Pirro en Italia
Antes de lanzarse a la guerra, Pirro consultó a diversos oráculos, como era costumbre en la época. En el propio Epiro se encontraba el santuario de Dódona, consagrado a Zeus, donde los sacerdotes interpretaban el sonido del rumor del viento en las hojas de un robledal sagrado.
Pero el más importante de los oráculos griegos se hallaba en Delfos, en Grecia central. Según un fragmento de Ennio, autor a quien los romanos consideraban el padre de su poesía, cuando Pirro preguntó qué pasaría si viajaba a Italia, la pitonisa de Delfos contestó: Aio te Romanos vincere posse, «Digo que tú puedes vencer a los romanos».
Tras recibir la aquiescencia de Apolo, Pirro estaba tan impaciente por marchar hacia Italia que no esperó a que llegara la estación más propicia y partió en invierno. Un temporal se abatió sobre su flota. Él consiguió arribar a Tarento con su nave capitana, un septirreme más pesado y resistente que los demás, pero acompañado tan sólo por dos mil soldados y un par de elefantes.
Por suerte, la tempestad no debió de ser tan fuerte, porque sólo dispersó las naves, no las destruyó. Poco a poco, el resto de la flota fue presentándose en el puerto.
Mientras tanto, Pirro no había permanecido ocioso. Al comprobar lo amantes de la juerga que eran los tarentinos, suspendió las festividades, cerró el teatro y las tabernas y reclutó a todos los varones aptos para el servicio militar. Eso no lo hizo precisamente popular entre los ciudadanos, que se habían vuelto bastante melindrosos con el tiempo, y muchos abandonaron Tarento.
Mientras tanto, los romanos, avisados de la llegada de Pirro, enviaron al sur un ejército de más de treinta mil hombres con su cónsul Valerio Levino. Pirro, al ver que el inmenso ejército prometido no llegaba, salió de Tarento con sus tropas y con la milicia ciudadana y viajó primero al norte y luego al oeste, siguiendo la costa del golfo.
Antes del enfrentamiento, que se produjo cerca de la ciudad de Heraclea, Pirro divisó de lejos al adversario. Cuando vio el campamento romano organizado con tanto orden, le dijo a un amigo: «Este campamento de bárbaros no es de bárbaros, Megacles».
El propio Pirro acampó en la orilla izquierda del río Siris, utilizándolo como barrera para los romanos mientras él organizaba sus líneas. Pero los legionarios empezaron a cruzarlo por varios puntos a primeras horas del día y pusieron en fuga a las tropas ligeras que Pirro había dispuesto para vigilar los vados.
Aunque las cosas se habían apresurado más de lo que él habría querido, el rey del Epiro decidió tomar la iniciativa y cargó al frente de sus tres mil jinetes contra la caballería enemiga, formada en su mayor parte por aliados de los romanos. Pero no consiguió desbaratarla como esperaba, y él mismo resultó descabalgado por un jinete que mató a su caballo de un lanzazo.
Al ver que su primera maniobra no funcionaba, Pirro ordenó a su falange de sarisas que, en lugar de mantener el terreno —su función más habitual—, embistiera contra el frente de la legión.
Éste fue el primer choque entre las dos máquinas de guerra, la legión romana y la falange macedónica. Por el momento, ambas fuerzas se estancaron en un punto muerto, sin avanzar ni retroceder.
Pirro decidió recurrir a sus elefantes, que hasta entonces había guardado en reserva. La caballería romana y aliada, que había mantenido el terreno contra la del epirota, huyó despavorida. Los jinetes tesalios se vieron libres de enemigos y pudieron lanzar una ofensiva lateral contra las legiones de Valerio, clavadas en el sitio por aquel choque de titanes con la falange de sarisas.
Atacados por dos sitios a la vez, los legionarios acabaron rompiendo filas y retirándose al otro lado del río. Como dueño del campo de batalla, Pirro fue el vencedor oficial. Así pues, en el primer enfrentamiento falange versus legión, vencía la primera…, con la inestimable ayuda de los elefantes y la caballería. Pues el talento que Pirro había aprendido de los sucesores de Alejandro consistía en combinar de forma flexible varios cuerpos y armas distintos.
