Roma entre guerras
¿Qué hacían los romanos entretanto? Al principio respetaron el pacto por el que ambas potencias se declaraban amigas, y se prohibió que los mercaderes romanos e italianos hicieran negocios con los mercenarios rebeldes. Roma devolvió asimismo a los prisioneros cartagineses que aún conservaba sin cobrar rescate.
Pero en el año 239, los mercenarios que Cartago tenía en Cerdeña se rebelaron y se apoderaron de la isla. La ciudad envió una flota y un ejército para recuperarla. En ese momento, los romanos declararon la guerra a Cartago, argumentando que esos barcos y esos soldados no iban dirigidos contra Cerdeña, sino contra Italia. No era más que un pretexto: los púnicos, que sufrían los últimos coletazos de la guerra de los mercenarios, no estaban precisamente en condiciones de embarcarse en aventuras expansionistas.
El resultado de este brevísimo conflicto fue que Cartago se rindió sin luchar, envió la flota de vuelta a casa y dejó que Cerdeña y también Córcega cayeran en manos de los romanos. Además, se vio obligada a pagar otros mil doscientos talentos de indemnización.
Si ya antes los cartagineses estaban resentidos contra los romanos, la forma en que éstos les arrebataron Cerdeña fue la gota que colmó el vaso. Pero de momento rechinaron los dientes y aguantaron.
Con todo esto, Roma dio los primeros pasos para transformarse en una potencia imperial, y Sicilia se convirtió en su primera provincia.
Aunque los propios romanos creían que la palabra latina provincia provenía de vincere, «vencer», parece que la etimología tiene más que ver con providentia, y se refiere a un territorio que se encomendaba al cuidado de un general o magistrado.
Las provincias no formaban parte integral del estado romano, aunque perdían su soberanía. El caso de Sicilia se repetiría después con otras provincias: una comisión de diez representantes del legado viajó a la isla para establecer una especie de constitución, la lex data provinciae.
Como había hecho en Italia, Roma estableció estatutos distintos para las diversas ciudades de Sicilia, y actuaría del mismo modo en otros territorios conquistados. Mesina, por ejemplo, firmó un foedus con Roma por el que disponía de autonomía administrativa y no pagaba impuestos, pero estaba obligada a enviar tropas cuando Roma lo requería. Otras ciudades pactaron tratados distintos, y algunas se convirtieron en civitates stipendiariae, que debían abonar un tributo. Tal como comentamos al hablar de la conquista de Italia, se trataba de aplicar el principio «Divide y vencerás».
Los siguientes territorios que se convirtieron en provincias, Córcega y Cerdeña, también cayeron como botín de la guerra contra Cartago. Aunque la manera de apoderarse de ellas fue inmoral y violó el tratado de paz, desde el punto de vista de la Realpolitik resultaba comprensible. Si Roma, que había decidido convertirse en una potencia naval, quería controlar el Mediterráneo occidental, el dominio de estas dos islas era imprescindible.
En realidad, este dominio lo ejercieron sobre todo en las zonas costeras, que adoptaron la cultura y el idioma latinos. En cambio, las zonas centrales de Córcega y Cerdeña, pobladas de bosques de difícil acceso, se resistían a la conquista. Sus moradores, bárbaros a los que llamaban pelliti («vestidos con pieles»), adoptaron una táctica de guerrillas que creó muchos problemas a los romanos. Durante mucho tiempo estas zonas apartadas siguieron siendo prácticamente independientes.
Aun así, en el año 227, Roma controlaba el litoral de ambas islas en grado suficiente como para organizarlas en una sola provincia que no se dividiría en dos hasta época imperial. Los romanos siempre consideraron que estas dos islas eran lugares atrasados e insalubres —en Cerdeña la malaria era endémica—, y sentían desprecio por sus pobladores. «Quien compra un esclavo de Córcega lamenta enseguida haber desperdiciado su dinero», decían.