Naufragios y otros reveses
Aún no habían terminado los sinsabores para la República. El senado envió una flota de trescientos cincuenta barcos para recoger a los soldados que habían quedado en Aspis. No muy lejos de allí, se enfrentaron a doscientas naves cartaginesas y las derrotaron. Después, la armada se dirigió hacia el suroeste de Sicilia, con la intención de impresionar por su puro tamaño a las ciudades costeras y conseguir que se pasaran a su bando.
Los pilotos más experimentados ya habían advertido de que el litoral sur de Sicilia estaba plagado de rocas y acantilados y apenas ofrecía fondeaderos. Además, en esa época del año, el mes de julio, las tormentas eran frecuentes e imprevisibles.
Los cónsules no hicieron caso, y se empeñaron en acercarse a la costa, donde las tempestades resultan aún más peligrosas que en alta mar por la cercanía de escollos y rompientes. La tormenta estalló e hizo zozobrar unas naves, mientras que a otras las estrelló contra los acantilados, sembrando la costa de cadáveres y maderos astillados. El hecho de que los quinquerremes romanos fueran cargados de proa por el peso de las pasarelas de abordaje contribuyó al desastre.
El resultado fue aterrador. De aquella flota tan sólo quedaron ochenta barcos. Se calcula que en aquella tempestad perecieron noventa mil personas, una cifra que pone los pelos de punta.[16] Cuando habla de este asunto, el historiador Polibio, que suele ser bastante prorromano, no puede evitar criticarlos y decir que esas cosas les ocurrían y les volverían a ocurrir por empeñarse en que podían navegar y viajar por todas partes y en cualquier época del año, como si fueran los amos de la naturaleza.
Gracias precisamente a las fuerzas de la naturaleza y a su éxito en África, los cartagineses parecían llevar las de ganar. Pero fue por poco tiempo. En 254, los romanos construyeron otros doscientos veinte barcos en tan sólo tres meses. Con ellos atacaron la ciudad de Panormo, la actual Palermo, y la tomaron. A catorce mil de sus habitantes les hicieron pagar su propio rescate, y a otros trece mil los vendieron como esclavos: de algún sitio había que sacar el dinero para financiar esa guerra tan costosa.
La caída de Panormo supuso un duro golpe para Cartago, pues era la más rica de las ciudades que poseían en Sicilia. La franja que todavía dominaban en la isla no hacía sino reducirse.
Al año siguiente, en 253, la guerra volvió a pasar a África, donde la flota romana se dedicó a hacer incursiones por la costa y a saquear todo el botín que pudieron.
Después llegaron a la isla de Meninge, situada en el golfo de Gabés. Meninge era conocida en la Antigüedad porque se suponía que allí vivían los lotófagos. Este pueblo se alimentaba tan sólo de frutos de loto que hacían perder la memoria y que debían sumirlos en un estado a medias entre la felicidad y el estupor, como si estuvieran todo el día colocados de marihuana.
Al menos, así lo contaba Homero: en la Odisea, Ulises llegó a esta isla con sus compañeros y le costó un trabajo indecible que dejaran de comer loto y volvieran a embarcar en las naves. Hoy Meninge, conocida como Djerba o Yerba —que suena a chiste después de lo que he dicho—, es visitada por frikis de la saga de La guerra de las galaxias, pues en sus desérticos parajes se rodaron muchas de las escenas del planeta Tatooine.
Como no conocían la zona, los romanos embarrancaron en unos bajíos. Cuando descendió la marea quedaron encallados fuera del agua. Al llegar la pleamar, la única forma que tuvieron de despegar las naves del fondo fue arrojar toda la carga. ¡Adiós al botín saqueado! Zarparon casi como si huyeran y viajaron a Sicilia, donde fondearon en Panormo, que ya era suya. Desde allí trataron de volver directamente a Roma, arriesgándose a una travesía por alta mar, y volvió a sorprenderlos otra tormenta que echó a pique más de ciento cincuenta naves.
Esto debió agotar los recursos de los romanos, o tal vez pensaron que insistir en construir otra flota era tentar a los dioses, un pecado de soberbia que los griegos denominaban hybris. Por el momento, decidieron conformarse con operaciones terrestres y con flotas más modestas.
Confiados más por los reveses romanos que por sus propios éxitos, los cartagineses resolvieron pasar a la contraofensiva. El general Asdrúbal tomó un ejército en el que había ciento cuarenta elefantes y trató de reconquistar la ciudad de Panormo, que estaba defendida por el cónsul Cecilio Metelo y por dos legiones. Pensaba que, gracias al pánico que habían adquirido los romanos hacia los paquidermos, conseguiría derrotarlos fácilmente.
