La primera guerra Macedónica

El gobernante de Macedonia a la sazón era Filipo V, hijo de Demetrio, que había subido al trono en 229. Sólo tenía ocho años, así que durante un tiempo hubo de someterse a los dictados del regente Antígono. Pero éste murió en 220 y Filipo se convirtió en soberano ya de hecho y no sólo de derecho.

Filipo era hombre de una inteligencia brillante, educado en la oratoria y otras artes, pero de temperamento cruel. Al menos, eso aseguraban los autores antiguos: considerando que eran romanos o griegos que bebían en fuentes romanas, no es de sorprender.

Algunas de las peores informaciones sobre Filipo V las encontramos en la Vida de Arato, escrita por Plutarco. Este Arato era un estadista griego que durante mucho tiempo lideró la Liga Aquea. Debido a su cargo, mantuvo amistad con Demetrio, el padre de Filipo, y luego desempeñó para el joven rey casi el papel de un tutor.

Pero, conforme Filipo creció y acaparó más poder, su verdadera naturaleza salió a la luz (siempre según Plutarco, no lo olvidemos). Por ejemplo, aprovechando que Arato lo había alojado en su propia casa, sedujo a la esposa de su hijo y se acostó con ella repetidas veces. El adulterio en sí suponía una falta grave, pero mucho más reprobable era quebrantar el sagrado vínculo de hospitalidad.

Arato era de los pocos que se atrevían a echar en cara al rey su conducta, más propia de un tirano que de un monarca. Por eso, Filipo decidió librarse de ese incómodo consejero y encargó a su oficial Taurión que lo envenenase. El tóxico que utilizó Taurión era de efecto lento, y provocaba fiebre, tos y consunción. Cuando un amigo de Arato lo vio en su alcoba escupiendo sangre, el estadista le dijo: «Éste, mi querido Céfalo, es el precio de ser amigo del rey».

Arato murió, pues, y Plutarco no deja ninguna duda de que fue envenenado por Filipo. Pero los síntomas del supuesto envenenamiento se parecen mucho a los de la tuberculosis. Tal vez Arato enfermó de forma natural y, debido a sus roces con Filipo, sospechó que éste había ordenado su asesinato. Teniendo en cuenta que los griegos miraban con desconfianza a los macedonios del norte, y que a los romanos les convenía desacreditar a Filipo para que su guerra contra él pareciese más justa, no es extraño que desde bien pronto corrieran rumores contra el joven soberano que lo representaban como un monstruo.

Aún vivía Arato cuando Aníbal aplastó a los romanos en Cannas. Filipo V decidió aprovechar la situación y firmó un pacto con él en 215. ¿Qué intereses podía tener el monarca macedonio en el conflicto entre Cartago y Roma? Como ya hemos visto, en su guerra con la reina Teuta, Roma había cruzado el «charco» que lo separaba de Grecia y ahora controlaba amplias zonas de Iliria. Eso la acercaba demasiado a las fronteras de Macedonia para la tranquilidad de Filipo, que pretendía expulsarlos de allí.

Pero, según los romanos, la estrategia del rey macedonio iba mucho más allá: su plan era cruzar el Adriático con una flota e invadir Italia. Para impedirlo, el senado envió una escuadra de cincuenta naves de guerra a patrullar las costas del Adriático y llevó a Iliria una legión mandada por el propretor Marco Valerio Levino. Considerando que en ese momento de la guerra contra Aníbal la República tenía movilizadas más de veinte legiones entre Italia, el valle del Po, España y Sicilia, no podía hacer mucho más.

Sin embargo, la supuesta invasión nunca se llevó a cabo. Al principio, Filipo ni siquiera poseía una flota digna de tal nombre. Cuando la construyó, ordenó fabricar lemboi, unas galeras rápidas que tan sólo contaban con una hilera de remeros y podían llevar cincuenta guerreros a bordo. Eran naves muy maniobreras, las mismas que utilizaban los piratas ilirios, aptas para atacar barcos mercantes o para huir de las naves de guerra enemigas, pero no para luchar en combate frontal contra ellas.