En la batalla de Heraclea, los romanos perdieron siete mil hombres. En el ejército de Pirro, por su parte, murieron cuatro mil. Eso suponía más del 10 por ciento, una proporción exagerada para un ejército ganador. De ahí el adjetivo de «pírrica» para una victoria que se obtiene con casi tantos daños para el vencedor como para el vencido. (Por alguna razón que no entiendo, algunos comentaristas de fútbol denominan también «pírrica» a una victoria por 1-0. Lo sería si el equipo ganador sale del campo con ocho lesionados y pierde el resto de los partidos de la liga).
Además, los hombres que perdió Pirro eran más valiosos que los romanos. Por supuesto, hablamos de términos militares, no morales. Los soldados del rey del Epiro eran profesionales, veteranos curtidos en muchas campañas, con una experiencia y un adiestramiento que no se podían conseguir en nuevos reclutas de la noche a la mañana.
En cambio, la mayoría de las bajas romanas debieron de producirse en las primeras filas, donde formaban los hastati. Éstos eran los soldados más jóvenes y, en cierto modo, no resultaba demasiado difícil reemplazarlos.
Mientras que los recursos humanos con que contaba Roma se cifraban en cientos de miles, los de Pirro eran mucho más reducidos. Entre los ciudadanos romanos todos eran reclutables, incluso los proletarios o capite censi que apenas tenían bienes, pero combatían en la infantería ligera. Por el contrario, como hemos visto, en lugares como Tarento los ciudadanos se negaban a empuñar las armas y contrataban a mercenarios. Lo que ocurría allí se repetía en otras ciudades, como Cartago, tal como veremos al hablar de las guerras púnicas.
Al examinar el campo de batalla y ver las montoneras de cadáveres, el rey del Epiro debió pensar que había topado con un hueso duro de roer. Según el historiador Dión Casio, dijo: «Con soldados como éstos, podría conquistar el mundo». Dudo mucho que pronunciara estas palabras delante de sus hombres, pero pueden reflejar la admiración que sintió ante sus nuevos enemigos, a cuyos muertos hizo enterrar con los debidos rituales.
En cualquier caso, el vencedor, por el momento, era Pirro. Los aliados que le habían prometido y que no llegaban se animaron por fin a pasarse a su bando, entre ellos lucanos y samnitas.
De todos modos, el rey prefería solventar la guerra sin perder más hombres de aquel ejército tan valioso para él. Por esa razón envió a Roma a un destacado orador llamado Cineas para que convenciera al senado de que firmara la paz. Mientras tanto él, junto con sus nuevos aliados, se dirigió hacia el centro de Italia.
Cineas ofreció a los romanos devolverles sus prisioneros sin rescate. A cambio, debían reconocer la independencia de las ciudades griegas de Italia y devolver sus territorios a samnitas, lucanos y otros pueblos. Entre los senadores, algunos vacilaban, comprendiendo que el enemigo al que se enfrentaban también era formidable.
En los relatos sobre Pirro, normalmente se adopta su punto de vista, por lo que el lector actual tiende a empatizar con el temor y la admiración que despertaba Roma en el rey del Epiro. Pero si nos ponemos en la piel de los romanos, es fácil comprender que también albergaban miedos y dudas. Habían perdido en una batalla campal contra un adversario que no luchaba como ellos, que poseía el prestigio casi divino de los monarcas helenísticos y que traía aquellas bestias fabulosas a las que los romanos llamaban «bueyes lucanos».
El impacto de aquella primera batalla contra los elefantes quedaría grabado para siempre en el imaginario romano. Mucho tiempo después, en el siglo IV d.C., el autor cristiano Ambrosio escribió:
Los elefantes cargan contra sus adversarios con una fuerza irresistible. Ninguna línea de soldados con los escudos trabados puede detenerlos. Son como montañas que se mueven por el campo de batalla, y su ensordecedor trompeteo causa pavor. ¿De qué sirven unos pies rápidos, unos músculos fuertes o unas manos rápidas para enfrentarse a una torre móvil que lleva hombres armados? ¿De qué le sirve su corcel al jinete? Asustado ante el inmenso tamaño de la bestia, el caballo huye despavorido.
Al oír que había un embajador de Pirro hablando en la Curia y que algunos senadores se planteaban la posibilidad de ceder a sus exigencias, el anciano Apio Claudio, el mismo censor que empezó las obras de la via Appia y el aqua Appia, hizo que lo transportaran en una litera para asistir a la reunión.
