El final de las guerras Samnitas

Mientras las obras avanzaban, el conflicto contra los samnitas seguía adelante. El poder de Roma no dejaba de crecer, pues era capaz de enfrentarse a sus enemigos en diferentes escenarios a la vez. Así, en 311, varias ciudades etruscas y umbras se aliaron con los samnitas, pero los romanos avanzaron hacia el norte por el valle del Tíber y los sometieron. En el sur, la situación se estancó hasta que los romanos conquistaron la ciudad de Boviano, situada en los Apeninos, en pleno territorio samnita. En 304, se firmó la paz entre Roma y la confederación del Samnio.

Aprovechando esta tregua, los romanos atacaron a los ecuos, el mismo pueblo que casi aniquiló a un ejército en la época de Cincinato, y los masacraron. Las tribus vecinas —marsos, frentinos y pelignos, por citar algunos nombres— escarmentaron en cabeza ajena y firmaron tratados con Roma, que les confiscó parte de sus tierras y fundó nuevas colonias. Gracias a éstas, rodeó literalmente a los samnitas con guarniciones militares.

En total, se calcula que entre el inicio de las guerras samnitas y la Primera Guerra Púnica los romanos «recolocaron» en terrenos confiscados a más de setenta mil de sus ciudadanos, junto con sus familias. Era positivo para la urbe, pues permitía prosperar a personas empobrecidas y así evitaba tensiones internas. Pero ¿qué ocurría con los anteriores dueños de las tierras requisadas?

La respuesta no es agradable: caían en la esclavitud, eran deportados o simplemente los pasaban a cuchillo. Aunque muchas comunidades eran absorbidas por los romanos, a otras las borraban del mapa.

De todos modos, antes de ser demasiado severos en nuestras críticas, pensemos que cuando los samnitas bajaban de las montañas para atacar las ciudades griegas de Campania o cuando los galos se instalaron en el valle del Po desplazando a los etruscos no lo hicieron precisamente con una rama de olivo. Se vivían tiempos duros, y en ellos los romanos demostraron que eran los más eficaces.

Mientras las obras de la vía Apia proseguían, los romanos empezaron a construir una nueva calzada, la vía Valeria, que atravesaba la barrera de los Apeninos. La maquinaria de la conquista se había puesto en marcha y ya no había forma de detenerla.

En el año 298 estalló la Tercera Guerra Samnita. La causa fueron esta vez los lucanos. Eran también un pueblo montañés, emparentado con los samnitas, aunque algo más helenizados que ellos por su cercanía a las ciudades griegas del sur.

Los lucanos enviaron una embajada a Roma para protestar porque los samnitas habían invadido su territorio, y de paso les pidieron ayuda. El senado aceptó y exigió a los samnitas que se retiraran del territorio ocupado. Al no conseguirlo, los romanos enviaron un ejército de invasión.

En aquel año era cónsul Cornelio Escipión Barbato, bisabuelo del célebre Escipión Africano. Nos ha llegado su sarcófago intacto, con una inscripción en la que presume de cómo tomó las ciudades de Taurasia y Cisauna en el Samnio, sometió toda Lucania y tomó rehenes.

Al año siguiente, en 297, todos los enemigos de Roma decidieron aliarse. Habían comprendido que por separado no tenían nada que hacer y que la República los iba a devorar por la cabeza o por los pies, por las malas o por las peores. Se formó así una coalición de samnitas, etruscos, umbros e incluso galos.

Tras diversas escaramuzas y movimientos diplomáticos, el momento decisivo llegó en 295. Los samnitas enviaron un ejército al norte de Italia, que se unió al de sus nuevos aliados. Todos juntos sumaban una cifra formidable: ochenta mil hombres.

Contra ellos, los romanos enviaron a los dos cónsules del año, Publio Decio Mus y Fabio Máximo Ruliano. Llevaban cuatro legiones más las correspondientes fuerzas aliadas, hasta sumar unos cuarenta mil soldados.