Precisamente los elefantes fueron su perdición: los legionarios de la primera fila emprendieron la desbandada perseguidos por las grandes bestias, pero se trataba de una trampa. Cuando los elefantes se acercaron a la ciudad, se encontraron con arqueros en las almenas y con una nutrida línea de soldados armados con jabalinas en el foso.
La lluvia de proyectiles hizo que los elefantes se dieran la vuelta. En el mayor desorden posible, cayeron sobre sus propias tropas sembrando el caos y el pánico y aplastando a cientos o a miles de hombres bajo sus patas. Fue algo parecido a lo que le había ocurrido a Pirro en Malventum.
Se trató de una derrota contundente para los cartagineses, que además perdieron sus elefantes. Metelo hizo que los apresaran y los envió a Roma. En cuanto a Asdrúbal, parece que sufrió el destino habitual entre los generales que fracasaban: la cruz.
Existe una tradición relativa a Régulo que no aparece en Polibio, pero sí en otros autores. El excónsul que había invadido África llevaba prisionero cinco años cuando los cartagineses, desmoralizados tras su último fracaso en Panormo, decidieron enviar una legación a Roma para pedir la paz o, al menos, solicitar un intercambio de prisioneros. A Régulo le permitieron acompañar a esta embajada con una condición: debía prometer que, si no lograba convencer a sus compatriotas de que aceptaran el intercambio, regresaría a Cartago.
Cuando Régulo llegó a Roma, se levantó ante los senadores y dijo que no debían aceptar la propuesta ni molestarse en pagar rescate o entregar prisioneros a cambio de alguien como él, que había sido derrotado. El senado rechazó, en efecto, firmar la paz.
Terminada la sesión, los amigos y familiares de Régulo intentaron persuadirlo para que se quedara en la ciudad, pero él se empeñó en que había dado su palabra y volvió a Cartago. Allí, cuando los demás embajadores informaron de que Régulo había boicoteado las conversaciones de paz, los cartagineses lo sometieron a horribles torturas. Según algunos autores, lo encerraron en un ataúd lleno de clavos, y según otros le arrancaron los párpados y, tras encerrarlo en un oscuro calabozo, lo sacaron y lo tendieron bajo los rayos del sol, y por último hicieron que lo pisoteara un elefante.
Todo esto suena muy heroico, y muy revelador de la virtus y la fides romanas. Pero el hecho de que no aparezca en Polibio, la fuente más fiable, hace que la mayoría de los historiadores piensen que se trata de una fábula inventada por los descendientes de Régulo para embellecer su memoria y tapar con este hermoso relato de heroísmo su fracaso ante las puertas de Cartago.
A los púnicos sólo les quedaban dos ciudades en Sicilia, Drépana y Lilibeo, que centraron el resto de la contienda. En el año 249, los romanos decidieron atacar Lilibeo con dos ejércitos consulares apoyados por una gran flota.
En esta ocasión recurrieron a obras de asedio y a arietes para abrir brechas en las murallas. Era la primera vez que los romanos hacían algo así, y probablemente les ayudaron los consejos y las máquinas de su aliado Hierón. El asedio se prolongaría durante el resto de la guerra, con ofensivas y contraofensivas: tan pronto los romanos derribaban una torre con sus minas como los sitiados excavaban túneles denominados «contraminas» o levantaban nuevas murallas a pocos pasos de las que estaban siendo derruidas.
Pese al cerco, los cartagineses seguían burlando el bloqueo por mar e introduciendo víveres en la ciudad. Puesto que la situación se estancaba, uno de los cónsules, Publio Claudio Pulcro (en latín Pulcher, «el guapo») decidió cambiar de planes y lanzar un ataque sorpresa sobre el otro puerto-fortaleza, Drépana. Para ello, zarpó de noche con ciento veinte barcos y se dirigió a la ciudad.
Por desgracia, la flota se dispersó. Cuando amaneció, la luz del sol iluminó un larguísimo reguero de barcos que no podía llamarse de ningún modo «formación de combate». Además, la nave de Claudio Pulcro se hallaba en la retaguardia, desde donde no podía controlar la situación.