Por aquel entonces estaba retirado. Ya había perdido la vista y le aplicaban el sobrenombre de Caecus con que sería conocido por la posteridad. «Pero desearía haber perdido también el oído —dijo— y estar sordo antes que oír cómo en esta cámara se pronuncian en voz alta discursos de rendición».
La vibrante soflama de Apio Claudio enardeció a los senadores. Pero, incluso sin su discurso, es muy dudoso que hubiesen aceptado negociar con Pirro. Incluso en circunstancias más duras, los romanos demostrarían siempre que para ellos la rendición no era una opción.
La respuesta que recibió Cineas fue un «no» rotundo. El orador salió de la ciudad para darle las malas noticias a Pirro.
Éste no había permanecido ocioso, sino que había avanzado hacia el norte, hasta llegar a menos de sesenta kilómetros de Roma. Pero ni la cercanía del señor de la guerra epirota ni la de los elefantes asustaron a los romanos, que siguieron en sus trece.
Por otra parte, el ejército del otro cónsul, que había estado luchando contra los etruscos en el norte, regresó a Roma. Pirro decidió que era mejor no batallar de nuevo y regresó hacia el sur, para pasar el invierno en Tarento.
Nos ha llegado una anécdota muy curiosa sobre el talante de los romanos. Éstos enviaron a Tarento al exconsular Gayo Fabricio para negociar el rescate de los prisioneros. Pirro trató de sobornarlo para que presionara en el senado a favor de la paz, ofreciéndole cada vez pagarle sumas más altas.
Como así no conseguía nada, al día siguiente hizo que le acercaran a hurtadillas un elefante para asustarlo. El animal levantó la trompa junto a la oreja de Fabricio y soltó un barrito estruendoso. El romano, sin inmutarse, le dijo a Pirro: «Ni ayer me convenció tu oro, ni hoy tu elefante».
Al año siguiente, en 279, se libró la segunda gran batalla de esta guerra. Pirro había contratado más mercenarios y traído más tropas del Epiro, y también más elefantes. Para financiar tanto gasto, impuso fuertes tributos a sus aliados, lo que seguramente redujo su popularidad.
El combate se libró en Ásculo, en la comarca de Apulia, no muy lejos del mar Adriático. En ella se enfrentaron unos cuarenta mil guerreros por cada bando. Según Dionisio de Halicarnaso, los romanos habían diseñado algunas armas específicas contra los elefantes. Tenían grandes carros tirados por bueyes y armados con largas picas móviles rematadas por hoces y tridentes, y también calderos llenos de brea inflamable para lanzar contra los paquidermos.
El primer día se combatió en un terreno escabroso y sembrado de árboles, lo que impidió que Pirro pudiera usar la caballería y los elefantes como él quería.
Sin embargo, en la segunda jornada, el rey logró anticiparse y ocupar las áreas más escarpadas con destacamentos de infantería ligera que hostigaron con sus proyectiles a los romanos y les impidieron maniobrar —o refugiarse— en esas zonas. De ese modo, las legiones del cónsul Publio Decio Mus tuvieron que pelear en un terreno llano más conveniente para su enemigo.
Aun así, los romanos lograron contener las temibles sarisas del enemigo durante un rato. Después, los paquidermos volvieron a cargar. Pese a los ingenios antielefante que describe Dionisio, lo cierto es que aquella embestida rompió las filas del cónsul, y Pirro quedó de nuevo dueño del campo de batalla.
Esta vez los romanos perdieron seis mil hombres, mientras que Pirro sufrió tres mil quinientas bajas. Cuando le felicitaron por la victoria, respondió: «Si ganamos otra batalla así a los romanos, estamos perdidos». Sabía bien que sus enemigos podían compensar aquella merma, mientras que a él le resultaba cada vez más costoso.
Algunos autores reprochan a Pirro que era un general brillante sólo a rachas, pero como estratega o incluso como táctico dejaba que desear. Alegan, por ejemplo, que en Ásculo perdió un día entero en un campo de batalla desfavorable.
En mi opinión, podemos darle la vuelta a ese mismo argumento: al día siguiente, Pirro consiguió convertir el terreno desfavorable en propicio gracias al acertado empleo de unidades especializadas para cada misión concreta. Como siempre, juzgamos la historia a toro pasado, con la ventaja que nos da saber quién acabó venciendo en cada guerra.