Al descubrir que el enemigo los duplicaba, los cónsules enviaron un ejército más pequeño a devastar los territorios de los etruscos y de los umbros. Estos dos pueblos se desgajaron de la fuerza principal para acudir a socorrer a los suyos y se dirigieron al oeste.

La batalla se libró en Sentino, más o menos en la frontera entre Umbría y la llanura costera de Piceno. Al final, los romanos se enfrentaron a unos cincuenta mil hombres entre galos y samnitas. Las fuerzas estaban tan equilibradas que, de haberse hallado presentes los etruscos y los umbros, la República podría haber sufrido un grave revés.[11]

Como era habitual, la batalla se libró en dos frentes. Ruliano mandaba el ala derecha de los romanos, que se enfrentó directamente contra los samnitas mandados por su general Egnacio. En el flanco derecho, Decio Mus se las tuvo que ver con los galos, que en esta ocasión utilizaron carros de combate.

En su parte del campo, Ruliano consiguió derrotar a los samnitas. Pero en el ala izquierda, la embestida de los carros celtas puso en fuga a la caballería romana, que al retroceder provocó el caos en las primeras filas de su propia infantería.

Esto ocurría con cierta frecuencia en las batallas de la Antigüedad. Los jinetes formaban en los flancos de la formación, separados de la infantería. Cuando empezaba la batalla, solían ser ellos quienes empezaban la lucha cargando contra la caballería enemiga: en parte se debía a que se movían con más velocidad gracias a sus monturas y en parte a que pertenecían a la élite social y tenían preferencia a la hora de conseguir botín y gloria.

El problema era que, cuando una de las dos fuerzas de caballería que chocaban cedía al empuje de la otra, resultaba casi imposible retirarse de forma ordenada al lugar donde habían formado originalmente. O bien huían a la desbandada lejos del campo de batalla o, dependiendo de las circunstancias o del terreno, todos o parte de ellos acababan buscando refugio entre las filas de su propia infantería, lo que acababa desordenando al ejército en su conjunto.

Al ver que esto empezaba a ocurrir entre sus legionarios, el cónsul Decio Mus decidió imitar el ejemplo de su padre. Invocando él también a los manes y a la diosa Tierra, pronunció la devotio para ofrecerse a sí mismo junto con todo el ejército enemigo y se lanzó como un kamikaze de la Antigüedad contra los galos.

Como había ocurrido con su padre en la batalla del Vesubio, el sacrificio del cónsul espoleó a sus hombres, que recompusieron filas y cargaron contra los galos con renovadas fuerzas. Además, por suerte para ellos, Ruliano ya había puesto en fuga a los samnitas y envió parte de sus tropas en ayuda del flanco izquierdo. La maniobra se convirtió en una pinza y los galos, atrapados entre dos frentes, fueron derrotados.

La batalla de Sentino se convirtió en la mayor victoria de esta guerra. Según Livio, murieron veinticinco mil enemigos: los dioses infernales, siempre sedientos de sangre, debieron sentirse contentos con la devotio de Decio Mus. Pero los romanos también sufrieron muchas pérdidas. El cuerpo de Decio Mus no apareció hasta el segundo día de búsqueda, medio aplastado entre los cadáveres de los galos. Lo llevaron al campamento romano, donde su colega Ruliano le tributó los honores debidos a un cónsul de Roma que había muerto de forma tan heroica.

Ésta fue la última vez en que los romanos se vieron en cierto peligro en esta larga guerra. Los galos se retiraron al norte y no volvieron a intervenir en el conflicto.

Los samnitas siguieron luchando, no obstante. En 293, desesperados, convocaron un reclutamiento general en la ciudad montañosa de Aquilonia, donde acudieron cuarenta mil hombres, toda su fuerza de combate. Allí se formó una unidad sagrada denominada la «legión de lino». La razón fue que se cubrió un terreno de lino, y sobre él se ofrecieron sacrificios a los dioses. Después, los samnitas fueron desfilando para jurar que no se retirarían del combate, y que si lo hacían tanto ellos como todo su linaje sufrirían terribles maldiciones.

