Mirando hacia el este

Una vez que se habían decidido a salir de la península, los intereses de los romanos no se limitaron al Mediterráneo occidental. Al otro lado del Adriático se hallaba Iliria, una región al norte del Epiro que se correspondería más o menos con el territorio de la antigua Yugoslavia.

Allí gobernaba desde el año 231 la reina Teuta, una de las pocas mujeres guerreras en esta historia dictada por varones. Había subido al trono por la muerte del anterior rey, su esposo Agrón, que había convertido a Iliria, hasta entonces una región atrasada y desunida, en una potencia importante.

Teuta continuó la política expansiva de su marido y la amplió. No sólo consintió que sus súbditos ilirios siguieran ejerciendo la piratería, práctica ancestral entre ellos, sino que los animó concediéndoles una especie de patente de corso universal.

No contenta con esto, organizó una flota y ordenó a sus capitanes que considerasen como enemigos a todos los demás pueblos. En el mismo año en que Teuta subió al trono, sus barcos se dedicaron a hacer correrías por las costas de Élide y Mesenia, en el Peloponeso, y en el viaje de regreso también atacaron el Epiro, cuya capital, Fénice, saquearon.

Fénice era un importante centro económico que comerciaba con Italia. Sin saberlo, al devastarla, Teuta se había metido en problemas con Roma. Para colmo, sus naves empezaron a asaltar barcos mercantes italianos.

El senado decidió tomar cartas en el asunto y envió como embajadores a Lucio y Cayo Coruncanio. Los dos hermanos encontraron a la reina asediando una ciudad. Teuta los recibió y escuchó sus quejas, pero les dijo que le era imposible acabar con la piratería, ya que se trataba de una tradición de su pueblo. Si uno examina las costas de Iliria en un mapa, es fácil comprender la razón: allí el litoral es muy recortado y está lleno de islas y calas semiescondidas que en aquel entonces ofrecían abrigo a los piratas.

La discusión subió de tono. Ante los reproches de ambos legados, Teuta montó en cólera y ordenó que uno de ellos, el que se había dirigido a ella con más insolencia, fuese asesinado en el viaje de regreso.

(Es posible que actuara tal como nos cuenta Polibio. Pero en este caso el historiador griego no parece tan objetivo como otras veces, pues siembra el relato de comentarios misóginos contra Teuta y equipara su furia femenina con la irracionalidad. Al parecer, no le hacía demasiada gracia que una mujer gobernara).

Como fuere, los romanos ya tenían su casus belli, un pretexto para declarar una guerra justa. El asesinato de un embajador suponía una violación muy grave del derecho internacional; en realidad, se trataba más bien de un sacrilegio, ya que las embajadas estaban protegidas por juramentos ante los dioses.

De hecho, con esas embajadas viajaban siempre varios feciales, miembros de un colegio de sacerdotes que asesoraban al senado en todo lo relativo a política y ley internacional. El principal de ellos, el pater patratus, presentaba las peticiones o exigencias romanas al gobernante extranjero con quien trataran.

Si no se obtenía una respuesta adecuada, al volver a Roma el pater patratus invocaba a los dioses como testigos y, en un plazo de treinta y tres días, declaraba la guerra mediante un curioso ritual: se acercaba hasta la frontera y arrojaba una lanza que se clavaba en territorio enemigo. Sólo así se consideraba que la guerra era justa.

En el caso del que hablamos, el pater patratus no habría podido hincar esa lanza en tierra de los ilirios. Conforme los romanos se buscaban adversarios cada vez más lejanos, no les quedó otro remedio que modificar el ritual. A partir de cierto momento, la lanza en cuestión se arrojaba a una parcela cercana al templo de la diosa Belona que, a efectos simbólicos, se consideraba territorio ajeno a Roma.

Mientras transcurría el plazo mencionado para llevar a cabo el ritual, los romanos organizaron una flota y reclutaron un ejército. En el año 229, doscientos barcos mandados por el cónsul Cneo Fulvio se dirigieron hacia la ciudad de Corcira, en la actual Corfú.

Corcira acababa de caer en poder de Teuta tras un asedio. Al ver a los romanos, cambió de bando gustosa y acogió una guarnición. Después, Fulvio navegó hacia la ciudad de Apolonia, al norte. Allí se reunió con el otro cónsul, Postumio, que había traído con él un ejército de veinte mil legionarios y dos mil jinetes.

Actuando de forma conjunta, la flota y el ejército fueron liberando ciudades sometidas al asedio de Teuta: Epidamno primero, luego Isa. Tras varias refriegas, acorralaron a la reina, que durante el invierno envió embajadores a Roma para negociar un tratado.

Las condiciones resultaron humillantes. Teuta debía renunciar a la mayor parte de sus dominios y no podría navegar con más de dos barcos al sur de Lisos, en la boca del Drin, un río situado no muy lejos de la actual frontera entre Albania y Montenegro. Eso suponía una amplísima distancia de seguridad. Las tierras al sur del río Drin se convirtieron en un protectorado romano.

¿Qué ocurrió con Teuta? No vuelve a aparecer en los libros de historia. Es posible que muriera o abdicara, pues el siguiente gobernante de quien tenemos noticia es Demetrio de Faros, que actuó como regente de Pines, hijo de Teuta.

Era la primera vez que los romanos se plantaban al otro lado del Adriático. Evidentemente, no sería la última.

Al principio, los ciudadanos de Epidamno o Apolonia, o de las islas de Corcira e Isa, debieron de sentirse muy contentos con los romanos que venían a acabar con una plaga tan odiosa como la piratería. Sería curioso saber qué habrían pensado si alguién les hubiese dicho que pocas décadas después toda Grecia se sometería al yugo de Roma.

Mas, por el momento, los griegos estaban satisfechos con sus nuevos aliados. Los ciudadanos de Corinto permitieron incluso que los romanos participaran en los Juegos Ístmicos, privilegio reservado hasta entonces a los helenos.

No mucho después, en 219, se libraría la llamada Segunda Guerra Ilírica. Pero antes los romanos tuvieron que enfrentarse a otro desafío: los galos del valle del Po.