Honor y Gloria
En el año 222, los galos, agotados tras tantas derrotas, pidieron la paz. Los cónsules del año, Marco Claudio Marcelo y Cneo Cornelio Escipión, se negaron, movidos por el afán de gloria y triunfo personal.
Hagamos una pausa para estudiar ciertos cambios que se habían producido en Roma de forma paulatina. Debido a la lucha de los órdenes, los plebeyos habían conseguido que las magistraturas estuvieran abiertas a todos los ciudadanos.
Pero ésta sólo era la teoría. Los patricios que durante el primer siglo de la República habían monopolizado los cargos públicos aplicaron el principio de «Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él», y asimilaron a las principales familias plebeyas.
A estas alturas del siglo III a.C., existía en Roma una nueva élite, la llamada nobilitas, de donde proviene nuestra palabra «nobleza».
¿Qué definía a esta élite? Un ciudadano podía afirmar de sí mismo que era nobilis si tenía algún antepasado que hubiera sido elegido cónsul. Eso reducía el número de nobles más de lo que cabría esperar. No todo el mundo llegaba a lo más alto del cursus honorum, la carrera de las magistraturas. Sólo los ricos podían optar a los puestos que llegaban al consulado.
Ni siquiera valía cualquier tipo de riqueza, sino sólo la que se consideraba honorable: la posesión de tierras. Dedicarse al comercio o a la banca, o ser escriba, bastaba para que los censores borraran a un ciudadano de las listas del senado y le impidieran desempeñar magistraturas.
Al repasar las listas de cónsules de la época no sólo se ve que muchas personas repetían el cargo, sino que aparecen una y otra vez los nombres de las mismas familias. Los lectores que sientan curiosidad y consulten estas listas en páginas de Internet comprobarán cuántas veces se encuentran nombres como Papirio Cursor, Valerio Máximo, Cornelio Escipión, Atilio Régulo o Fabio Máximo, por citar sólo unos pocos.
Al final, el sistema entraba en un círculo vicioso. Sólo los que tenían antepasados cónsules podían convertirse en cónsules, lo que añadía más nobleza todavía a su familia y facilitaba que sus hijos y nietos alcanzaran la misma distinción.
¿Podía romperse este círculo? Sí, pero ocurría en contadas ocasiones. Cuando alguien cuya familia no había ocupado altas magistraturas alcanzaba el consulado, se decía de él que era un homo novus, un hombre nuevo.
Es muy difícil encontrar personajes así en las listas. Ya hemos visto a uno, Cayo Duilio, que venció la primera batalla naval contra Cartago en 260. Sin embargo, no hallamos ningún otro Duilio después de él. Otros novi homines que se convirtieron en cónsules fueron Catón el Censor en el año 197, Mario en 107 y Cicerón en 63. Pero son excepciones que confirman la regla.
Esta nueva nobleza romana, como ya quedó comentado, incluía también familias plebeyas. Por las leyes Licinias-Sextias, desde el año 367 uno de los cónsules como mínimo tenía que ser plebeyo. El cargo de tribuno de la plebe, que al principio era totalmente independiente del cursus honorum, se convirtió en un peldaño más que interesante para que los jóvenes de las familias plebeyas ascendieran en política. Eso hizo que los tribunos fuesen cada vez menos radicales y revolucionarios en sus propuestas; aunque, por supuesto, hubo excepciones.
Los siglos III y II marcaron el auge de este sistema y del poder e influencia de un senado copado por los nobiles, que eran más del 70 por ciento de los senadores y que hacia el año 100 a.C. ascendían ya al 90 por ciento. Se trataba de una jerarquía fieramente competitiva. En ella, los miembros de la élite peleaban por obtener gloria y alabanzas, gloria et laus, y lo hacían sobre todo demostrando su valor guerrero, su virtus.
Con el tiempo, los políticos romanos también podrían destacar por sus dotes oratorias. Pero en la época que nos ocupa la única forma de conseguir la gloria era alcanzar grandes logros en el consulado, y no había ninguno mayor que un triunfo militar.
Por eso, los cónsules de cada año marchaban gustosos a la guerra. Si no había una, la inventaban, tal como hicieron Marcelo y Cornelio Escipión en el año que ha dado pie a esta digresión. En buena parte, este afán de gloria explica por qué la política de Roma era tan expansiva y agresiva. En suma, por qué era tan imperialista.
Para descubrir esta mentalidad en la clase dirigente de Roma no hay que hacer complejos estudios psicológicos. Ellos mismos la exhibían, pues la humildad no se consideraba en absoluto una virtud romana. Dejemos que nos lo explique Quinto Cecilio Metelo, que en el año 221 pronunció una alabanza funeraria de su padre. Sus palabras las transmitió Plinio el Viejo:
Quinto Metelo […] dejó escrito que su padre había conseguido las diez cosas mejores y más importantes:
Su ambición era ser el primer guerrero, el mejor orador, el general más poderoso, el magistrado que consiguiera las mayores proezas bajo su auspicio, recibir los más altos honores, ser el más sabio, ser el senador más distinguido, adquirir grandes riquezas de forma honrada, dejar muchos hijos y ser el hombre más famoso de la ciudad.
Todo eso lo consiguió él solo, y nadie más después de la fundación de Roma.
Al oír algo así, los griegos habrían mirado a las alturas, esperando el rayo de Zeus para castigar la soberbia o hybris de quien tanto alardeaba de sus logros. Pero la mentalidad romana era muy distinta. El éxito no se ocultaba por temor a la envidia de los dioses, sino que se ostentaba delante de los demás.