Estos votos no eran raros: los romanos juraban obedecer a sus generales y no abandonar a sus compañeros en el campo de batalla. A partir del año 216, esa promesa se hizo oficial con el nombre de sacramentum. Y no hay que olvidar que las consecuencias de un perjurio eran mucho más graves entonces que ahora.

La batalla definitiva de la guerra se libró cerca de Aquilonia. En este caso, las tropas romanas estaban bajo el mando de un dictador, Papirio Cursor.

Papirio ya había sido dictador otra vez en 325. En aquella primera ocasión había mantenido una sonora disputa con su lugarteniente, el magister equitum o jefe de la caballería. Éste no era otro que Fabio Máximo Ruliano, que luego se convertiría en el glorioso triunfador de la batalla de Sentino. Pero en 325 Ruliano provocó la cólera de su superior Papirio al librar una batalla contra los samnitas por su cuenta en contra de sus órdenes.

Suele decirse que la victoria lo justifica todo. Pero en este caso no fue así. Pese a que Ruliano ganó la batalla, Papirio ordenó que los lictores le arrancaran la ropa para azotarlo con las fasces y luego decapitarlo. Ruliano consiguió escabullirse y huir a Roma, y sólo gracias a la intercesión del senado se salvó, aunque Papirio lo desposeyó del cargo.

Como se ve, el tal Papirio era un tipo duro. A estas alturas ya debía de tener más de setenta años, pero seguía listo para la guerra. Bajo su mando, los romanos aplastaron a los samnitas. Después los persiguieron y tomaron la ciudad de Aquilonia, donde se habían refugiado. El botín fue inmenso —lo que demuestra que los samnitas no eran tribus de pastores atrasados, como a menudo los representaban sus enemigos—, y Papirio pudo celebrar un gran triunfo al volver a Roma.

Con todo, la guerra no terminó hasta el año 290, cuando los romanos invadieron el territorio de los samnitas y les obligaron a firmar la paz. Las condiciones fueron mejores que para otros enemigos derrotados, lo que demuestra que los samnitas todavía conservaban capacidad de lucha, o que los romanos no estaban seguros de poder controlar del todo el centro montañoso de la península. En cualquier caso, los samnitas se comprometieron a combatir como aliados de los romanos y bajo su mando.

Tras el final de la Tercera Guerra Samnita, entramos en un periodo del que estamos peor informados, ya que nuestra fuente principal hasta entonces, la obra de Tito Livio, se interrumpe aquí en el libro 10. Los demás volúmenes se han perdido hasta el 21, ya en la Segunda Guerra Púnica.

A pesar de todo, sabemos que los romanos continuaron con sus campañas de conquista, consolidaron su dominio sobre Etruria y llegaron incluso hasta el Adriático, en cuyas orillas establecieron la colonia de Hadria. Un siglo después del traumático saqueo de Roma, la República era la mayor potencia de Italia y controlaba todo el centro de la península de mar a mar. Por el norte, Etruria, Umbría y el Piceno ya estaban prácticamente pacificados, y sus fronteras colindaban ya con los territorios dominados por los galos.

Pero ahora sus ojos se volvieron sobre todo al sur. Más allá de Campania se extendía la Magna Grecia, una región rica, poblada de ciudades griegas en la costa y de samnitas y otros pueblos montañeses como los lucanos y los brutios en el interior. La política de Roma fue la habitual: dejarse llamar por alguna ciudad que reclamaba su alianza contra un vecino hostil, acudir en su ayuda y ya no abandonar ese nuevo territorio.

Sólo que en este caso se enfrentaron con un enemigo inesperado, venido de allende el mar: el rey Pirro, un aventurero y señor de la guerra que por primera vez trajo elefantes a Italia.

A estas alturas de la historia, podemos estar más o menos seguros de cómo combatían los romanos. Es hora de que examinemos más de cerca las legiones y a los hombres que las componían.