El estallido de la primera Guerra Púnica

Ya quedó contado que, cuando Pirro salió de Sicilia, comentó: «¡Qué buen campo de batalla dejo aquí para cartagineses y romanos!».

Como en otras ocasiones, debemos encontrarnos ante una profecía a posteriori. En aquel momento, en el año 276, nadie podía prever que las dos ciudades se iban a enfrentar en tres largos conflictos que se extenderían más de un siglo y costarían cientos de miles de vidas. Por entonces, las relaciones entre Roma y Cartago no sólo eran buenas, sino incluso amistosas. El primer tratado entre Roma y Cartago se había firmado en el año 509, justo cuando se fundó la República, y desde entonces se pactaron otros tres acuerdos más, incluido uno en 277 contra el propio Pirro.

Pero todo empezó a torcerse por culpa de los mamertinos, o «hijos de Mamers», aquellos mercenarios de Campania que sirvieron a Agatocles, rey de Siracusa. Cuando éste murió, los mamertinos, en lugar de regresar a Italia, se apoderaron de la ciudad de Mesina, situada en el estrecho que separa Italia de Sicilia, un punto estratégico. En realidad, entraron en ella pacíficamente, pero una vez dentro mataron a unos ciudadanos y expulsaron a otros, y se apoderaron de sus esposas y sus propiedades.

Acostumbrados a la guerra más que al trabajo, los mamertinos no se reconvirtieron precisamente en honrados campesinos ni artesanos. Al contrario, se dedicaban a hacer correrías desde Mesina, saqueaban todo el noroeste de Sicilia y capturaban rehenes por los que pedían rescate.

En suma, Mesina se había convertido en una auténtica ciudad pirata. Pirro luchó contra ellos y los derrotó varias veces, pero no logró expulsarlos de su enclave.

Sin embargo, en 265, el rey Hierón de Siracusa había conseguido acorralarlos en Mesina. Los siracusanos poseían máquinas de asedio muy sofisticadas, así que las murallas corrían serio peligro. Desesperados, los mamertinos pidieron ayuda a los cartagineses, enemigos ancestrales de los siracusanos. Pero, por no poner todos los huevos en la misma cesta, también enviaron una petición de auxilio a los romanos.

Cartago despachó una guarnición que se instaló en la ciudadela de Mesina. Hierón decidió retirarse, pues en ese momento no deseaba enfrentarse con la poderosa ciudad fenicia.

Pero los romanos también decidieron intervenir. Era la primera vez que se planteaban guerrear fuera de Italia. Ya que habían llegado hasta la puntera de la bota apoderándose de la ciudad de Regio, ¿por qué no dar un pequeño salto y cruzar a Sicilia? Ésa fue la moción que se debatió en el senado, y al final prevalecieron los partidarios de actuar.

La cuestión era moralmente complicada. La verdad es que los mamertinos eran unos indeseables, una especie de estado terrorista de la época. Poco antes, los romanos habían contratado a otros mercenarios campanos para que sirvieran como guarnición precisamente en Regio. Los mercenarios les salieron rana, y la venganza de Roma fue ejemplar: trescientos de ellos fueron conducidos a la ciudad y decapitados, no sin antes ser flagelados.

Ahora, el comportamiento de los mamertinos era el mismo que el de los mercenarios de Regio. Eso significaba que, si Roma los ayudaba, iba a practicar una doble moral.

Y lo hizo. Aunque Bismarck no hubiera acuñado todavía el término Realpolitik, ya se aplicaba: los intereses de Estado debían prevalecer sobre la ética.

Si Cartago, que ya poseía Córcega y Cerdeña y buena parte de Sicilia, se adueñaba también de Mesina, tendría muy fácil plantarse en el sur de Italia. Ése era el huerto personal de los romanos, que habían tenido que luchar infinitas guerras para conquistarlo, incluidas tres sangrientas batallas contra el gran Pirro. De modo que no estaban dispuestos a consentirlo.

Por fin, el senado decidió enviar al cónsul Apio Claudio —nieto de Apio Claudio el Ciego— con dos legiones para ayudar a los mamertinos. Éstos, cuando supieron que Roma iba a ayudarlos, expulsaron a la guarnición cartaginesa para dejar sitio a sus nuevos aliados.

La ayuda no habría sido necesaria, ya que Hierón había levantado el asedio. Pero lo ocurrido sentó muy mal en Cartago. El comandante de la guarnición expulsada fue crucificado por negligencia y cobardía, y la ciudad empezó a movilizar tropas en África.

Por otra parte, Cartago selló una insólita alianza con Siracusa, que durante siglos había sido su enemiga encarnizada. Según los términos de ese nuevo tratado, las tropas de Hierón volvieron a sitiar Mesina por tierra mientras los barcos cartagineses vigilaban el estrecho para evitar que el ejército romano lo cruzara.