Las manifestaciones de esta competición por ser el mejor se hallaban a la vista por todas partes. Los nobiles construían templos fastuosos en agradecimiento a los dioses y celebraban grandes triunfos militares. Las armas que le arrebataban al enemigo no sólo las enseñaban en sus casas, sino a veces colgadas sobre el dintel de la puerta para que todos los romanos que pasaran por allí pudieran admirarlas.
Una de las expresiones más llamativas de la gloria que pretendían monopolizar los nobiles era el ius imaginum, o el derecho a mostrar en público imagines o máscaras funerarias de los muertos.
Cuando un romano que hubiera desempeñado una magistratura mayor fallecía, le sacaban un molde en cera de la cara y a partir de él esculpían un retrato. Estos bustos se guardaban en casa en el atrio, dentro de cajas de madera o de receptáculos tallados en forma de templos.
Durante los funerales o los grandes sacrificios públicos, los miembros de las familias nobles contrataban a actores que desfilaban con ricos ropajes y las máscaras de estos antepasados. Conociendo la seriedad con que los romanos se tomaban las cosas del más allá, muchos de los presentes se estremecerían, creyendo hallarse en presencia de aquellas impresionantes figuras del pasado.
Habíamos dejado la guerra contra los galos en el año 222, durante el consulado de Cornelio Escipión y Claudio Marcelo.
Los Marcelos eran la rama plebeya más distinguida dentro de la gens Claudia. ¿Cómo podían coexistir en un mismo linaje familias patricias y plebeyas? Lo más probable es que los Marcelos fuesen descendientes de antiguos clientes o libertos de la gens original Claudia, que con el tiempo se habían ennoblecido.
A Claudio Marcelo le tardó en llegar la gloria que tanto ansiaba, pues tenía al menos cuarenta y seis años cuando lo nombraron cónsul por primera vez. Pero el destino le compensó, pues después consiguió que lo eligieran cuatro veces más.
Ya desde joven había destacado por su destreza en el combate cuerpo a cuerpo: en Sicilia salvó a su hermano, cubriéndolo con su escudo y matando a los dos enemigos que lo atacaban.
Ahora esa habilidad le resultaría muy útil. La ciudad de Clastidio estaba sufriendo el asedio de diez mil galos insubres. En realidad, se trataba de una maniobra de distracción para que los romanos levantaran el cerco de otra ciudad, Acerra, que se hallaba al norte, en la orilla opuesta del Po. Allí acudió Claudio Marcelo con la caballería y parte de la infantería, la más rápida, ya que la velocidad era fundamental.
El rey de los gesatas que sitiaban Clastidio era Viridomaro, o Britomarto para los romanos. Cuando Marcelo y él se vieron, ambos embutidos en lujosas armaduras, cada uno de ellos comprendió que el otro era el jefe del ejército enemigo, y ni cortos ni perezosos talonearon los flancos de sus caballos para embestirse.
En el choque, Marcelo golpeó con su lanza el pecho de Viridomaro y le perforó el pectoral. El galo cayó de espaldas como en una justa medieval y Marcelo lo remató de dos rejonazos más. Después desmontó y, poniendo las manos sobre aquella rica armadura con ataujías de oro y plata, la consagró a Júpiter Feretrio, «el que arrebata el botín» o «el que hiere». Gracias a esa victoria en un duelo singular contra el caudillo enemigo, Marcelo consiguió la más alta condecoración de Roma, los spolia opima.
Tras la muerte de Viridomaro, se libró una batalla general en la que vencieron los romanos. Gracias a ello, pudieron romper el sitio de Clastidio y expulsar a los galos. Éstos se retiraron al norte y buscaron refugio en Mediolanum, capital de los insubres y antepasada de la actual Milán. Pero el otro cónsul, Cornelio Escipión, la atacó y no tardó en tomarla.
Después de tantas derrotas, las tribus galas de la región se resignaron al yugo romano. En el año 218, Roma fundó dos nuevas colonias, Cremona y Placentia, cada una de las cuales recibió seis mil ciudadanos varones.
El nombre de Placentia, «la que complace», era una especie de señuelo para atraer a los colonos. Sin embargo, sus comienzos fueron difíciles. En 206 muchos de sus habitantes quisieron abandonar la ciudad por el acoso galo. Pero Placentia, que dominaba la entrada al valle del Po, poseía una importancia estratégica vital, y uno de los cónsules de aquel año persiguió prácticamente a lazo a los desertores para devolverlos al redil.
Con el tiempo, otras ciudades situadas en puestos avanzados recibirían el mismo nombre para atraer a la población. Así, en el año 1186 d.C., el rey Alfonso VIII de Castilla fundó al sur de Salamanca una ciudad libre llamada Placentia con el lema Ut placeat Deo et hominibus, «Para que agrade a Dios y a los hombres». Si la Placentia italiana se convirtió en Piacenza, el nombre de la española evolucionaría a Plasencia. Sirva esto como pequeño homenaje a la ciudad extremeña en que vivo y doy clase de griego desde hace veinte años.
Aparentemente, los celtas de la Galia Cisalpina habían quedado sometidos. Pero la presencia de aquellos colonos romanos tan al norte, casi al pie de los Alpes, constituía una provocación constante y un recordatorio de las humillantes derrotas sufridas.
Los galos tendrían la oportunidad de resarcirse. Muchos de los generales que habían luchado en estas guerras volverían a enfrentarse a ellos. Pero, si esperaban toparse de nuevo con hordas de guerreros ávidos de gloria y furiosos como los berserkers nórdicos, se llevarían un buen chasco. Pues en esta ocasión esos galos servirían bajo un nuevo comandante mucho más astuto que sus oponentes.