Para colmo, el cónsul incurrió en la ira divina. Antes de cada empresa los cónsules debían interpretar la voluntad de los dioses, tal como era su prerrogativa. En este caso, el augurio consistía en ver cómo comían los pollos sagrados. Los plumíferos en cuestión, tal vez mareados por los balanceos de la cubierta, se negaban a comer, cosa que preocupaba a los sacerdotes. Claudio Pulcro, demostrando el talante soberbio que a menudo se atribuía a los miembros de la gens Claudia, hizo que los arrojaran al mar y dijo: «¡Pues si no quieren comer, que beban!».
Como ocurrencia ingeniosa tenía su gracia. Pero quienes presenciaron la escena debieron hacer todo tipo de gestos y ensalmos para alejar la cólera de los dioses.
Se debiera a los pollos o no, el resultado de la batalla fue desastroso. En lugar de dejarse bloquear en el puerto, el general cartaginés Adérbal salió a la mar y presentó batalla a la desordenada flota romana. El ala derecha de su escuadra atacó la retaguardia enemiga, y hundió o capturó más de noventa barcos. En ello influyó que los romanos habían renunciado al corvus. La razón fue que el invento que tan buen resultado les dio en las primeras batallas había tenido la culpa de que sus pérdidas en las dos grandes tormentas fueran tan altas.
Entre los que escaparon del desastre se encontraba Claudio Pulcro. De regreso a Roma, lo juzgaron por perduellio, un delito de alta traición ya codificado en las Doce Tablas. De haber sido condenado, a Claudio lo habrían arrojado por la Roca Tarpeya o lo habrían ahorcado, pero se conformaron con imponerle una multa. Pocos años después se suicidó, pues no podía soportar el descrédito en que había caído.
(Como muestra del talante elitista y despótico de la gens Claudia, se cuenta que tras la muerte de Claudio, su hermana, que volvía de ver los juegos en un carruaje y no conseguía abrirse paso entre la multitud, dijo en voz alta: «Ojalá mi hermano siguiera vivo y le dieran el mando de otra flota. ¡Así se ahogarían unos cuantos miles de indeseables más!». Unos ciudadanos la oyeron, y fue juzgada y multada.
Como el historiador Barthold Niebuhr afirmó: «Esa casa [la Claudia] produjo a lo largo de los siglos varios personajes eminentes, unos pocos grandes hombres y casi nadie que tuviera nobles intenciones. En todas las épocas se distinguieron por su espíritu altanero, su desdén por las leyes y su implacable corazón de hierro». Juicio moral decimonónico y rotundo que no emitirían los historiadores de hoy día en términos tan retóricos, pero que los propios romanos habrían suscrito).
Los desastres para los romanos se sucedían. Poco después, Junio Pulo, el cónsul colega de Claudio Pulcro, emprendió la circunnavegación Sicilia con ciento veinte naves de guerra y nada menos que ochocientos transportes con provisiones para el ejército que asediaba Lilibeo.
Como el convoy se desordenó, Pulo se detuvo en Siracusa para esperar a los rezagados y envió por delante la mitad de las naves de carga con una escolta de quinquerremes. Esta parte de la flota fue atacada por el cartaginés Cartalón, y los cuestores que la mandaban dieron orden de refugiarse en la costa, que era muy escarpada.
Poco después aparecieron los demás barcos romanos con el cónsul. Al ver al enemigo, Pulo decidió también acercarse a la orilla. Para su desgracia, en ese momento se desató otra tormenta. Los cartagineses, más avispados, huyeron de ella doblando el cabo Paquino, el vértice sur de la isla de Sicilia. Pero las naves romanas, azotadas por el viento y las olas contra las rocas de aquella costa inhóspita, quedaron tan destrozadas que no hubo forma de reparar los barcos.
Habría sido el momento para que Roma se rindiera…, si los genes de la rendición hubiesen estado en su ADN.
Por el momento, renunciaron a nuevas empresas navales. Las pérdidas materiales y humanas tras los últimos desastres debían dar vértigo, y así lo demuestra el censo de los años 247-246, que refleja una caída de cincuenta mil ciudadanos con respecto al de cinco años antes. Durante esta guerra, se calcula que el 12 por ciento de la población masculina disponible en Italia estaba constantemente movilizada: eso significaba que todas esas manos no trabajaban, y había que alimentar las bocas de sus dueños, lo que suponía un ingente esfuerzo económico.
Sin embargo, los romanos siguieron manteniendo la presión por tierra sobre Lilibeo y Drépana. Por mar, se contentaron con animar a ciudadanos particulares a que fletaran naves por su cuenta para atacar los navíos mercantes de Cartago: una auténtica patente de corso.