Con esa flota, Filipo se dirigió a Apolonia, en la costa de la actual Albania, y la sitió. Esta ciudad era fiel aliada de Roma en la región, de modo que el propretor Levino envió dos mil hombres al mando de Quinto Nevio para que socorrieran a sus habitantes. Nevio atacó por sorpresa el campamento de Filipo, quien tuvo que retirarse a toda prisa con sus barcos y huyó remontando el curso del río Aos. Después, al saber que los romanos bloqueaban la desembocadura del río con su flota y le cortaban la retirada por mar, hizo quemar sus lemboi y regresó por tierra a Macedonia.

De haber existido alguna posibilidad de que Filipo invadiera Italia, se había desvanecido con la pérdida de su flota. ¿De veras pretendía cruzar el Adriático?

No parece probable. Seguramente, su intención era expulsar a los romanos de sus territorios en Grecia y convertirse en el amo de toda la región. Al actuar así no obraba como un megalómano: conociendo la forma de actuar de los romanos, Filipo podía sospechar que, una vez que habían plantado el pie en Grecia, empezarían a encontrar excusas para ampliar sus territorios, como habían hecho con el sur de Italia o con Sicilia. La diplomacia romana vendió la guerra contra Macedonia como un conflicto defensivo, pero Filipo podría haber dicho lo mismo.

En cualquier caso, aunque se denomine «Primera Guerra Macedónica», este conflicto fue de poca intensidad para Roma, que no llegó a emplear grandes recursos en ella. La razón es evidente: la guerra empezó en el año 215, cuando Aníbal acababa de aniquilar dos ejércitos consulares y seguía campando a sus anchas por el centro y el sur de Italia.

Los objetivos de la contienda fueron limitados. Para Filipo, expulsar a los romanos de Grecia. Para los romanos, agarrarse como lapas a sus posesiones al otro lado del Adriático y esperar a que la tormenta amainase. Una vez destruida la flota macedonia, sabían que el potencial peligro de invasión se había disipado.

Como era habitual en estos conflictos, Roma se buscó aliados allende el mar. Puesto que Filipo combatía junto con la Liga Aquea, la República se asoció con su enemiga encarnizada, la Liga Etolia. A pesar de todo, la ayuda que brindó a los etolios fue prácticamente simbólica. En el año 206, tras sufrir diversos reveses, la Liga Etolia no tuvo más remedio que firmar la paz con Filipo, para disgusto de los romanos.

La propia República se vio obligada a negociar con Filipo, y en 205 ambos bandos suscribieron el tratado de Fénice. Según sus cláusulas, Filipo conservaba muchas de las ciudades de Iliria que había conquistado durante la guerra. A cambio, los romanos mantenían otras y Macedonia disolvía su alianza con Cartago.

En teoría, era un pacto razonable en el que ambos bandos ganaban unas cosas y perdían otras. Los reinos helenísticos firmaban constantemente tratados de ese tipo.

Pero no era la forma romana de entender la guerra. Para Roma, la contienda sólo terminaba cuando podía imponer todas sus condiciones a un enemigo aplastado. Así lo habían descubierto para su sorpresa Pirro y Aníbal: los romanos preferían seguir combatiendo antes que hacer concesiones, aunque al obrar así corrieran el riesgo de ser destruidos como pueblo.

¿Por qué firmaron entonces la paz de Fénice? Es evidente que para ellos tan sólo suponía una tregua. Estaban demasiado ocupados con Cartago y no podían distraer más recursos allende el Adriático. Mientras pactaban con Filipo, rechinaron los dientes y aguardaron mejor ocasión.

De todos modos, el tratado incluía una cláusula muy peligrosa para Filipo primero, y para la independencia de toda Grecia después. Según dicho artículo, aparte de Iliria, también se convertían en «amigos de Roma» los pueblos del sur de Grecia: Élide, Mesenia y la propia Esparta. Esta «amistad» era un primer paso. En cuanto los nuevos aliados sufrieran alguna dificultad, no tardarían en pedir la ayuda de Roma. Así lo habían hecho los mamertinos de Mesina en el año 265, y el resultado había sido la conquista de toda Sicilia.