(Un rápido comentario sobre los nombres en Cartago: el comandante crucificado y el general del ejército que acudió junto con los siracusanos se llamaban igual, Hanón. En las inscripciones funerarias cartaginesas se han encontrado hasta seiscientos nombres distintos, pero hay doce de ellos que se repiten hasta la saciedad: Hanón, Giscón, Magón, Aníbal, Amílcar, Himilcón, Asdrúbal y cinco más. Eso no ayuda precisamente a clarificar el relato de las guerras púnicas. A veces los mismos historiadores no tienen claro quién era quién).

El cónsul Apio Claudio, que se hallaba al otro lado del estrecho con sus tropas, intentó negociar con los sitiadores. Como resultó en vano, al final decidió actuar. Al amparo de la oscuridad, logró cruzar el estrecho y llevar sus dos legiones a Mesina.

En cuanto estuvo en Sicilia, Apio Claudio hizo una salida desde las murallas contra el campamento de Hierón. Primero sufrió un pequeño revés ante la afamada caballería siracusana. Él mismo no debía haber traído demasiados caballos, pues siempre era complicado transportarlos por mar. Pero a continuación sus legionarios cargaron contra la infantería enemiga y la aplastaron.

Hierón se retiró tras esta derrota. Después, al ver que los romanos le perseguían y devastaban las inmediaciones de Siracusa, decidió que eran demasiado poderosos para él, y que más le convenía firmar un tratado con ellos y olvidarse de su extraña alianza con Cartago. De modo que les devolvió sus prisioneros, les pagó cien talentos de plata y les ofreció suministros para sus operaciones en Sicilia.

Desde entonces, Hierón fue fiel a su tratado con Roma. Esa lealtad no era algo demasiado habitual, pero a él no le debió de venir mal, porque gobernó sin grandes problemas casi cincuenta años más.

Así pues, corría el 263 cuando los romanos plantaron sus sandalias claveteadas en Sicilia, se convirtieron en aliados de Siracusa y rompieron su ancestral amistad con Cartago. Todo por auxiliar a una banda de maleantes. ¿Cuáles eran sus verdaderos motivos?

Las interpretaciones difieren mucho según las modas de cada época, el sesgo ideológico de cada autor o, simplemente, su mayor o menor simpatía por los romanos.

Como señala el experto Adrian Goldsworthy, los historiadores del siglo XIX y la primera mitad del XX tendían a disculpar a Roma, asegurando que sus conquistas se produjeron como consecuencia de una larga serie de guerras defensivas. Se trataba de evitar que los enemigos pudieran amenazar su propio suelo y de impedir otra humillación como la del saqueo galo. Por eso, los romanos procuraban ampliar cada vez más la distancia entre ellos y la frontera que los separaba de potenciales adversarios. Es como decir: «Ellos no querían, pero…».

De paso, al actuar así, hacían un favor a los pueblos a los que absorbían, pues los civilizaban con su superior cultura. Lo mismo que hacían los europeos con los africanos, venían a decir estos autores.

Pero después de la Segunda Guerra Mundial surgió el antiimperialismo. No sólo apareció en las colonias que se independizaron de las potencias europeas, sino también entre los intelectuales de Occidente, que se sentían culpables por el pasado inmediato. Este nuevo punto de vista provocó que los romanos empezaran a ser criticados como un pueblo agresivo, invasor, que codiciaba y expoliaba las riquezas de otros pueblos y que además les imponía una cultura que no era tan superior como ellos mismos creían.

Hoy podemos encontrar defensores de ambas posturas, prorromanos y antirromanos. Entre los «anti», hace poco que se publicó una obra titulada Roma y los bárbaros, de Terry Jones y Alan Ereira. Terry Jones es más conocido por pertenecer a Monty Python, por haber dirigido películas como La vida de Brian y porque en el programa televisivo Monty Python’s Flying Circus aparecía tocando el piano desnudo. No parece la mejor carta de presentación para un historiador, pero es un libro muy interesante, aunque no tan divertido como el inolvidable Flying Circus. Si bien aquellos que se consideren prorromanos seguramente se indignarán al leerlo.

En realidad, no se trata de ser «pro» o «anti». Los pueblos de la Antigüedad tendían a comportarse de forma similar. Todos guerreaban entre sí, saqueaban los territorios ajenos si les venía a mano y firmaban pactos cuando les convenía. Al fin y al cabo, se trataba de la sempiterna lucha que se produce en la naturaleza por unos recursos limitados, sólo que con armas y rituales muy sofisticados. Lo que diferenció a los romanos de otros pueblos fue el exagerado éxito que alcanzaron a la hora de optimizar sus recursos y apoderarse de los ajenos.