una provincia romana. Gracias a eso, Metelo se ganó el sobrenombre de Macedonicus.
Aprovechando que el río andaba revuelto, la Liga Aquea también se sublevó. Por aquel entonces, los rehenes que se había llevado Emilio Paulo ya habían regresado, por lo que los romanos no pudieron tomar represalias contra ellos. Tampoco les hizo falta. Metelo bajó hacia el sur y en 147 venció a los rebeldes en la batalla de Escarfea.
Un año más tarde, el senado encargó la guerra contra los aqueos a Lucio Mumio. Éste los derrotó, y después tomó la ciudad de Corinto. Todos sus tesoros fueron saqueados y enviados a Roma, los varones pasados a cuchillo y las mujeres y los niños vendidos como esclavos. Tras esto, Mumio redujo la ciudad a cenizas.
Aquel año, el 146, fue el final de la independencia griega. La Liga Aquea fue disuelta y las democracias que aún existían fueron sustituidas por oligarquías. Grecia, cuya libertad había proclamado Flaminino medio siglo antes, se convirtió en una dependencia de la provincia de Macedonia.
Al menos, las ciudades que no se habían levantado contra Roma recibieron el estatus de civitates foederatae o aliadas. Entre ellas estaban Atenas, Delfos y Esparta, que no llegaron a ser saqueadas.
Tras la conquista de Grecia y Macedonia, Roma era más rica y poderosa que nunca. Prácticamente todas las orillas europeas del Mediterráneo eran suyas, y estaba a punto de dar el salto a África y Asia.
Pero su propia victoria la había cambiado. Por una parte, la influencia de la cultura griega en la romana llegó a tal grado —sobre todo entre las élites— que el poeta Horacio llegó a afirmar con razón: Graecia capta ferum victorem cepit, «La Grecia vencida conquistó a su fiero vencedor».
Por otra parte, los inmensos tesoros que entraron en Roma terminaron de transformarla. La ciudad de las siete colinas creció y se embelleció con decenas de templos, mansiones, monumentos y nuevos acueductos. Pero la riqueza engendró corrupción, una corrupción que dañaría el prestigio y las prestaciones de sus legiones, y haría inevitables las reformas que Mario introduciría en el ejército a finales del siglo II.
Por otra parte, paradójicamente —o tal vez no—, la afluencia de dinero y nuevos territorios agrandó las brechas sociales. Estas desigualdades precipitaron crisis violentas que desembocarían en aquel fenómeno tan griego que la República había logrado evitar durante siglos: la guerra civil. Y no una, sino varias.
En las nuevas guerras de conquista y en las contiendas civiles aparecieron nuevos generales, algunos tan hábiles como los Escipiones, los Flamininos o los Emilios. Pero, a diferencia de ellos, no eran tan fieles a las leyes ni a las tradiciones ancestrales. El auge de estos nuevos generales, como Mario, Sila, Pompeyo o Julio César, supondría al mismo tiempo la decadencia y la muerte final de la República.
Pero todo eso es historia de la que hablaremos en una próxima ocasión…